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Matías Rodríguez Metral

Los patriarcas del mercado. Apuntes sobre los orígenes del neoliberalismo en Uruguay (1955-1973)




Escribir sobre el neoliberalismo en Uruguay supone varios desafíos, entre ellos el de la propia categoría. Un uso popular del término, que lo reduce en ocasiones a una defensa irrestricta del libre mercado y del interés empresarial, que abomina del Estado y posee conexiones con poderes económicos internacionales, conlleva al menos dos problemas para lograr una comprensión profunda del fenómeno. Por un lado, los sujetos englobados por la categoría tienden a rechazar la definición como neoliberales. Por el otro, la imagen planteada conlleva una visión homogénea de esa corriente de pensamiento. Por tanto, conviene comenzar haciendo algunas breves menciones al origen del término y a la complejidad del fenómeno.


Los primeros usos de la palabra “neoliberalismo” estuvieron vinculados a los intelectuales y economistas que se reunieron en el Coloquio Lippmann en 1938 y, tras la Segunda Guerra Mundial, fundaron la Sociedad Mont Pelerin en 1947, haciendo referencia a la necesidad de lograr un renacimiento del pensamiento liberal, que creían amenazado por el avance del Estado en diferentes experiencias históricas (la Unión Soviética, el nazismo, el naciente Estado de Bienestar). Sin embargo, hacia los años cincuenta estos mismos pensadores viraron en sus autopercepciones hacia el término “liberalismo”, buscando reforzar el sentido de continuidad entre sus definiciones y los postulados originarios provenientes del siglo XVIII. Por tanto, es necesario señalar que, al usar la categoría “neoliberalismo”, nos referimos a sujetos históricos que tienden a definirse como “liberales”. Más allá de que en este trabajo se tome esta última denominación, en buena medida buscando captar la diversidad de la corriente, esto no obsta el uso del concepto “neoliberalismo”, dado que varios autores fundamentan su pertinencia, entre otras razones porque en el pensamiento neoliberal se produce una ruptura entre los componentes económicos y políticos, pasando a tener primacía los primeros (Bobbio, 1989; Landa, 2010; Stedman Jones, 2012; Mirowski, 2009; Morresi, 2013).


Una segunda consideración necesaria para analizar el neoliberalismo radica en reconocer su heterogeneidad, es decir, la existencia de las diferentes corrientes que lo conforman. En ese sentido, comúnmente se distingue entre distintas “escuelas”, que tienen matices ideológicos entre sí. Como ejemplo, el “ordoliberalismo” alemán de posguerra le daba un rol al Estado en la reconstrucción de Alemania después de 1945, que no encuentra paralelo en los planteamientos de Friedrich von Hayek y Ludwig von Mises, economistas fundamentales de la llamada escuela “austríaca”, recelosos de cualquier avance sobre la libertad económica. A su vez, la corriente surgida en la Universidad de Chicago, vinculada entre otros a Milton Friedman, puso el foco en la las cuestiones monetarias y la inflación.



La crisis y la primera liberalización: la Reforma Cambiaria y Monetaria


La prosperidad de la “Suiza de América”, asociada a la figura de Luis Batlle Berres y al período usualmente conocido como “neobatllismo” (1946-1958), se agotó a mediados de los años cincuenta. Las dificultades del proyecto industrializador, sumado al estancamiento de largo plazo del sector agropecuario, sumieron al Uruguay en una crisis económica prolongada, de la que se fue tomando conciencia poco a poco. En agosto de 1956 el batllismo quincista intentó una puntual liberalización del mercado cambiario, recurriendo al asesoramiento de la Facultad de Ciencias Económicas y de Administración (FCEA) a través de Luis Faroppa, Israel Wonsewer y Enrique Iglesias, pero la experiencia no tuvo continuidad ni profundidad. Una de las primeras manifestaciones de la crisis se dio en las elecciones de 1958: de forma inédita en el siglo XX, el Partido Colorado fue derrotado. Entre los blancos, salió triunfante una alianza del herrerismo con el ruralismo de Benito Nardone.


La llegada del Partido Nacional al poder, en el marco del formato colegiado vigente desde la Constitución de 1952, ambientó la primera experiencia significativa de liberalización de la economía uruguaya. La alianza herrero-ruralista inició su gobierno con la decidida intención de transformar la política económica, mediante el abandono el dirigismo estatal. Esta mirada liberalizadora tenía larga data en el herrerismo, y se vio especialmente potenciada por el movimiento de Nardone, cuyas ideas económicas han sido caracterizadas por Raúl Jacob como un “neoliberalismo” (1981: 130), al defender entre otras medidas la eliminación de los controles cambiarios y el desmantelamiento de las empresas estatales. En ese sentido, desde 1956 el ruralismo bregaba por una reforma constitucional que creaba un Banco Central como un cuarto poder del Estado. Esa institución sería dirigida por representantes políticos y empresariales, buscaría crear un “sistema de economía libre” (D´Elía, 1982: 94) y tendría entre sus amplias potestades la posibilidad de vetar las expropiaciones, en un claro intento de frenar el avance estatista sobre la economía.


Para llevar a cabo su propuesta económica la nueva administración le confió el Ministerio de Hacienda a un técnico, el contador Juan Eduardo Azzini. Profesor y director del Instituto de Finanzas de la FCEA, acercó a diversos especialistas a la gestión pública, a la vez que muy rápidamente se dispuso a emprender un giro liberalizador a la economía uruguaya a través de la Reforma Cambiaria y Monetaria, convertida en ley en diciembre de 1959. Con esta norma se instauró, por un lado, un tipo de cambio único, libre y flotante, devaluándose el peso. Por el otro, se liberalizó el comercio exterior, más allá de la persistencia de ciertos límites, como las detracciones a las exportaciones y la posibilidad de recargar y suspender las importaciones. Esta senda se vio reafirmada con la firma de acuerdos con el Fondo Monetario Internacional (FMI), las “Cartas de Intención”, que anudaron la asistencia exterior con el compromiso gubernamental de continuar la liberalización. Asimismo, en 1961 Uruguay se unió a la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC).


Más allá de que estas medidas estaban en el cerno de las definiciones de los sectores gobernantes, cabe preguntarse acerca del rol de Azzini en la configuración de esa política económica. En sus escritos y en algunos trabajos sobre el período, se destaca la influencia y la admiración del ministro de Hacienda por la figura de Ludwig Erhard, lo que puede indicar una cercanía con la experiencia del ordoliberalismo alemán. En un texto escrito una década después de la entrada en vigencia de la Reforma Cambiaria y Monetaria, Azzini afirmaba que su base estaba en el “principio directriz de la libertad”, pero con el matiz de que “ese liberalismo no implicó una vuelta al siglo pasado”. Suponía reconocer que “la oferta y la demanda” era “una ley económica” que estaba “por encima de toda otra disposición”, a la que había que “enmarcar en un campo de acción que no sea lesivo para los débiles ni para los indefensos”. De forma directa, señalaba que “la economía social de mercado tal como la expuso Erhard en 1948 en Alemania” había sido el “modelo inspirador de la Reforma Cambiaria” (Azzini, 1970: 41-45).


Como ha señalado Jaime Yaffé, Uruguay se adelantaba a los cambios económicos de América Latina, como ya se había dado con las reformas del primer batllismo (2009: 172). Sin embargo, este primer ciclo liberalizador se cerró hacia 1963. La nueva administración blanca, encabezada por una alianza entre la Unión Blanca Democrática y el Herrerismo Ortodoxo, protagonizó un rápido giro en las políticas económicas, que incluyó un retorno al doble mercado cambiario y el control de las importaciones, en el marco de una delicada situación de reservas de divisas del Banco de la República Oriental del Uruguay. Asimismo, de la mano de la Comisión de Inversiones y Desarrollo Económico (CIDE), comenzaría el auge de la experiencia desarrollista.



El viraje del batllismo: la centralidad de la inflación


Una de las vertientes más inesperadas en el proceso de irrupción de los posicionamientos económicos liberales en los años sesenta la protagonizó la batllista Lista 15 del Partido Colorado, a impulsos de Jorge Batlle Ibáñez. Bajo el liderazgo de su padre, Batlle Berres, ese sector se había identificado con un programa industrializador, con una impronta estatista y dirigista. El agotamiento de ese proyecto, las sucesivas derrotas electorales de 1958 y 1962, y la muerte del propio líder en julio de 1964, dejaron al quincismo desorientado. En 1965, en medio de una grave crisis bancaria en abril y la aceleración de la inflación, la Lista 15 se embarcó en una elección interna montevideana para definir un rumbo político. Más allá de la disputa institucional sobre la reforma constitucional y el colegiado, desde las páginas del vespertino Acción, fundado por Batlle Berres y dirigido ahora por Batlle Ibáñez, se comenzó a definir a la inflación como uno de los principales problemas del país, a la vez que se la asociaba con la emisión de moneda y el gasto estatal. Así, en mayo de 1965 se denunciaba una “plaga inflacionaria” que se prolongaría mientras la “moneda no sea sana”, al mismo tiempo que se criticaba al gobierno por usar la “máquina de imprimir billetes”[1]. Dos meses más tarde, se reclamaba frenar la “irresponsable política de burocratización”, para lograr abatir el gasto público”[2]. Asimismo, en algún editorial de ese año se citó a Mises para fundamentar esta visión sobre la inflación, a la vez que en ocasiones se retomaba la columna dominical de economía de El País, escrita por Daniel Rodríguez Larreta, un tradicional promotor del liberalismo económico.


La figura de Batlle Ibáñez en este proceso fue central, dado que su sector, Unidad y Reforma, terminó imponiéndose en las elecciones internas del quincismo en Montevideo de 1965, a la vez que fue un impulsor clave de esa nueva lectura acerca de la inflación. La trayectoria de Batlle Ibáñez parece haber estado signada, junto a un viaje a Europa a fines de los cuarenta, por el contacto en la segunda mitad de los años cincuenta con Hayek y Mises, cuando estos visitaron Buenos Aires, invitados por el Centro de Difusión de la Economía Libre. Esta organización estaba vinculada a Raúl Lamuraglia, industrial antiperonista argentino y suegro de Batlle Ibáñez. En particular, Hayek se hospedó en su estancia, donde pudo conversar con el hijo de Batlle Berres, dado que este era el único que conocía su idioma, según recordó décadas después. Esta temprana definición liberal en lo económico debió ser lo suficientemente fuerte como para que, en 1961, tuviera un papel decisivo en la aprobación parlamentaria del tratado que dio origen a la ALALC.


En 1966, ya embarcado en la campaña para las elecciones nacionales como candidato a presidente de una Lista 15 identificada con Unidad y Reforma, Batlle Ibáñez fue más explícito en esa nueva mirada sobre la economía. En el discurso con el que asumió su candidatura ante la Convención quincista, criticó que “el Estado, en fines no reproductivos, compromete la mayor parte de los recursos nacionales”, por lo que había que “transformarlo” para que estuviera “al servicio de la sociedad y no la sociedad al servicio del Estado”. Además, denunció la “total impotencia del Estado para orientar los hechos económicos”, a la vez que prometió “devolver la confianza al ciudadano en la moneda”[3]. En ese sendero, fue apoyado por Alejandro Vegh Villegas, con quien tenía un vínculo que se remontaba a la década anterior. Este ingeniero había estudiado economía política en Harvard y acompañado a Roberto de Oliveira Campos en su gestión económica dentro del gobierno militar brasileño. No en vano, en la campaña quincista de 1966 Vegh Villegas escribió la propuesta más definida para enfrentar la inflación. En ella, luego de descartar la sustitución de la moneda nacional por una “moneda dura extranjera” dado el “folklore de la soberanía” y la “hipocresía de los gobiernos” afectos a la “maquinita impresora de billetes”, describía un detallado plan. En sucesivas etapas para “poner la casa en orden”, se debería lograr “la disminución de la demanda y de la producción” (entre otras cosas, a través de la baja del déficit fiscal); impulsar una “inflación correctiva” que aumentara los precios “los servicios públicos y otros bienes y servicios”; desarrollar una “política de salarios” que convenciera a los sindicatos que la baja de la inflación al final del proceso compensaría “un menor salario real al comienzo”; y una mejora del “aparato de recaudación”[4].


Las elecciones de 1966 le dieron al general Oscar D. Gestido la presidencia, reinstaurada tras la aprobación de la reforma “naranja”. En este nuevo gobierno colorado el quincismo iba a aportar su visión liberal de la economía, así como un conjunto de figuras para el gabinete. Sin embargo, la breve administración del general no encontró una clara orientación política frente al panorama económico extremadamente complejo (la inflación anual de 1967 superó los tres dígitos). En nueve meses, tres gabinetes oscilaron entre desarrollismo y liberalismo, aunque a partir de octubre un recambio ministerial y el retorno a las negociaciones con el FMI marcaron que el segundo empezaba a imponerse. Entre otras modificaciones, supuso la llegada de algunos miembros provenientes del empresariado al elenco ministerial. En esa situación, en diciembre Gestido sorpresivamente murió, y fue sucedido por el vicepresidente Jorge Pacheco Areco.



La estabilización y la elaboración de un proyecto liberalizador


La situación económica en 1968 no mostró indicios de mejora. Los primeros meses de la gestión de Pacheco estuvieron signados por una inflación que continuó su incremento, a la vez que la situación general del gobierno siguió empeorando, zarandeado por interpelaciones parlamentarias y una creciente conflictividad social. La respuesta gubernamental fue crecientemente represiva, y se cobraría la vida de tres estudiantes en la segunda mitad del año. En el marco de las medidas prontas de seguridad, mecanismo constitucional de excepción que Pacheco usó de forma cuasi permanente, el 28 de junio de 1968 se decretó la estabilización de precios y salarios. El equipo económico que diseñó la medida estaba integrado por César Charlone y Francisco Forteza en Hacienda; Jorge Peirano Facio y Ramón Díaz en Industria y Comercio; y se sumó por esos días Vegh Villegas en la Oficina de Planeamiento y Presupuesto. La incidencia del quincismo en esta medida parece no haber pasado desapercibida en la época: ese mismo día El País publicó una caricatura donde Batlle Ibáñez aparecía como titiritero del gobierno.


La “congelación”, como habitualmente se conoce a la estabilización, supuso una medida inesperada, aunque no inimaginable, que tuvo profundas consecuencias. En lo social, al decretarse pocos días antes de los aumentos definidos por los Consejos de Salarios, provocó una dura caída de los ingresos. En lo económico, logró algo que en la época resultó un tanto sorprendente: la inflación pudo ser frenada en la segunda mitad del año, y bajó a niveles sustancialmente menores en 1969 y 1970, en especial a través del control de la expectativa inflacionaria. Esta medida, que se complementó con la creación por ley de la Comisión de Precios e Ingresos en diciembre de 1968, combinó la intención estabilizadora, que implicaba una limitación de la emisión monetaria, con una medida netamente intervencionista. Sin embargo, esta mixtura no era ajena a algunas de las corrientes económicas liberales, que consideraban que la acción estatal era necesaria para la construcción de los marcos para el funcionamiento del mercado. Asimismo, parecía llenar uno de los vacíos de las miradas estructuralistas, las cuales analizaban la suba de precios como una consecuencia del estancamiento productivo, que se vería reparada más adelante con el impacto de reformas estructurales. Frente a esto, los liberales tenían una mirada que le daba centralidad a la inflación como problema a resolver a través del control de la demanda, a la vez que con la estabilización esbozaban que podía ser dominada, aunque fuera circunstancialmente. La experiencia comenzó a tambalear en 1971, cuando las urgencias electorales del gobierno llevaron a un aumento del gasto que desarmó los equilibrios del proyecto estabilizador. Para 1972, la inflación había vuelto a dispararse.


El gobierno de Juan María Bordaberry, como heredero del pachequismo, recibió su experiencia económica, así como la aceitada colaboración del quincismo de Batlle Ibáñez. Este sector tuvo, nuevamente, un rol preponderante en el equipo económico de la nueva administración. En especial, en la Oficina de Planeamiento y Presupuesto Ricardo Zerbino y Alberto Bensión redactaron un Plan Nacional de Desarrollo para el período 1973-1977 que, más allá de las influencias que recibía de la monumental experiencia de la CIDE en la que ambos habían participado, tenía un énfasis liberalizador. En este programa se proponía reforzar la apuesta estabilizadora mediante una política monetaria restrictiva, la apertura de la economía uruguaya, y defendía la necesidad de “revitalizar” el rol del “mercado”, dado que “a través de los precios orienta a los distintos agentes económicos en sus decisiones de inversión para adaptarlas, con fluidez y de forma impersonal, a las exigencias derivadas de un proceso de desarrollo” (Caetano y Alfaro, 1995: 245-246). En este programa se respaldó, en buena medida, Vegh Villegas al llegar al Ministerio de Economía y Finanzas en 1974, ya durante la dictadura civil militar.



Para cerrar: más preguntas que respuestas


El itinerario de las ideas económicas liberales en el Uruguay de la segunda mitad del siglo XX aún constituye una historia por armar. Los apuntes que aquí se han esbozado pretenden aproximarse a algunos aspectos de ese proceso, vinculados especialmente a la búsqueda de respuestas ante la crisis económica que comenzó a asolar al país a mediados de los cincuenta. Parece claro que en ese período que se extiende hasta el inicio de la dictadura en 1973, el liberalismo económico fue ganando adeptos. Inicialmente, era defendido por unas pocas figuras, que tenían un lugar relativamente periférico en el debate público. La emergencia de la crisis, el cambio de gobierno, la aceleración de la inflación y el viraje del batllismo quincista generaron las condiciones como para que, a finales de los sesenta, esa corriente lograra predominar en la definición de las políticas económicas, en sucesivas experiencias.


De cualquier manera, son varios los aspectos que restan ser revisados en este ascenso. La circulación de estas ideas en el período, los diferentes actores que las defendían, los medios que usaban para ello, requieren todavía una mirada más profunda y sistemática. Por ejemplo, la importancia de la difusión y del debate público de estas ideas a través de medios de prensa son un componente muy relevante de este proceso, como lo marca la creación de la revista mensual Búsqueda en 1972, bajo la dirección de Ramón Díaz. Asimismo, la diversidad dentro del pensamiento económico liberal, así como las influencias provenientes tanto de las tradiciones políticas anteriores a este período como de las discusiones que se daban a nivel internacional, exigen un acercamiento más exhaustivo. De cualquier manera, ese abordaje no debe perder de vista la complejidad intrínseca de esa corriente habitualmente denominada neoliberalismo, donde, más que consensos, lo que originalmente abrigó fueron posiciones diversas.



Matías Rodríguez Metral.


 

Notas:

[1] “Salarios y precios”, Acción, 13 de mayo de 1965.

[2] “La careta de la austeridad”, Acción, 3 de julio de 1965.

[3] “Medular pieza oratoria pronunció el candidato de Unidad y Reforma”, Acción, 1° de octubre de 1966.

[4] “Estabilidad monetaria y disciplina fiscal”, Acción, 22 de octubre de 1966.



Fuentes hemerográficas:

Acción, 1965 y 1966.



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