Ilustración: Ramiro Alonso
La escena. La escena, rigurosamente contemporánea y hasta, se diría, “futurista”, es también centenaria: es el cableado neuronal del cerebro de la empresa global. Este cableado incubó “empresas a la velocidad del pensamiento” para construir “un capitalismo sin fricciones” (las dos frases son de Bill Gates). Con la consigna del empoderamiento y de “facilitarle a todos los individuos” su vida inmediata, es decir, su economía vital cotidiana, nos ha convertido a todos en empresas, nos ha incorporado a la propia pragmática de la facilitación, a las fórmulas, a los códigos y a los axiomas de la economía: cadenas de valor, rentabilidad, cálculo y racionalidad predictiva en todos y cada uno de los puntos de la vida social. Hizo de todos, sin residuos, una masa de valor de funcionamiento y operadores de economía. Fuerza de trabajo global, pasiva y desublimada. Liberalización y puesta en circulación de lo social mismo como una fabulosa reserva de valor. Creatividad, curiosidad, recreación, información, votos, gustos, preferencias, perversiones: todo funciona en un esquema de emprendedores-consumidores, de inversión-reinversión.
Personaje uno. La masa, parte de la escena, es también el primer personaje. Inerte y funcional, neutra y dócil, esta masa orgánica en principio es una reserva gigantesca de energía explotable. Ha sido fabricada no por una resistencia, no por una contradicción economía/política (como la clase o el sujeto), sino como capital humano, por una violenta mímesis adaptativa a la totalidad económica, tecnológica y empresarial: estandarizaciones y promedios estadísticos, psicosociología descriptiva de conductas, roles y personajes. La masa, ya lo sugerimos, es bipolar: una pasividad en equilibrio y una actividad en metaequilibrio, que indican dos momentos o dos posiciones que el sistema la empuja a asumir para extraer su energía e invertirla en los circuitos de valorización: fuerza de trabajo y consumo, masa de emprendedores y masa de consumidores. Pero la masa, suponemos, siempre tendrá un resto subjetivo, por lo cual definirla exhaustivamente en forma “externa”, en la operatividad de su valor y en la contabilidad funcional radical y forzosa de toda su energía tiene graves consecuencias sintomáticas. Como masa de emprendedores no es muy capaz de razonar su frustración y su cansancio (trabaja todo el tiempo, fuera de los perímetros del salario clásico) en términos de un sistema que la explota y la mantiene en estado de explotación perpetua: tiende espontáneamente a entenderse “como alguien a quien todavía no se le han dado bien las cosas”, porque el azar no lo ha querido así, o porque no ha hecho el esfuerzo suficiente o no ha sabido utilizar con astucia el capital que la vida le ha dado, o porque hay un complot de malvados que no le permite desplegarse en toda su potencia. Y la imposibilidad de conducir el malestar por un camino simbólico o político, la imposibilidad de alienarse, la empuja a una fuga hacia adelante estimulada por fantasmas de bienestar y riqueza y por consignas y cuentitos conmovedores de autosuperación y esfuerzo, que desaguan inexorablemente en un cansancio endémico y acumulativo, en una depresión crónica hecha también de un enojo que no encuentra objeto ni salida. Aunque el emprendedor entienda que su vida es terrible, vacía, rutinaria y extenuante, ¿cómo habría de enojarse con lo inhumano, con la vida misma, con lo real, con el azar, con lo fatal, con la economía?, ¿a quién pedirle que rinda cuentas? La masa de consumidores es el momento “pasivo” del emprendedor, pero también es su momento agresivo-explosivo. Si el emprendedor ha sido abandonado a la lógica de la sobrevivencia, la competencia y el rebusque, el momento consumidor no es un alivio. La masa de consumidores parece gozar de su mundo imaginario, incapaz de conceptos y análisis y hasta de lenguaje articulado. Vive el delirio Marvel o Netflix o History, y disfruta sordamente de los acertijos de brujas y ángeles y demonios, o de élites satánicas pedófilas y caníbales a las que odia, sin dudas, pero también admira. La masa de consumidores es un pesado mazacote pagano que parece expresarse perfectamente en el delirio de vloggers y youtubers conspiracionistas y fascistoides. Sin lenguaje ni defensas simbólicas, el consumidor, ese cuerpo reducido a su mínimo valor funcional, violentamente infantilizado y aterrorizado durante años y décadas por los media y las noticias, abandonado a los cuidados y los piropos de un sistema que con la coartada de servirlo siempre le indica cuándo, cómo y cuánto trabajar, comer, descansar o disfrutar, a veces (y cada vez con más frecuencia) libera de golpe una energía como expresividad pura o performance. Disconformidad, indignación, rabietas, justicia por mano propia, piquetes, escraches, grafitis. Berrinches generalizados del cuerpo de bebé de la masa. Como contenido, esa energía sólo puede liberarse (y neutralizarse) como rencor turbio y envidioso en una escena próxima y privada. Desde la más folclóricas (el vecino que compró un autito porque seguramente está acomodado, el sueldazo de algún colega obsecuente, el Estado monstruoso e ineficaz donde sestean burócratas e inútiles, los políticos como casta corrupta), hasta la más fantásticas y sobrenaturales (las élites todopoderosas que controlan el mundo, la Gran Agenda Secreta que no quieren que conozcamos, los seres demoníacos que vienen a esclavizarnos o los seres angelicales que vienen a redimirnos), todas son escenas imaginarias y delirantes. La forma masa entonces nunca es solamente la de la complicidad pasiva e indiferente. Es también la de una peligrosísima reserva de montos energéticos adicionales extraordinarios, eventualmente disfuncionales para la propia tecnoestructura, y siempre a punto de estallar.
Personaje dos. El segundo personaje de la escena es la política. Los políticos han sido atrapados en los juegos globales de la nueva burocracia tecnológica de la gobernanza, la gestión y la administración de los balances, las cifras y la circulación del valor. Si en algún momento las formas institucionales de la política se pusieron a existir en la mecánica de la rivalidad y de las mayorías, ya hace tiempo que son incapaces de salir de ese juego. El juego juega solo: la lógica del dinero electoral (votos) y las justas deportivas espectaculares de la competencia. En las democracias de medios-masa, el fetiche de las elecciones libres es el propio principio festivo o circense: el simulacro simbólico de la publicidad, los asesores de imagen y los administradores estéticos. En suma, hace tiempo que la política ya no es sino una sucursal que la economía ha abierto. La política ha sometido y entregado completa su razón a los códigos de la economía: la ley del valor, el principio de equivalencia, la semiótica del intercambio técnico de signos-mercancía como signos convencionales de política, como juegos políticos. En principio, este juego de sentido o este simulacro de política dentro de la tecnoestructura económica parece estabilizarse en la figura del experto obsesivo y su saber-hacer burocrático, crecida en el terror al azar, a las catástrofes y al caos imaginario. Mientras el capital mantuvo con la política una relación de representación podíamos asociar a la política con cierta praxis anticapitalista, y esa política se llamaba izquierda. Y no importa que esa izquierda fuera revolucionaria o reformista: en cualquier caso el capitalismo era visible para ella, era decible o pensable, estaba ahí como asunto o como problema. Pero ahora la economía (el capital) ya no es el objeto o el tema de la política sino la lógica o la sintaxis elemental que la ha infectado y la anima. Entonces el residuo póstumo de la izquierda, esa forma ritualista que sigue ocupando su lugar en la política institucional (partidos, representantes, Estado), se ha puesto mayormente a balbucear el estribillo técnico-gerencial del desarrollismo new left con salpicaduras de sensibilidad social, o liberal y posconciliar de agenda de derechos, tolerancia y corrección. Y estos son precisamente los rasgos “políticos” que han marcado el tono más bien liberal (en el sentido americano de la palabra) de la globalización tecnológica del capital en los últimos treinta años. En otras palabras, las (centro) izquierdas han encarnado mucho mejor que las derechas clásicas el ideal del yo neutro y “sin fricciones” de una tecnoestructura global de discreta e implacable racionalidad económica. En un momento, y por un momento, no fue posible, y tampoco importaba, distinguir entre izquierda y derecha en figuras como Merkel, Zapatero, Blair, Obama, Vázquez o Lula. (Como hay lectores miopes, aclaro, aunque sea obvio, que no estoy diciendo que me da lo mismo Lula que Merkel.) Pero luego de ese tranquilo consenso irrumpe el corso clase Z de los payasos peligrosos e ineptos como Donald Trump, Bolsonaro o Jeanine Áñez. [Por esta parte del mundo hemos visto otro corso: el de aquellos que, sin atractivo mediático ni grano dramático alguno, aparecen en la forma pasiva estuporosa y no menos inepta del político de diseño: proyectos publicitarios laboratoriales sin ningún espesor intelectual, psicológico o literario, como Macri o Lacalle Pou (pequeñez uruguaya hecha con las sobras del primero). Son figuras de producción las primeras (actores y physique du rôle), y de posproducción las segundas (animaciones en 3D de figuras volumétricas, muñecos parlantes hijos de Blender, Photoshop y After effects).] A veces (y esa es una sensación extraña que experimentaremos cada vez más a menudo) parecería que todas estos nuevos personajes son menos políticos que figuras (piezas) del juego de la política, es decir, menos que sostener tales o cuales doctrinas reaccionarias recalcitrantes y feudales, son valor-juego (y valor-espectáculo) casi puros. Incluso parecen haber sido colocadas ahí deliberadamente como experimentos sociales o juegos recreativos, que permiten, por un rato, hacerle sentir otra vez a la masa el placer imaginario de la política como pertenencia, participación y complicidad, y como pathos, como drama, con un sentido y un espesor humanos. Pero por otro lado, también sospechamos, a veces, que esta irrupción exhibicionista y exagerada de lo sobrehumano en un mundo de promedios estadísticos y cálculos semióticos, es un ejemplo disuasivo puesto ahí por la propia tecnoestructura. Muestra cómo esa concentración patológica de política, toda esa payasada carismática es inversamente proporcional al valor de funcionamiento del profesional, del técnico y del burócrata: muestra que la clase Z es ignorante —y por tanto, muy peligrosa— en el mundo tecnológico. Es incapaz de administrar bien el funcionamiento y la circulación de energía y valor. No puede asegurar la reproducción más o menos estable del sistema: siempre le inyecta montos excesivos de una energía calórica que podría estropear toda su delicada estabilidad. Hija de la fuerza histerógena de las cámaras, los media y las redes sociales, concentra el drama a niveles sobrenaturales de teatralidad, en la forma obscena, hiperrealista y payasesca del telepredicador fascistoide, del loquito supremacista agresivo, del superhéroe o el wrestler. La propia tecnoestructura ha tendido a combatir este peligro, que ella misma ha creado y cuyas consecuencias no ha podido prever, con el nombre genérico de “populismo”. De todos modos, la semilla de un nuevo mal ya fue plantada. La clase Z comienza a encarnar y tramitar un sordo sentimiento masivo contra la tecnoestructura y contra la globalización. Donald Trump, con su estúpida consigna republicana Make America great again, en realidad también está gritando que América (el capitalismo USA) debe ser más grande o más fuerte que la globalización capitalista. Y detrás, el coro se entusiasma y se envalentona y comienza a gritar que el machismo blanco armado es más grande que la globalización, o que Dios y el bien y el predicador son más fuertes que el avance pagano del artefacto global, o que el orgullo nacionalista feudoterritorial de pedigree es más noble que ese capitalismo expansivo con el cual tanto ha cooperado y que un día se olvidó de él e hizo alianzas con sus propios enemigos políticos. Todos esos son ejemplos claros de contenidos ideológicos, por cierto. Y aunque irrumpan en un mundo de fórmulas y síntesis operacionales y no de representación, un mundo de funcionamiento y no de sentido, un mundo en el que el colapso de la forma ideología condena a los contenidos ideológicos a quedar girando sobre sí mismos en el vacío, como delirios, eso no les quita realidad. Por el contrario: introduce en el juego un nuevo componente realista peligroso y letal. En el espectáculo y en el juego de las preferencias electorales, parece ser la “derecha” (un bloque indefinido de poder clásico territorial que no entiende y no respira bien el aire de la globalización tecnológica y del control) la que comienza a encarnar, para la masa y la opinión pública, los rasgos convencionales del carisma y el genio dramático que la política ha perdido detrás de ese ideal del yo gris y de baja definición (técnicos, gerentes y administrativos) que converge hacia el centro del espectro estadístico. Así estaba escrito desde un principio, y así se hizo ostensible desde la aparición de Trump: si la política se deja tramitar pasivamente por la semiótica, la publicidad y las redes, no la casta de los técnicos sino las “derechas bárbaras analfabetas” son las herederas naturales del aparato del Estado. Y esto no es una operación de la derecha. Es una falla de la tecnoglobalización del capital, y un descuido negligente de las izquierdas.
Las redes. Observamos al comienzo que en su pasividad infantil endémica, el primer personaje, la masa mediática o estadística, está cansada y enojada, pero no tiene idea de por qué ni con qué. Esa mayoría prepolítica, anterior a la izquierda y a la derecha, que es la que vota en las elecciones, antes era silenciosa, pero ahora hace tiempo que ha comenzado a actuar, gritar, indignarse y mostrarse, así como antes las masas populares salían a la calle. Las redes sociales han venido a estimularla (y las derechas sobrenaturales y agresivas son las que mejor la expresan; ambas lógicas, la del estímulo y la de la expresión, son la misma lógica). Las redes (que quizás en un momento fueron, para los ingenuos más reaccionarios, un depósito de esperanza de circulación libre y democrática de opiniones, voces y creatividad) estaban condenadas a ser un antro privado y global, un conventillo caliente y espeso de dialectos, rumores y delirio, sin lenguaje ni pensamiento, donde la gente expone, exhibe y libera su energía imaginaria más cruda, grotesca y explosiva. Las redes agitan una masa fabricada largamente por los media, la industria del espectáculo y la publicidad clásicos, pero su lógica es distinta. Los media clásicos siempre son pensables en términos cerebrales de centralidad, ideología, manipulación, etc., mientras que las redes funcionan como un sistema nervioso periférico: fenómenos de trasmisión, comunicación, intercambio, contagio, excitación, estímulo. Las redes le inyectan a la masa una dinámica oral generalizada, liberan y multiplican su enorme carga imaginaria, sus supercherías morales, sus enamoramientos y sus odios extremos, sus mitologías de santos y demonios o de víctimas y predadores. Esta carga obedece a la propia lógica fantasmal de la masa, pero crece y se multiplica de acuerdo a las ecuaciones de la economía. En otras palabras: los estallidos imaginarios no pueden ir contra el sistema tecnoeconómico: el sistema no es capaz de otra cosa que de absorberlos, como a toda otra desviación, logrando que ellos mismos creen, multipliquen y exponencien sus cadenas de valor. Eran rentables, y por eso la tecnoestructura desestimó su peligro, como siempre. Entonces, en el antro de las redes asomó, como un juego, la terrible contracara del cableado neuronal y de la exigencia de rendimiento y operatividad económica. Debajo del córtex, debajo de la superficie prolija y gris del cerebro empresarial, detrás de esa pragmática extenuante de eficacia y rendimiento, de aprovechamiento y rentabilidad, de reglas y protocolos, de estandarizaciones de gustos y preferencias, de ars vivendi y “corrección política”, comenzó a gruñir una especie de alma torcida o de piedra de la locura. La masa en las redes comenzó a rivalizar con la propia globalización tecnoeconómica en el más adolescente de los juegos: el de la incorrección del yo ideal provocando a la prolijidad obsesiva del ideal del yo. Parece que el control tecno-económico de las energías sociales, en su avidez por instalar el “capitalismo sin fricciones”, activó un núcleo accidental no previsto. Las redes sociales están funcionando ahora mismo como escapes de esa contraenergía imaginaria en explosiones delirantes.
El delirio. El delirio le pone al enojo un asunto o un sujeto privado. La gente se indigna y estalla cuando se le dice que hay una poderosa élite de empresarios, banqueros y políticos que gasta tiempo y dinero en orgías satánicas con niños, pero no está siquiera orientada a considerar que hay un sistema o una lógica (economía) que obliga a prácticas de pornografía o de prostitución infantil para conseguir un ingreso familiar extra que les permita vivir, o naciones enteras cuyos aparatos económicos dependen del turismo sexual y por tanto no pueden combatir institucionalmente a la pornografía infantil sin caer ante el Amo economía, ante el principio económico de realidad: ese que entiende lo imposible como lo inviable o lo no-rentable. Menos orientada todavía está a pensar que todos los excesos patológicos, inmorales o delincuenciales de la economía que tanto la aterrorizan, obedecen a la propia lógica interna del estímulo económico: a la inocente consigna post-salarial de operar en forma astuta y eficaz con ese “capital que poseemos” (cuerpo, fuerza de trabajo, inteligencia, creatividad, hijos) para obtener de él una renta como un ingreso que nos permita vivir y progresar. Como le resulta casi imposible pensar que el verdadero amo es una máquina, un juego o una lógica, el delirante se defiende dándole una forma humana o subjetiva fantástica y próxima (una élite, una casta, una sociedad secreta). Y como resulta terrible y chato vivir en un mundo desublimado y desencantado en el que toda la información se ha liberado de acuerdo a un principio operativo y pragmático de transparencia, se defiende preservando el principio sublime del secreto a través de la conspiración, el ocultamiento y el engaño (nos ocultan la verdad, nos vigilan, debajo de su aspecto humano las élites son reptiles). Lo que hay que entender es que el delirio, antes que nada, es una reacción defensiva inmediata y extrema a la pérdida de la razón. Hemos perdido la razón social, histórica o simbólica hace cientos de años. Secuestrada por la inteligencia artificial de la estructura tecnoeconómica, la razón social ha sido arrinconada en un punto casi de inexistencia. La lógica de la representación y la forma ideología han sido casi arrasadas. Hemos sido llevados a extremos raquíticos de extenuación, confusión, depresión y cansancio. Y sin defensas simbólicas, presionados por la pragmática fatal de “lo que hay”, disparamos la inmunología sobrenatural y explosiva del delirio. La hipótesis de alguien malvado que ocasiona todas nuestras desdichas es muy vieja. Siempre nos proporciona el beneficio inmediato de hacer aparecer un Otro subjetivo que nos perjudica, nos miente y nos engaña. Si alguien me miente —razono— entonces yo soy el destinatario de un engaño, de una intención y de un interés: por tanto, yo también soy alguien, tengo un sentido y una razón de ser en el intercambio social y simbólico. Fuerzo a la historia a ser un juego plenamente humano, una novela o un drama. Esa idea surge (y hoy más que nunca) de una fobia. Queremos huir de ese mundo inhumano de procesos objetivos y dinámicas reales más allá de nuestra voluntad y de nuestro alcance. Por eso nos encerramos en la exageración de un mundo humano de intereses e intenciones. Huimos del mundo fatal (tragedia) para refugiarnos en un otro mundo humano fantástico y pleno. No hemos sido capaces de entender que esos dos mundos no están separados. El mundo objetivo e inhumano que nos aterroriza y contra el cual nada podemos hacer (la fatalidad de “lo que hay”, la vida o la economía, la inexorabilidad de la acumulación, del progreso, de la evolución tecnológica o natural), es también una lógica, tan humana e histórica como nosotros mismos, que nos construye y determina (“internamente”) desde antes de que apareciéramos en ese mundo. En suma, no logramos entender que el mundo inhumano está en el corazón mismo del mundo humano (y al revés también es cierto). Algo tiene que ver con el inconsciente freudiano.
Hay delirios animistas a derecha y a izquierda. Pero ese aspecto es hoy, en cierto sentido, tan poco pertinente como decir que hay delirios de personas rengas o afónicas. Jamás se debería plantear este fenómeno como una derecha radicalizada que ha comenzado a embestir contra toda la razón ilustrada. Hay que entender que el sujeto, la conciencia, la política, la ley, la ilustración o la filosofía crítica han sido momentos extraordinarios e infrecuentes, como manchas o agujeros en la evolución tecnológica abstracta, automática y avasallante de la racionalidad económica y el capital. Y hay que entender también que la racionalidad que domina no es aquella que se impone con el poder marcial de los aparatos armados o con la fuerza del prestigio simbólico de las grandes narrativas doctrinarias. Es aquella otra que se aloja discretamente en la socialidad cotidiana más profunda, inmediata y espontánea. No es ni la izquierda ni la derecha sino la inherente ausencia de política de la masa de medios y redes, cuyo signo no es otro que el de la pasividad de una ignorancia y un analfabetismo funcional generalizado, lo que termina por hacer máquina con el delirio y la paranoia explosiva. Y la derecha bárbara, ignorante, territorial y provinciana es lo que da una figura “política” al cansancio y al enojo depresivo de la masa con la globalización, porque es la que está más cerca de su mundo privado imaginario. Solamente quiero agregar que si me ponen en la obligación de distribuir culpas o responsabilidades, no tengo más remedio que pensar que el término marcado en toda esta lógica es izquierda. El conspiracionismo fascistoide de la masa es menos un plan o una operación de la derecha (aunque empíricamente podamos encontrar ahí operaciones de derecha) que el barullo de la evolución pasiva de la forma masa. Su combate no puede plantearse como interpretación y refutación de sus contenidos, ya que esos contenidos son necesarios a su lógica y a su forma histórica. Antes que situar estas formas como algo que las derechas hacen, hay que entenderlas, mejor, como algo que las izquierdas no han hecho ni están haciendo. La “derecha” siempre puede flotar y dejarse llevar por la corriente, por el funcionamiento automático de la racionalidad económica dominante, aunque rechace algunos de sus modos. Pero la izquierda es un campo en el que cabe esperar, teóricamente, un alguien interesado en suspender y cortar radicalmente ese funcionamiento: un sujeto se define por una resistencia. Por eso, cuando la vemos flotar y adaptarse, es imposible no pensar en que la izquierda parece haber renunciado a entender su lugar en la trama política, que no es otro que el de encarnar a la política misma. Y tal como están planteadas las cosas hoy, la política electoral de medios y redes, en su propia lógica (espectáculo, juego, competencia, táctica y estrategia, rentabilidad), ya solamente inscribe y exhibe los signos de una contradicción y de una lucha violenta, interna al capital, entre el paleocapitalismo territorial o nacionalista de propiedad, pertenencia y prestigio (hoy, para nosotros, eso es “la derecha”), y el tecnocapitalismo global monopolista de código. Y si bien esa lucha parecería ya tener un ganador, las esquirlas de sus batallas y estallidos todavía nos pueden arrancar los ojos a todos.
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