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Fernando Adrover

La postura uruguaya ante la creación del Estado de Israel



El 14 de mayo de 1947 las Naciones Unidas crearon el Comité Especial para Palestina (UNSCOP por su sigla en inglés). Para esta nueva institución multilateral, cuyo proceso de creación no había estado exento de tensiones, dar solución pacífica al conflicto que se estaba dando en el territorio sujeto al mandato de Gran Bretaña, constituía una prueba de su viabilidad, de su capacidad de arbitraje y mantenimiento de la paz. El fantasma la fallida Sociedad de Naciones agregaba presión a los integrantes de la comisión, en la que estaban representados países europeos alineados con ambos bloques emergentes de la Guerra Fría, pero sobre todo pequeños países periféricos como Guatemala, India, Perú o Uruguay. La relevancia de las naciones latinoamericanas en la etapa formativa de la ONU se veía reflejada en esa integración.


En abril, el gobierno británico había delegado en la ONU la resolución del conflicto, que había escalado en la década de 1930 a raíz de las rebeliones árabes, para luego entrar en un intervalo durante la Segunda Guerra Mundial, y adquirir nueva fuerza en la posguerra. El escenario era de violencia y polarización: el liderazgo más confrontativo de Ben Gurión había desplazado en 1946 al más moderado de Chaim Weizmann, en un clima de violencia marcado por varios atentados terroristas perpetrados por grupos extremistas sionistas, como la explosión de la sede de la Comandancia británica en el hotel King David en julio. El nacionalismo palestino, por su parte, se encontraba bajo el liderazgo del muftí de Jerusalén Amin al-Husseini, filonazi durante la guerra y opuesto a cualquier alternativa de partición del territorio para la creación de un Estado judío. El fracaso sucesivo en la búsqueda de una resolución del conflicto por parte de comisiones nombradas por el gobierno británico primero, y anglo-estadounidenses más tarde, desembocó en la resolución británica de retirarse del mandato de Palestina. Al conflicto en el territorio del mandato se sumaba otro problema acuciante para las potencias aliadas, el de los supervivientes del genocidio nazi, una población de alrededor de 100.000 personas hacinadas en campos de desplazados en los que se multiplicaban reclamos y situaciones conflictivas.


La representación uruguaya en el UNSCOP estaba a cargo de Enrique Rodríguez Fabregat, colorado exsosista retornado al batllismo, el baldomirista Oscar Secco Ellauri y Edmundo Sisto. Rodríguez Fabregat mantuvo una consecuente postura prosionista durante todo el proceso de discusión del UNSCOP y el posterior Comité Ad Hoc de la ONU sobre Palestina. En esas instancias –tanto en sus viajes por Palestina y Europa para tomar conocimiento con las partes interesadas como en las discusiones a puertas cerradas–, Rodríguez Fabregat unió fuerzas con el representante guatemalteco Jorge García Granados. Ambos representantes compartían las premisas básicas del discurso sionista: entendían que la única solución al problema del antisemitismo –que seguía latente en Europa– consistía en la garantía de un Estado soberano para el pueblo judío, entendían que la sensibilización humanitaria ante el genocidio nazi y la responsabilidad de reparación de la comunidad internacional debían inspirar la propuesta de la ONU, y consideraban que la resolución del problema de los desplazados judíos en Europa y el conflicto en el mandato británico de Palestina constituían un mismo asunto. Incluso Rodríguez Fabregat también manifestó sintonía con el sustrato eurocéntrico que imbuía al discurso sionista, que entendía la vecindad de un pueblo occidentalizado –el judío– representaría un enriquecimiento civilizatorio para los árabes de Palestina. Pero probablemente la consustanciación más relevante –y polémica– con el discurso sionista, consistió en la defensa de Rodríguez Fabregat del vínculo milenario del pueblo judío con el territorio, tomando partido en una discusión central, la del presunto derecho al territorio. A esto debe sumarse que el delegado uruguayo defendía la legitimidad del mandato y descartaba que la institución creada por la Sociedad de Naciones para la administración de los territorios del ex Imperio Otomano constituyera un instrumento imperialista. Al avalar esta legitimidad, por transitiva avalaba también sus decisiones políticas y en particular una que era central en las discusiones del UNSCOP: la determinación de Gran Bretaña a garantizar un “hogar nacional” judío en el territorio del mandato expresado en la Declaración Balfour de 1917.


  Pero, ¿qué explica este posicionamiento diplomático de Uruguay? Varias hipótesis han sido manejadas. Las visiones más apologéticas de la actuación de Rodríguez Fabregat y del batllismo insisten en el profundo sentido de justicia del representante uruguayo, coincidente con el principismo democrático que el batllismo proyectaba en su política internacional.[1] Desde otra perspectiva se ha tratado de explicar esta postura en base al alineamiento de Uruguay con la política exterior estadounidense,[2] respondiendo el apoyo a la partición de Palestina a las presiones de la principal potencia comprometida a garantizar los votos favorables al plan. También se ha insistido en la acción del lobby internacional judío como factor fundamental. Sin embargo, estas explicaciones son algo simplificadoras del proceso.


Aunque debe tomarse distancia de las visiones apologéticas de la intervención de Rodríguez Fabregat en el proceso, no debe descartarse la relevancia de su iniciativa individual. Su posicionamiento personal le dio una impronta muy fuerte a la postura uruguaya y al compromiso y elocuencia en la defensa del plan de partición. Esto puede explicarse en parte por la propia organización del servicio diplomático uruguayo en aquella época. No se trataba de un servicio diplomático profesionalizado, integrado mayormente por diplomáticos de carrera, ni estaban consolidados los canales formales de comunicación entre la cancillería y sus representantes en el exterior. La representación uruguaya en las Naciones Unidas respondía a la compleja cuotificación política entre los sectores que integraban o daban gobernabilidad al Poder Ejecutivo, por lo que podían encontrarse representantes de las diferentes facciones del batllismo, colorados antibatllistas o nacionalistas independientes. A esto debe sumarse que la llegada de Luis Batlle Berres a la presidencia implicó lidiar con una cancillería organizada por su antecesor, Tomás Berretta, y con un servicio diplomático en el que no todos los representantes eran confiables ejecutores de la línea del presidente. La correspondencia entre Enrique Armand Ugón –nombrado jefe de la delegación en la ONU en 1948– con Batlle Berres, saltando los canales formales de la cancillería, daba cuenta de la diversidad ideológica y las disputas entre los miembros de la delegación, que redundaban en la dificultad de establecer criterios de acción. En ese panorama, Rodríguez Fabregat aparecía como un hombre de confianza del presidente, con quien presuntamente tenía comunicación directa. Esto le daba cierta autonomía respecto de la cancillería y un respaldo político que le permitió mantener su actuación de alto perfil en el UNSCOP.


En términos más generales, puede decirse además que en el contexto incierto de la posguerra, existía cierto consenso en torno a que las Naciones Unidas ofrecían una oportunidad –presentada discursivamente en términos de deber moral– para potenciar el rol de las pequeñas naciones en el nuevo orden internacional. La tradición batllista, por su parte, siempre había buscado imprimirle a la diplomacia uruguaya una vocación universalista que implicaba un alto perfil en política internacional, inaugurada por la propuesta de José Batlle y Ordóñez de arbitraje amplio para la resolución de conflictos en la Sociedad de Naciones en 1907. Esta orientación implicaba tomar parte activa en los grandes asuntos internacionales, y el de Palestina fue uno de los primeros conflictos a resolver por parte de la ONU, en el que la organización se jugaba su credibilidad internacional. Por otra parte, la postura prosionista aparecía como “poco costosa”, pues tanto Estados Unidos como la Unión Soviética acabaron siendo favorables a la partición.


Teniendo en cuenta esto, cabe preguntarse por qué esa política exterior de alto perfil, en este debate en concreto adoptó una postura tan firmemente prosionista. Es en este punto en el que suele hacerse referencia a la importancia del lobby sionista en Uruguay. Ese lobby existió, es fácilmente constatable a través de diversas fuentes, desde los archivos diplomáticos hasta memorias de personalidades importantes vinculadas a organizaciones de la comunidad judía en Uruguay. También es constatable el escaso peso comparativo del lobby árabe –teniendo en cuenta que la representación del nacionalismo palestino, ante el boicot del muftí Husseini al UNSCOP, fue tomada por Estados árabes vecinos–. La comunidad judía, mayormente concentrada en Montevideo, en 1940 había dado un paso importante en su proceso de institucionalización con la creación del Comité Central Israelita del Uruguay. El sionismo fue ganando terreno en la comunidad, que estuvo representada por Isaac Algazi y más tarde por Jacobo Hazán en la sección latinoamericana de la Agencia Judía. Con el fin de la dictadura de Terra –caracterizada por su política inmigratoria racista y antisemita, así como por imponer trabas a los medios de comunicación de las comunidades inmigrantes en sus lenguas nativas– la labor proselitista de las organizaciones sionistas encontró un escenario más favorable. En este contexto, en 1944 el Ateneo de Montevideo albergó el Primer Congreso Sudamericano de la Nueva Organización Sionista, al que fueron invitados importantes figuras prosionistas no judías, entre ellos Héctor Payssé Reyes, legislador del nacionalismo independiente que se convirtió más tarde en uno de los más firmes defensores de la causa sionista en el Parlamento. En marzo de 1945 la Agencia Judía eligió a Montevideo como sede del Primer Congreso Sionista Latinoamericano. Todas estas organizaciones iniciaron una intensa labor de propaganda, que les permitió exponer a legisladores, ministros y diplomáticos a los argumentos sionistas, como atestiguan por ejemplo las piezas de propaganda impresa conservadas en el archivo de la cancillería uruguaya. El propio Jacobo Hazán afirma haber tenido línea de comunicación directa con políticos importantes y sobre todo con la cancillería y con el secretario personal de Luis Batlle Berres, Juan Carlos Schauricht.[3] Además, Hazán había sido médico de cabecera de la madre de Rodríguez Fabregat, desarrollando con éste una relación de familiaridad y utilizando este contacto para favorecer un encuentro en Estados Unidos entre el político uruguayo y Moshe Tov –director del departamento latinoamericano de la Agencia Judía–, antes del comienzo de las sesiones del UNSCOP.


Por su parte, la comunidad árabe en Uruguay, menos de un tercio de la comunidad judía, mucho más dispersa geográficamente y menos organizada institucionalmente, no tuvo canales de comunicación con figuras políticas clave, comparables al de los defensores de la causa sionista. En la prensa se han podido rastrear escasas pistas de su acción proselitista, como la publicación en Marcha de un breve comunicado que daba cuenta de la creación del Comité Árabe Pro Defensa de Palestina.[4] Dada esa débil institucionalización guardaba una estrecha dependencia con los núcleos pro-palestinos radicados en Argentina y Brasil, como atestigua la publicación de la comunidad libanesa, Al Watan, que en su defensa de la causa del nacionalismo palestino hacía referencia a la movilización de organizaciones argentinas y brasileñas y replicaba su propaganda.


Esta desigual capacidad de lobby puede explicar el conocimiento minucioso del discurso sionista, cuyas premisas los representantes uruguayos replicaron en los foros internacionales. Pero ¿basta para explicar la orientación de la política exterior uruguaya en relación a este tema? ¿No habrá sido más determinante la presión de Estados Unidos, país con el que Uruguay se encontraba firmemente alineado? Considero que el lobby sionista no basta para explicar la adopción de la postura uruguaya, pero tampoco es verosímil afirmar que obedeció mecánicamente al alineamiento con Estados Unidos. El compromiso uruguayo con la causa sionista fue más temprano y más decidido que el de Estados Unidos. El gobierno estadounidense inicialmente, al igual que el soviético, consideró que la mejor opción de resolución del problema era establecer un fideicomiso de la ONU sobre el territorio. En marzo de 1948, ante la evidente negativa del nacionalismo palestino y los Estados árabes a aceptar un plan de partición, y ante un horizonte más que probable de guerra, el gobierno estadounidense propuso dar marcha atrás con el plan de partición y reiteró la propuesta del fideicomiso. Rodríguez Fabregat intervino en la sesión de la Asamblea General que discutió el tema para enfrentar de forma enérgica la propuesta estadounidense. Puede afirmarse, por tanto, que durante todo el proceso la delegación uruguaya mantuvo una postura autónoma respecto de la adoptada por Estados Unidos, aunque las delegaciones de ambos países tuvieron momentos de confluencia. Esto era posible en tanto el problema de Palestina era relativamente secundario para el vínculo entre Uruguay y Estados Unidos y no se jugaba en él la disciplina del bloque panamericano que se estaba consolidando en ese momento.


Un aspecto decisivo para explicar la orientación prosionista uruguaya debe buscarse en otro lado. Es un lugar común en los estudios de relaciones internacionales asumir que la política exterior de un país expresa el “interés nacional”, una definición objetiva y racional de lo que es bueno y necesario para los intereses del Estado. Más allá de lo problemático de postular al Estado como un sujeto y atribuirle intereses o voluntad, lo que subyace a esta idea es un deber ser de la política internacional, que no debe expresar intereses partidistas. No obstante, considero que aunque no exprese necesariamente los intereses de partidos o facciones, la política exterior se construye en base a complejos y cambiantes equilibrios políticos entre actores que expresan diferentes concepciones de la nación y distintas tradiciones sobre el deber ser de la política internacional. Como he tratado de argumentar en los párrafos anteriores, también es permeable a la propaganda y las presiones de organizaciones sociales, y a la personalidad de los individuos que la llevan adelante. Pero sobre todo, los límites entre política interna y política exterior, útiles para el análisis o la descripción, nunca son tan nítidos en los hechos. Los asuntos internacionales son instrumentados en las luchas políticas internas, al tiempo que los conflictos y consensos internos se reflejan en los lineamientos de la política exterior.


En Uruguay durante la segunda guerra mundial y la inmediata posguerra se dio una transición del gobierno dictatorial de Gabriel Terra hacia una restitución de la hegemonía de los sectores batllistas desplazados por ese régimen autoritario. Esa transición, durante los gobiernos de Alfredo Baldomir y Juan José de Amézaga, estuvo marcada por la guerra y el imperativo del alineamiento proaliado. Los sectores que habían compartido espacios de militancia antifascista y antiterrista –en tanto el terrismo era señalado como filofascista– estaban reconquistando espacios. Batllistas, nacionalistas independientes, socialistas y comunistas, habían consolidado su identidad política durante los años treinta y cuarenta en torno a su antifascismo, y a raíz de ello habían compartido espacios de militancia con las organizaciones judías y sionistas que combatían al nazismo. En especial el Ateneo de Montevideo fue una institución que, por su relevancia cultural, nucleó a los diferentes actores de este frente antifascista. En sus salones celebraron reuniones, colaboraron en la organización de la asistencia primero a los republicanos españoles y luego a la causa aliada y las víctimas de los fascismos.


Para los batllistas la defensa del sionismo expresaba su antifascismo y representaba un aspecto más para señalar el filofascismo del herrerismo, que no estuvo igualmente alineado con la causa sionista. Los colorados antibatllistas, que habían formado parte del elenco terrista, lograron reconvertirse, no sin dificultades, en “demócratas”, y su defensa algo más tímida de la postura uruguaya ante el problema de Palestina fue parte de esa reconversión. Por su parte, los nacionalistas independientes fueron comparables en su compromiso prosionista a los batllistas, con Héctor Payssé Reyes como principal vocero en el Parlamento en relación a este tema. En su disputa por la representación de la tradición nacionalista con el herrerismo, el filofascismo achacado al herrerismo era central, al igual que lo era para los socialistas. En síntesis, el apoyo a la causa sionista permitía exhibir credenciales antifascistas, mientras que una postura más crítica o ambigua –como la del herrerismo– podía ser utilizada para señalarlo como filofascista.


La ambigüedad del posicionamiento herrerista habilitó las críticas de sus opositores. Los herreristas no fueron unánimes ni categóricos respecto al problema de Palestina. Algunos legisladores como José Olivera Ubíos defendió las aspiraciones sionistas, con las que se solidarizaba en función de su nacionalismo, del derecho de todo pueblo a una nación. No obstante, otros legisladores como Guillermo Stewart Vargas cuestionaron el derecho del pueblo judío a la tierra de Palestina y sus posicionamientos evidenciaban cierto antisemitismo que era propio de una parte del herrerismo. El diario herrerista El Debate fue, junto a Marcha, el único de los grandes medios que acercó a sus lectores al discurso del nacionalismo palestino, llegando a publicar una entrevista al muftí de Jerusalén. Con todo, y a pesar de los señalamientos de sus opositores, no puede decirse que exhibiera en relación a este tema una postura abiertamente antisemita ni antisionista. Sin embargo, en otras coyunturas sí presentó un discurso que puede considerarse antisemita, como en el caso de la campaña electoral para las elecciones de 1950, en la que en reiteradas ocasiones cuestionó la movilización por parte del batllismo de una “comunidad extranjera” (la judía, en una negación de su condición de ciudadanos uruguayos que no se operaba con otras comunidades migrantes) en función de una deuda de gratitud por el voto prosionista en la ONU. Uno de los directores de El Debate, Horacio Asiaín Márquez, años más tarde se confesaría un antisemita arrepentido en una publicación autobiográfica.

Estos usos políticos que he tratado de sintetizar, deben comprenderse en un panorama más amplio, en el que otros posicionamientos en política internacional eran instrumentados de manera similar, entre ellos la postura frente al fenómeno peronista en Argentina, frente a la España franquista o frente a la institucionalización del panamericanismo en el TIAR y la OEA. De hecho, puede argumentarse que el problema de Palestina ocupó en ese abanico de asuntos internacionales discutidos, un lugar lateral y coyuntural. La vigencia del tema en la discusión pública no fue más allá de la coyuntura que abarca la discusión sobre la partición y la resolución de la primera guerra árabe-israelí. Asimismo, su relevancia fue secundaria respecto de las discusiones sobre el panamericanismo y el peronismo.

 

Puede afirmarse, en síntesis, que el UNSCOP y la discusión sobre Palestina brindaron una oportunidad a la diplomacia uruguaya para su proyección global en la posguerra y para la construcción de una política exterior que mostrara cierta autonomía relativa en el marco de su alineamiento pro-estadounidense. Al mismo tiempo, presentada como una cuestión moral y de principios, la postura prosionista fue instrumentada y ofreció réditos en las luchas políticas internas, aunque cierto es que se sustentaba en un proceso más profundo de construcción de identidades políticas y solidaridades personales forjadas en el marco de la militancia antifascista. El lobby de las organizaciones sionistas operó sobre estas bases y fue importante a la hora de reforzar la sensibilización de actores políticos clave en la toma de decisiones y dar densidad a sus argumentos, tanto a nivel nacional como en las tribunas internacionales en las que los representantes uruguayos actuaron.



Fernando Adrover


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[1] Arocena Olivera, Enrique. Evolución y apogeo de la diplomacia uruguaya, Montevideo: Palacio Legislativo, 1984; Sanguinetti, Julio María, La trinchera de occidente. A 70 años del Estado de Israel. Montevideo: Taurus, 2016.

[2] Marchesi, Aldo; Markarian, Vania. “Uruguay en el mundo”, En: Caetano, Gerardo (dir.), Uruguay. En busca del desarrollo entre el autoritarismo y la democracia, 1930/2010, Montevideo: Planeta-Mapfre, 2016, pp. 113-155.

[3] Avni, Haim; Raicher, Rosa Perla; Bankier, David (eds.). Historia viva: memorias del Uruguay y deIsrael. Montevideo: Instituto de Judaísmo Contemporáneo de la Universidad hebrea de Jerusalem, 1989, p. 31.

[4] Marcha, “Los árabes y Palestina”, 5/12/1947, p. 12.

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