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Fernando Lizárraga

La libertad de los libertarianos


Ilustración: Don't trade on me, por Julio Castillo.



Alguien dijo alguna vez que las religiones pueden tolerar a los ateos, pero nunca a los herejes. Para comprender el fenómeno de los libertarianos o libertaristas hay que mirar el asunto como si se tratara de una disputa entre fanáticos y heresiarcas. La religión de la que hablamos es, en realidad, la doctrina o la familia de doctrinas que conforman el liberalismo. Hay un liberalismo clásico, cuya formulación más rica e interesante fue planteada por John Stuart Mill a mediados del siglo XIX; hay quienes ven las raíces de esta ideología en la obra de John Locke, quien en el siglo XVII elaboró una de las más famosas justificaciones de la libertad como derecho a poseer propiedad privada; y están quienes con buenas razones reivindican la versión pluralista de Isaiah Berlin, acuñada a mediados del siglo pasado. Como sea, a principios de los años 1970 surgió una corriente liberal, encabezada por John Rawls, la cual recibió el nombre de liberalismo igualitario o, más correctamente, igualitarismo liberal. Reclamándose heredero del liberalismo clásico –de la libertad de los modernos, a decir de Benjamin Constant– en su libro Teoría de la Justicia (1971), Rawls intentó, con gran repercusión, conciliar un sistema de libertades con una concepción fuerte de la igualdad social, aplicada la estructura básica de la sociedad, esto es, a sus instituciones fundamentales. En busca de una fórmula aceptable para una sociedad justa, Rawls propuso un esquema de principios que incluye, además de las obvias libertades iguales, fuertes restricciones a la desigualdades permitidas (Principio de Diferencia), una decidida intervención pública –no necesariamente estatal– para que exista una efectiva y no sólo formal igualdad de oportunidades, y una concepción de la fraternidad que implica que no es correcto que algunos salgan ganando sin beneficiar al mismo tiempo a los que están peor. A estos elementos radicalmente igualitarios, Rawls añadió una concepción claramente antimeritocrática.


En el robusto edificio teórico rawlsiano, entonces, el sistema de libertades es un elemento nodal, prioritario, pero no exclusivo ni ilimitado. La igualdad y la fraternidad, por mencionar los otros dos principios clásicos de las revoluciones anti-absolutistas modernas, son elementos constitutivos de la concepción de la justicia como equidad. La importancia que Rawls le asignó a la igualdad social fue, precisamente, la piedra del escándalo para un sector importante de la tradición liberal. Rawls fue el hereje que dijo que una sociedad justa debía combinar de manera armónica un conjunto de libertades –entre las que no figura la libertad de poseer propiedad privada de los medios de producción– y que debía reducir las desigualdades al máximo, tanto como para que nadie llegara al punto de sentir que se habían desmoronado las bases sociales del respeto por uno mismo. Frente al atrevimiento igualitario de Rawls, se alzaron voces que reivindicaron la pureza del liberalismo, alegando que sólo las libertades de no interferencia, esto es, las libertades negativas, podían formar parte de una teoría que quisiera llamarse liberal. La primera y más influyente de las voces que cuestionaron a Rawls fue la de su colega de Harvard, Robert Nozick. Su réplica, plasmada en el libro Anarquía, Estado y Utopía (1974), es uno de los pilares indiscutidos del libertarianismo o libertarismo contemporáneo. Acaso sin saberlo, sabiéndolo a medias, e incluso incurriendo en curiosos mash-ups de libertarianismo y conservadurismo, los bulliciosos libertarianos rioplatenses de nuestros días son tributarios, en buena medida, de las astutas argumentaciones de Nozick, entre otros.


¿En qué consiste el libertarianismo de Nozick? A riesgo de simplificar en demasía, puede decirse que se caracteriza por: (a) una defensa irrestricta de la libertad negativa como derecho natural, es decir, la afirmación de que las libertades individuales no pueden ser interferidas de ningún modo, salvo por medio del consentimiento expreso entre las partes; b) una concepción de las personas como individuos y solamente como individuos, quienes gozan, por sobre todo, del derecho de propiedad absoluta sobre sí mismos; c) un rechazo radicalizado de la igualdad o de cualquier fórmula que intente imponer pautas a la libertad individual y, por extensión, a la libertad de mercado; d) la justificación (a regañadientes) de un Estado mínimo cuyas funciones se reducen a la preservación de la propiedad y la libertad (la vida, como veremos, no tiene un estatus privilegiado).


Para Nozick y los libertarianos, (a) la libertad negativa es un derecho natural. Es algo tan evidente que no necesita ser demostrado, pero sí defendido a toda costa. La libertad consiste, centralmente, en una esfera protegida de cualquier intervención por parte de otros. Somos libres, en el sentido relevante, en tanto y en cuanto nadie puede decirnos qué hacer, ni nos exija ayuda o asistencia, o se apropie de lo que es nuestro sin nuestro previo y expreso consentimiento. Ser libre es, precisamente, estar protegido contra cualquier injerencia por parte de otros individuos, otros grupos, instituciones y, crucialmente, el Estado. Esto viene asociado a una concepción de las personas (b) como individuos y nada más que como individuos. A tono con parte de la tradición liberal clásica y con el utilitarismo de Jeremy Bentham (cuya doctrina, por otras razones, rechaza), Nozick sostiene que sólo existen las personas individuales y no hay ninguna entidad por sobre ellas en cuyo nombre pueda invocarse algún tipo de bien. En otras palabras, no hay tal cosa como la sociedad, o la comunidad, etc. y, por lo tanto, no corresponde utilizar argumentos basados en el bienestar general, el bien común o cosas por el estilo. En una de sus ingeniosas imágenes, Nozick afirma que las personas son “empresas en miniatura”, que viven vidas independientes, que compiten y cooperan entre sí cuando lo desean, y que nada de esto constituye alguna entidad superior por la cual deban sacrificarse los intereses particulares.


En efecto, como no hay ninguna entidad por sobre los individuos (c) no hay nada que deba ser igualado, no hay resultados del juego entre particulares que deban ser pautados, bajo ningún criterio de estado final. Las personas actúan libremente y los resultados de tales interacciones –suponiendo la ausencia de fuerza y de fraude– siempre preservarán la justicia del estado inicial (suponiendo también que las personas son legítimas poseedoras de aquello que poseen). Nozick, en efecto, cree y afirma que la igualdad no debe tener ningún lugar en una concepción de la justicia distributiva; no puede presuponerse como principio, ni postularse como resultado final deseable. Contra Rawls, en suma, Nozick no quiere que la igualdad tenga ningún lugar en el credo de la libertad. (Por supuesto, tiempo más tarde, Rawls considerará que el libertarianismo es una forma “empobrecida” del liberalismo y no le concederá un estatus significativo). Más aún, la apuesta más fuerte de Nozick reside en demostrar que la igualdad no es capaz de resistir los embates de la libertad. O, en otros términos, que la libertad tiene el poder de romper todas las pautas y, por ende, un esquema igualitario sólo podría sostenerse a expensas de la libertad. Imagina Nozick, en un fragmento memorable, que las empresas privadas surgirían como hongos en un país como la Unión Soviética si no fuese el caso de que estuviesen prohibidas. O, por tomar otro ejemplo, si los individuos de una sociedad igualitaria decidieran dar parte de sus ingresos a otro miembro de esa sociedad, porque aprecian sus habilidades o sus talentos, el resultado marcaría el fin de la sociedad igualitaria, pero nadie podría decir que el nuevo esquema desigual es injusto, puesto que nadie fue forzado y todo el mundo actuó libremente.


Así las cosas, nadie tiene derecho a interferir en los pensamientos, deseos y acciones de personas libres que, además, gozan de tal libertad porque –y he aquí un punto clave– son dueñas absolutas de sí mismas. Nunca será suficiente insistir sobre este punto: los libertarianos no creen tanto en la libertad como en la propiedad sobre uno mismo o autopropiedad. Esto significa, ni más ni menos, que cada persona tiene derecho sobre sí misma como si se tratara de un objeto inanimado o un esclavo. Las consecuencias de este derecho de autopropiedad son formidables. Las personas dueñas de sí mismas sólo quieren ser dejadas en paz y (d) que las proteja un Estado mínimo, el cual se justifica únicamente para cuidar la propiedad y la libertad de tales personas. Dicho Estado mínimo, por caso, no tiene derecho a cobrar impuestos para redistribuir y así compensar o mitigar las desigualdades sociales. A diferencia de Rawls, quien imagina instituciones ocupadas de evitar grandes desigualdades de riqueza e ingresos, Nozick no tiene empacho en convalidar enormes desigualdades al sostener que éstas son justas si se producen mediante adquisiciones y transferencias libres de fuerza y de fraude. La razón por la cual el Estado no puede cobrar impuestos es simple: si el Estado toma parte de nuestro dinero, lo que hace es apoderarse de parte de nuestro tiempo de trabajo (porque ese dinero fue obtenido durante un cierto período laboral); y si el Estado es dueño de nuestro tiempo, aunque sea por unas horas, en ese lapso se ha convertido en dueño parcial de nuestras personas, lo cual no hemos autorizado en modo alguno. Ergo, cobrar impuestos es establecer una forma de semi-esclavitud.


Y no sólo eso. Nozick define la explotación como aquella situación en la cual quienes no están en condiciones de trabajar sacan provecho del trabajo de otros. En rigor, dice Nozick, hay explotación “en cualquier sociedad en la que los incapacitados para trabajar productivamente son subsidiados por el trabajo de otros”. Uno podría pensar, tras una lectura distraída, que efectivamente esto es lo que los patrones les hacen a los trabajadores. Sin embargo, Nozick apunta a los desempleados, a quienes trata de explotadores por cuanto sacan provecho indebido de los impuestos que paga la clase trabajadora. Por vía del Estado, los pobres y los desocupados se aprovechan del esfuerzo y los frutos del esfuerzo de los asalariados. Y lo hacen, siempre según la lógica nozickeana, sin la ventaja moral que sí tienen los patrones: la de haber firmado un contrato con los trabajadores. La exacción de plus valor por parte de la patronal es un acto consentido; la transferencia desde la clase trabajadora hacia los beneficiarios de asistencia social no tiene ese carácter; es forzosa y, por ende, según Nozick, viola derechos fundamentales. Como puede observarse, este argumento basado en el tándem libertad-autopropiedad se ha extendido hasta el punto de ser parte del sentido común que rechaza cualquier tipo de ayuda a los menos favorecidos. Es que, según Nozick, también es cierto que nadie tiene la culpa de que haya personas sin empleo: si esto sucede es porque otros eligieron mejor, y nada más. El hecho de que algunos queden con la sola opción entre un empleo horrible y morir de hambre no es algo injusto; es simplemente algo lamentable pero no condenable.


En cuanto a la prioridad de la libertad sobre la vida, Nozick asume una postura que puede resultar contra-intuitiva e inquietante. En un pasaje de Anarquía, Estado y Utopía, afirma que el derecho a la vida no es absoluto ni incondicionado. En todo caso, se trata del derecho a acceder a los medios necesarios para vivir. Pero esto también está limitado, nada menos que por la propiedad privada. Si la vida depende de los medios que algunos poseen y que otros no pueden adquirir, el reclamo de vida no puede vencer al derecho de propiedad. Conviene dejar que Nozick lo diga con sus propias palabras: “un derecho a la vida no es un derecho a cualquier cosa que se necesite para vivir; otras personas pueden tener derechos sobre estas otras cosas. Un derecho a la vida sería, cuando mucho, un derecho a tener o luchar por todo lo que se necesita para vivir, siempre que tenerlo no viole los derechos de los demás […]. El derecho a la vida no puede ser el fundamento de una teoría de los derechos de propiedad”. Otra forma de sostener esta misma tesis es afirmar, como en efecto lo hace Nozick, que las necesidades humanas no son fuentes legítimas de reclamos de derechos.


Ahora bien, si las ideas libertarianas lucen tan repugnantes ¿cómo se entiende su creciente predicamento? Quizá tenga que ver con el indisputable valor de la libertad. ¿Quién no la quiere? En efecto, los precursores del libertarianismo fueron pensadores hoy denominados neoliberales, como Friedrich von Hayek y Ludwig von Mises. Pero fue precisamente en 1971 –año en que surgió la teoría igualitaria de John Rawls– cuando se publicó, en The New York Times, uno de los primeros esbozos libertaristas: el artículo “El nuevo credo libertariano”, de Murray Rothbard. Este texto, embrión del posterior Manifiesto Libertario (1973), explica sin ambigüedades contra quiénes reaccionaban las huestes libertarianas. Se trataba, primordialmente, de una respuesta al creciente conservadurismo dentro del campo liberal norteamericano. Según Rothbard, el objetivo era recuperar el clásico individualismo, una idea que se iba propagando más y más en las universidades y entre los jóvenes. En concreto, se buscaba reponer el espíritu de liberalismo de los años ‘50, el cual se oponía al creciente tamaño del Estado bajo el New Deal, proponía mayores libertades civiles y económicas, y rechazaba la conscripción, el militarismo y las aventuras imperialistas. En 1971, escribía Rothbard: “la doctrina libertariana no comienza con la comunidad conservadora o con el Estado sino con el individuo”, como “entidad que actúa de manera independiente” y que “posee el derecho absoluto de ‘propiedad sobre sí mismo’; es decir, sobre su persona sin interferencia de terceros”. De aquí, Rothbard derivaba, entre otras cosas, el repudio libertariano al reclutamiento forzoso para la guerra de Vietnam, a la prohibición del aborto, y promovía el libre mercado entre particulares dueños de sí mismos y sus posesiones. El Estado, según Rothbard, siempre agrede a los individuos: “roba mediante impuestos, esclaviza mediante la conscripción y asesina con el garrote, la bayoneta, el napalm y la bomba de hidrógeno”. El anarco-capitalismo, mellizo del libertarianismo, era la respuesta a los embates conservadores que, según Rothbard, provenían desde el Estado.


A diferencia de muchos voceros libertarianos de nuestras latitudes, los libertarianos del hemisferio norte tienden a ser más consistentes en su apelación a la libertad, puesto que no suelen adoptar una mirada libertariana en lo económico y conservadora en lo moral. Por eso, los libertarianos genuinos aprueban el aborto, el suicidio, la eutanasia, el matrimonio igualitario, el suicidio asistido, el consumo de drogas, y también la venta de órganos o de sangre. En su mundo, caben todas las diferencias posibles, siempre y cuando no se reclame que sean alentadas, financiadas o especialmente protegidas por el Estado. Tampoco son, contra la creencia más extendida, meritócratas, ya que el valor de mercado no expresa el valor moral. Es más valiosa, en términos de mercado, la obra del frívolo, egoísta y perezoso Mozart que la del esforzado, ascético y disciplinado Salieri. El fervoroso anti-perfeccionismo de los libertarianos pulsa una cuerda que, por bastante tiempo, ha sido ignorada por la izquierda y el progresismo, genuinamente preocupados por los problemas identitarios asociados a la justicia del reconocimiento. El punto es que el discurso de la libertad (a secas) le ha sido arrebatado a la izquierda y esto incluye el discurso contra el Estado. No parece exagerado presumir que las fuerzas de izquierda y del progresismo han olvidado la funesta función de los aparatos ideológicos y se han vuelto profundamente pro-Estado, en una confusión fatal entre lo público y lo estatal. Marx advirtió muy temprano que no debía caerse en esta trampa: el Estado, por ejemplo, no puede ser el educador del pueblo; al contrario, el pueblo debe “educar” al Estado y eventualmente abolirlo. Así, la crítica a ese Estado que reprime con sus garrotes, adoctrina con sus mecanismos de difusión ideológica, y hasta te dice cómo hay que vivir una vida buena, ya no encuentra un lugar destacado y hospitalario en el campo de la izquierda y sí, paradójicamente, en el de los libertarianos. Más aún, desde Nozick hasta nuestros días, como lo atestigua la obra del anarco-capitalista Jason Brennan, la apuesta libertariana no concede la preeminencia moral al socialismo. En alguna época, liberales y libertaristas se resignaban a decir: “Pues bien, el socialismo es moralmente superior pero inviable; mientras que el capitalismo será moralmente defectuoso, pero es eficiente y viable”. Eso ya no es así: Brennan, por ejemplo, sostiene que una sociedad de personas bondadosas y solidarias no elegiría el socialismo sino el capitalismo, ya que el sistema de mercado es moralmente superior y nada presupone que esté condenado a utilizar bajos instintos o tendencias antisociales para producir virtudes públicas. Esta reflexión está detrás de los destemplados alaridos de un minarquista argentino que siempre dice que el socialismo es inmoral.


Si la libertad importa, entonces, quizá convenga tomar en serio el desafío libertariano. Frente a estados ineficientes y plagados de prácticas corruptas, las invocaciones a la eficacia de las organizaciones de la sociedad civil que alientan los libertarianos plantean un reto crucial. Cuando afirman la autopropiedad, ponen en tensión convicciones sobre la capacidad de decidir sobre nuestros cuerpos y las extreman: si puedo decidir sobre un embarazo o sobre mi identidad de género, también puedo decidir poner fin a mi vida, vender un riñón, un lóbulo de mi hígado, o los tejidos de un feto que concebí sólo con fines de lucro: “mi cuerpo, mi decisión”. Cuando las izquierdas y los progresismos se muestran obedientes y disciplinados, los libertarianos levantan las banderas de la rebeldía y la indisciplina contra las prácticas autoritarias de ciertas instituciones, o contra caciques territoriales, o contra los mil mecanismos biopolíticos que han proliferado como el propio virus de la actual pandemia. Aunque duela, es necesario admitirlo y hacer algo al respecto, porque desde la tribuna de enfrente nos están mostrando la bandera que nos robaron en un insólito descuido.



Fernando Lizárraga. Investigador del IPEHCS-Conicet y profesor de Teoría Política en la Universidad Nacional del Comahue, Argentina. Autorde El Marxismo y la justicia social: la idea de igualdad en Ernesto Che Guevara (2011) y Marxistas y liberales: la justicia, la igualdad y la fraternidad en la teoría política contemporánea(2016).

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