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Eva Taberne y Mariana Matto*

¿De izquierda y machista? ¿De izquierda y violador?


Imagen: Käthe Kollwitz



"Una mañana, decidido a todo, la tomé fuertemente de la muñeca y la miré a la cara. No había idioma alguno en que pudiera hablarle. Se dejó conducir por mí sin una sonrisa y pronto estuvo desnuda sobre mi cama. (...) El encuentro fue el de un hombre con una estatua. Permaneció todo el tiempo con sus ojos abiertos, impasible. Hacía bien en despreciarme. No se repitió la experiencia" (Pablo Neruda; Confieso que he vivido, 1974)

“Yo me quedé afuera con una negrita que me había levantado, Socorro, más puta que las gallinas, con 16 años a cuesta” (Ernesto Che Guevara; Otra Vez, 1952)

“Hay mujeres que necesitan ser violadas para tener sexo porque son histéricas y sienten culpa por no poder tener sexo libremente.”(Gustavo Cordera ,2016)

Hace un poco más de una semana, tras el aniversario de Daniel Viglietti, el periodista Nelson Díaz acusaba al músico de haber violado menores. La sobrina y el hermano de Viglietti confirmaron, a través de las redes sociales, la acusación. No era nueva la denuncia, en octubre de 2012 Cédar Viglietti publicaba en su muro de facebook un mensaje sobre el abuso sexual infantil, anunciando que un hecho de este tipo había ocurrido en su familia. En 2017, el día de la muerte de Daniel, Cédar escribía en mayúsculas “UNA VIOLACIÓN JAMÁS DEBE QUEDAR IMPUNE, Y MUCHO MENOS SI UN MENOR ES LA VÍCTIMA”, dando más detalles de lo sucedido en su familia, pero sin nombrar directamente al violador.

Ante la acusación de Nelson Díaz, buena parte de la izquierda prefirió callar o poner en duda la denuncia, exigiendo permanentemente pruebas, testimonios, e incluso que el caso fuese llevado a la justicia. Algunos interpretaron que se trataba de una operación de desprestigio hacia el cantautor (y por extensión, hacia la izquierda), orquestada por la derecha que hoy gobierna el país, otros, una forma de camuflar la “Operación Océano” que ya lleva procesados a 21 hombres por explotación sexual de niños/as y adolescentes, entre los que se encuentran empresarios, políticos, jueces y docentes. No faltaron testimonios de personas cercanas a Viglietti que daban fe de su compromiso militante y sus cualidades morales: conducta intachable, sensibilidad y compañerismo, en algunos casos argumentaron que siendo niños/as habían estado en contacto con él, como prueba de su inocencia.

Posiblemente haya algo de cierto en lo primero, y la derecha haya aprovechado esta situación, encontrando el momento propicio para amplificar la denuncia a través de los medios de comunicación a su servicio, que ya era conocida por muchos desde hace al menos tres años; considerando especialmente que estamos en un año electoral y el ajuste aplicado por la coalición empieza a ser sentido y resistido a nivel popular. La acusación pasó rápidamente a ser noticia y a formar parte del show mediático de los grandes medios. El País, por ejemplo, siguió minuto a minuto las diferentes reacciones frente al suceso. Los espectadores atentos a las nuevas pistas, a las posibles mentiras y culpables, como si estuviésemos insertos en una serie de Netflix hecha en Uruguay, sin demasiada reflexión sobre las consecuencias que podría traer ese nivel de exposición para esa familia que se animaba a hablar, y fundamentalmente para esa mujer que sufrió el abuso y de algún modo, lo estaba reviviendo.

Por otra parte, la negación y descreimiento frente a la denuncia pública traducen el dolor de una generación que tuvo a Viglietti como un símbolo de lucha, de oposición a la dictadura y de la propia izquierda, que percibe el ataque al músico como una ataque a sí misma, a sus vivencias, a su militancia y a sus ideas, y al mismo tiempo refleja una enorme ceguera de género en esa izquierda, cuyos referentes son masculinos y unidimensionales.

A contracorriente, algunas voces, mayoritariamente feministas, repudiaron el hecho, sin exigir la aparición de una víctima que confirmara o negara lo ocurrido hace más de 50 años. Mujeres de diferentes edades, pero principalmente jóvenes, que levantan la consigna del “Yo sí te creo” como un acto político, como una ruptura con los pactos masculinos que obligan a las mujeres al silencio, y operan para devolvernos a todas al orden tradicional de género. Verdaderas iconoclastas, dispuestas a desacralizar a los ídolos de todas las corrientes y todos los partidos para solidarizarse con sus hermanas, porque es preferible haber apoyado una denuncia falsa y tener que retractarse, que haber apañado a un violador (de esto último no se vuelve..., dice por ahí una consigna).

Más tarde, apareció la declaración de la hermana de Viglietti que desmentía lo que decía la prensa, y al mismo tiempo, emergieron testimonios indirectos de otras mujeres que relataban haber vivido situaciones abusivas de parte de Daniel Viglietti durante su niñez y adolescencia. Contandoselo a un conocido, conversando acerca de ello con un compañero de trabajo, de las formas en que pudieron hacerlo, porque no siempre es posible verbalizar los abusos, estas mujeres quebraron el silencio, abrieron una grieta, dijeron en su propia lengua “Me Too”. La culpa a los culpables dicen las compañeras de Colectiva Elefante y Laurencias Cotidianas, para depositar en lo social aquello que les había sido estampado en su propio cuerpo: la culpa de los abusos y violaciones.

Denunciar un abuso sexual tiene altos costos para las víctimas, especialmente cuando se trata de una figura con reconocimiento público, cuya legitimidad no puede ser puesta en cuestión. No solamente se carga con la vivencia traumática del abuso o la violación, sino también con la culpa, la negación, la complicidad de los otros y el descrédito generalizado. Se disciplina a la víctima obligándola a callar, encubriendo al violador por parte del entorno, invalidando socialmente su palabra, que es también la invalidación de la palabra de las mujeres en general. Según Segato, los abusadores y violadores establecen un vínculo directo no solo con su víctima sino con sus pares masculinos: a través de la apropiación del cuerpo femenino se disparan sentidos dirigidos a otros hombres. La corporación masculina tiene al mandato de la violación como condición de reconocimiento en la hermandad masculina, dentro de la estructura de privilegios pautados por el orden de género (1) . La violación es una estructura tan sólida que opera como mensaje a esa corporación, asegura su impunidad y restablece permanentemente el orden de género, por ello la sociedad en su conjunto la sostiene y garantiza. Esta corporación masculina explica también buena parte de las lealtades inmediatas.

En las reacciones defensivas de la figura Viglietti podemos ver cómo se despliega parte de este régimen simbólico del patriarcado. Las reacciones planteadas en las redes sociales nos dicen mucho sobre los discursos y representaciones de la masculinidad que prevalecen en la izquierda, y también sobre los nuevos sentidos de la impugnación feminista.

Hay allí una percepción generalizada del abuso sexual y la violación como algo ajeno a la cotidianeidad de las mujeres y no como parte constitutiva de nuestra experiencia en el patriarcado, que superpone sobre los cuerpos femeninos y feminizados un continuo de violencias (acoso, cosificación, pornografía, prostitución, abuso sexual, femicidio). El agresor es representado como un ser monstruoso y alienado, porque el sentido común (la verdadera ideología de género) nos sigue llevando a la psicopatologización del violador. Sin embargo, los agresores suelen ser hombres corrientes, incluso adorables, pasibles de convertirse en líderes y símbolos de la izquierda en términos morales.

La imagen estereotipada de la violación como un acto cometido por un desconocido perverso que toma a la fuerza a una mujer en un callejón oscuro, no hace más que opacar la cultura de la violación, que se reproduce constantemente a través del ejercicio de la masculinidad hegemónica. La naturalización de la violencia sexual, entendida como simplemente sexo, hace que algunos agresores no lleguen nunca a visualizarse como tales, y algunas víctimas duden de su propia experiencia. Aprovecharse de una mujer borracha e inconsciente, insistir y chantajear sentimentalmente a una pareja para obtener sexo, sacarse el preservativo en medio de la relación sexual sin consentimiento de la otra parte, insistir en no utilizar protección, penetrar a pesar de que se exprese dolor e incomodidad, son algunos ejemplos corrientes de abuso sexual, difíciles de denunciar (ya que no son contemplados como tal por la ley) y de procesar internamente, pero son tan habituales que revelan el nivel de erotización masculina de las desigualdades de género (Mackinon).

En esta misma línea, cobran sentido fenómenos como la trata y la prostitución. Los cuerpos de las mujeres son puestos al servicio de los deseos de dominación de los hombres, la sexualidad femenina anulada y convertida en “ser para otros”, las diferentes matrices de opresión que se entrecruzan en los cuerpos de las mujeres transformados en fetiches sexuales (basta con ver las categorías en que se clasifican los contenidos del porno). Sucede que el sexo no existe por fuera de las relaciones de dominación que atraviesan a la sociedad, como se suele pensar, sino que es una espacio donde se constituyen y reproducen las jerarquías de género, clase y raza, las asimetrías generacionales, de nacionalidad, de identidad de género.

“En términos feministas, el hecho de que el poder masculino tenga poder significa que los intereses de la sexualidad masculina construyen lo que significa la sexualidad en sí, lo que incluye la forma estándar en que se encuentra permitida y reconocida en cuanto a ser sentida, expresada y experimentada, de una manera que determina las biografías de las mujeres, incluidas sus biografías sexuales” (Mackinon) (2)

El hombre nuevo no viola. Hay una épica de la izquierda tradicional en torno a determinadas figuras masculinas que fueron claves en ciertos procesos revolucionarios, que es necesario desterrar. Sin descontextualizar ni desconocer los enormes aportes realizados por estos hombres, es preciso contemplarlos en sus múltiples dimensiones; separar la vida pública de la privada es un mecanismo propio del capitalismo, y en eso que llaman “intimidad” pueden rastrearse esas otras caras del “héroe”, signadas por su condición de género en el sistema patriarcal, no menos importantes que su actuación pública, ya que la revolución se hace en las calles, en las casas y en las camas. Además, toda lucha involucra a colectivos de personas, y no a una suma de individuos entre los cuales unos pocos destacan (esa es también la lógica de competencia del capitalismo); por lo que se hace necesario construir referencias flexibles, mutables y colectivas, que puedan ser cuestionadas y tengan la capacidad de cuestionarse a sí mismas. En la masa de los anónimos, que quedan relegados detrás de los “héroes”, entre aquellos no reconocidos por la historia, ni por la izquierda, suelen estar a las mujeres.

Todo esto tiene que ver con la construcción simbólica de nuestra izquierda, la generación de liderazgos y las dificultades que como consecuencia enfrentamos las mujeres para hablar de las violencias recibidas por varones en los espacios de militancia, porque la solidez discursiva y moral de algunos “compañeros” suele ser incuestionable y las mujeres terminamos abandonando espacios, muchas veces en el ostracismo político, porque hasta nosotras empezamos a dudar de nuestra percepción. Las reiteradas denuncias de acoso sexual, abuso y no paso de pensión alimenticia por varones con prestigio militante, no hacen más que confirmar que es urgente despatriarcalizar la izquierda, y transformar espacios que son hostiles y pocos seguros para mujeres y disidencias. Como decía la feminista estadounidense Robin Morgan (3) en 1970: “Una izquierda genuina no considera irrelevante ni estimulante el sufrimiento de nadie; ni funciona como un microcosmo de economía capitalista, con los hombres compitiendo por poder y estatus en la parte de arriba, y las mujeres haciendo todo el trabajo en la parte de abajo (y funcionando como premios cosificados o como moneda). Adiós a todo eso”.

El hombre nuevo está por inventarse y debe ser necesariamente antipatriarcal, pero no como una insignia para exhibir ante los otros, vacía de contenido, sino como una transformación lenta, profunda, silenciosa, dolorosa, contradictoria, inacabada, que lo lleve a examinar en su historia personal y en la historia colectiva lo que los hombres le han hecho a las mujeres, lo que la masculinidad le ha hecho a ellos mismos y al mundo, lo que el patriarcado es al capitalismo, para poder destruirse y crearse de nuevo, traicionando pactos masculinos, rompiendo la lógica de la guerra y la dominación.

La mujer nueva hace tiempo que la estamos construyendo. El feminismo es la izquierda de la izquierda.

* Feministas, integrantes de Dónde están nuestras gurisas y del Consejo Editorial de Hemisferio Izquierdo.

(1) Rita Segato (2010). Las estructuras elementales de la violencia. Ensayos sobre género entre la antropología, el psicoanálisis y los derechos humanos, Prometeo Libros, Buenos Aires.

(2) Catherine Mackinon (2014). Feminismo inmodificado. Discursos sobre la vida y el derecho, Siglo Veintiuno Editores, Buenos Aires.

(3) Robin Morgan (1970). “Adiós a todo eso”, en WITCH (2015). Comunicados y hechizos, La Felguera Editores, Madrid.

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