Ilustración: El sueño de la razón, Goya.
Cuestiones no solo epistemológicas
Uno de los fenómenos más profundos provocados por la pandemia del SARS-COV2 ha sido la confianza prácticamente ilimitada depositada en los expertos científicos. Pero es también un fenómeno extraño y paradójico. Extraño: hasta ayer nomás, se asumía -al menos en los medios intelectuales- que vivíamos en un mundo posmoderno signado por la incertidumbre, el escepticismo y el relativismo. Paradójico: la confianza ilimitada en los expertos encaja mal con la cautela epistemológica propia de la ciencia bien entendida y practicada.
El conocimiento científico es predominantemente provisional, hipotético e internamente controversial. Durante la pandemia se lo presentó como absoluto. Y se soslayó su carácter internamente controvertido mediante una simple técnica publicitaria: una exposición desmesurada en la arena pública (reducida como nunca a las pantallas) de aquellos que validaban la sabiduría ortodoxa respecto a que nos enfrentábamos a una catástrofe sin precedentes; y una difusión a cuentagotas -que incluyó incluso algunos casos de censura- de quienes cuestionaban este saber, fueran cuales fuesen sus credenciales académicas. La mayor parte de las autoridades políticas, de los medios de comunicación e incluso del público en general prefirió creer en las predicciones catastrofistas del Neil Ferguson, antes que en las más cautas estimaciones de Sunetra Gupta1; y escucharon el llamado a actuar rápido y a martillazos de Thomas Pueyo2, y no las apelaciones a mantener la calma, actuar con inteligencia y no tomar medidas de dudosa eficacia sanitaria y alto impacto social, a que instaron Pablo Goldschmidt3 y Michael Levitt4, para poner algunos ejemplos representativos.5
¿Cómo es posible entender que en tan poco tiempo el discurso relativista y subjetivista dominante haya sido desplazado por un fuerte cientificismo en estos tiempos de pandemia y coronavirus? Lo que lo hace más difícil de comprender es que en el campo de la filosofía y las ciencias sociales y humanas en general no se visualizaba una lucha más o menos pareja entre dos tendencias contrapuestas en que finalmente, ante una nueva situación que implicó muchos cambios en muy poco tiempo, se hubiera decantado por una de esas tendencias, la cientificista en este caso. Por el contrario, había una clara hegemonía de los discursos subjetivistas, escépticos y relativistas que desconfiaban de la ciencia, y una presencia marginal de concepciones epistemológicas materialistas o “realistas” que sostuvieran que es posible conocer la verdad en “forma parcial y aproximada”, que nuestro conocimiento sensorial no es puramente subjetivo o que la experimentación y la práctica constituyen un criterio de verdad no infalible, pero que sí nos permite cierta aproximación a un conocimiento objetivo de la realidad. Sin embargo, en poco tiempo hemos visto como algunos de los otrora defensores de la ortodoxia relativista postmoderna, con todas sus sentencias de que “la realidad es una construcción social o lingüística”, la “verdad es un efecto de poder”, o más sencillamente, “no existe la objetividad”, “todo es subjetivo”, “el conocimiento es una construcción” (y solo una construcción), o “la ciencia es un discurso más pero no superior cognitivamente a otros, por lo que ´todo vale´”, han pasado a militar en favor de la ciencia. Es más, podríamos decir que se han transformado en militantes de La Ciencia concebida casi como La Fuerza. En defensores de una visión exultantemente cientificista, que no es lo mismo que una visión cautelosamente científica. Dicho de otra forma, pasaron de la dogmática relativista y subjetivista a la dogmática cientificista “como un bólido, casi sin dejar rastros”6.
Esta dogmática cientificista es un discurso que también contradice a la ciencia, pero desde su supuesta defensa y no desde su cuestionamiento radical como en el caso de las epistemologías postmodernas. Es un discurso que no visualiza a la ciencia como un campo de debate, de conocimientos aproximativos, de algunas verdades confirmadas pero también de muchas hipótesis, sino que la visualiza como un campo homogéneo -consciente o inconscientemente-, ajeno al debate y sobre todo ajeno a otras esferas de la vida social e ideológica. Si el discurso postmoderno disolvía y reducía a la ciencia a una mera cuestión de poder o ideológica, el cientificista independiza totalmente a La Ciencia del poder y la ideología. Pero una somera revisión de la historia de la ciencia nos muestra que esta postura es insostenible, como insostenible es también el otro extremo relativista. Si los innegables avances de la ciencia en algunos campos como la medicina -que han prolongado la expectativa de vida y erradicado algunas enfermedades hasta ayer mortales-, nos demuestran que la ciencia no es un discurso o un relato más entre otros, las teorías racistas que predominaron en la biología a fines del siglo XIX o principios del XX nos demuestran que las ciencias no son ajenas a las disputas de poder e ideológicas. Y lo que es válido para las ciencias naturales, mucho más visible y relevante se hace en las ciencias sociales. La concepción neoliberal se basa en una serie de mitos como la “competencia perfecta”, la idea de que el “libre mercado” conduce al derrame de la riqueza y a un bienestar generalizado entre otros postulados que son insostenibles desde el punto de vista empírico: son mitos que se sostienen no porque tengan algún asidero real sino porque responden a los intereses de las clases dominantes.
Cientificismo y tecnocratismo
El dogmatismo cientificista tiene efectos muy peligrosos a nivel político. El postmodernismo suele conducir a la parálisis, porque todo se transforma en un relato más, porque la teoría que sostiene que la humanidad se divide en clases explotadas y explotadoras es tan válida como las que niegan que en nuestra sociedad exista la explotación de unos seres humanos por otros, o porque desde las visiones postmodernas se suele visualizar todo cambio profundo y radical (que no sea meramente parcial y limitado sino que apunte a transformar esa totalidad social que llamamos modo de producción capitalista) como totalitario. El cientificismo, en cambio, conduce al tecnocratismo, a la delegación de la soberanía en los “expertos”, porque la salud pública (o la economía, o los problemas sociales en general) son cuestiones muy complejas, que solo pueden ser abordados por aquellos que poseen la necesaria “experticia” que les permite decidir lo que es mejor para todos. Pero la salud o la economía son cuestiones públicas, políticas, que competen a la polis y por tanto al demos en general, y no a un pequeño grupo que defina en función de un supuesto punto de vista privilegiado y superior. Tampoco hay un nexo necesario entre conocimiento y búsqueda del bien común como se viene planteando por lo menos desde Platón. Los poseedores del saber no siempre buscan el bien común, y existen innumerables ejemplos históricos que dan cuenta de destacados intelectuales se pusieron al servicio de regímenes despóticos y/o de sus propios intereses egoístas.
Esto no quiere decir que en una democracia no haya lugar para el conocimiento de los expertos. Pero el mismo debe estar orientado a ayudar al debate público y a la toma de decisiones democráticas que competen a la ciudadanía, y no sustituirlos. Los expertos pueden aportar su conocimiento para poder evaluar cuales pueden ser los medios adecuados para alcanzar determinados fines, pero la definición sobre los fines -que implican cuestiones como el bien común, la libertad, igualdad, etc.-, compete a los ámbitos de decisión política. El conocimiento que aportan los técnicos es además un conocimiento especializado y parcial, que no aborda los problemas en su globalidad. Los especialistas tienden a ver su especialidad como la más relevante y a priorizar los aspectos relacionados con su disciplina. Esto puede llevar a visiones muy parcializadas, como podemos ver ahora en los enfoques sobre la pandemia: los aspectos sociales, económicos, psicológico y culturales han sido dejados en gran medida de lado por una visión que prioriza lo médico-sanitario desde una perspectiva fuertemente biologicista. A nivel político, por el contrario, es necesaria una visión que trate de tomar en cuenta los diversos aspectos, una visión sintética que se nutra de los diversos conocimientos especializados para abordar los problemas en su globalidad. Por último, cabe señalar que el conocimiento de los “técnicos” no es además algo homogéneo; los expertos no opinan todos lo mismo sobre las mismas cuestiones, hay diferentes visiones y teorías y estas suelen estar fuertemente permeadas por determinadas opciones ideológicas y políticas. En la actual situación de crisis sanitaria, la mayoría de los gobiernos se adhirieron desde un comienzo a una visión determinada, dejando de lado otros posibles enfoques. Tomar en cuenta las diferentes perspectivas hubiera permitido enriquecer el debate a nivel político y a una toma de decisiones más prudentes, flexibles y que tomaran en cuenta diversos aspectos que no fueron considerados. Pero una visión cientificista y tecnocrática ya operaba a nivel político en general, lo que condujo a aceptar a una determinada perspectiva como la única verdadera e indiscutible, paradigmáticamente representada por el Imperial College.
El tecnocratismo es un fenómeno complejo. Es parte del fenómeno más amplio de las burocracias, que como grupos específicos tienden a desarrollar también sus intereses particulares en el marco de las sociedades divididas en clases. Las prédicas antiestatistas de los neoliberales, incluidas las más extremas de los libertarianos, pueden crear la ilusión de que los neolliberales son enemigos del burocratismo, pero el modelo neoliberal exige siempre el desarrollo de una fuerte burocracia, y en particular de una burocracia tecnocratizada que intenta poner toda la maquinaria estatal a favor de los intereses de la clase dominante. Esto no es una cuestión solamente teórica, es empírica. Cotidianamente podemos ver -tanto a nivel nacional como internacional- como muchos de los grandes predicadores antiestatistas del neoliberalismo son funcionarios estatales: de los estados nacionales o los organismos interestatales. El tecnocratismo es bastante más que gobierno de los expertos, suele ser una concepción ideológica totalmente funcional a los intereses de la clase dominante, o de una fracción de la clase dominante, en nombre de un conocimiento científico supuestamente superior. Su pretendida neutralidad “científica” supone siempre determinadas opciones políticas e ideológicas, muchas veces en abierta contradicción, además, con una visión realmente científica de las cosas, como en el caso de las tecnocracias neoliberales.
Pero en la izquierda y el progresismo ese tecnocratismo no fue ni es algo totalmente ajeno. Si bien -sobre todo en el marxismo- la concepción de la ciencia que se defendía generalmente a nivel teórico suponía que la práctica era el criterio de verdad y que el conocimiento es una empresa colectiva y aproximativa, con sus aciertos pero también con sus errores, a nivel de la práctica muchos marxistas parecían desplazarse o sostener una visión en gran medida opuesta: el partido (el propio por supuesto) como portador de una verdad infalible o cuasi infalible, donde la construcción histórica y colectiva del conocimiento era sustituida por una serie de verdades establecidas de una vez y para siempre por los clásicos, y que algunos dirigentes o especialistas en teoría del partido intepretaban en forma verdadera, a diferencia de todos los demás que la interpretaban en forma falsa. En el progresismo vemos con mucha frecuencia como se apuesta a la experticia desde una perspectiva que tiende a defender un paternalismo estatista benévolo a favor de “los pobres”, pero que no apunta a transformar a “los pobres” en sujetos reales. Suele hablar además de “participación”, pero una suerte de participación “dirigida” y conducida a buen puerto por las opiniones tecnoprogresistas expertas que son las que conducen al bienestar generalizado del pueblo... pero sin el pueblo decidiendo.
Tanto la dogmática “vanguardista” de ciertos sectores de izquierda, como el paternalismo progresista impiden (y temen) una participación efectiva de los implicados. Acá tal vez podamos hallar una clave de por qué ciertos sectores progresistas, que suelen adherir a la retórica postmoderna (y que suelen ser exdefensores, muchos de ellos, en tiempos no tan remotos, del dogma vanguardista revolucionario) han adherido en un tiempo récord a la dogmática cientificista. En cierta forma, ésta estaba ya implícita en sus prácticas, y si bien sostenían visiones relativistas, en sus intervenciones parciales -para “mejorar la realidad” o “humanizar el capitalismo”- ya suponían una visión cientificista y tecnocrática de la ciencia y la política. En algunos debates epistemológicos que se dieron en el marxismo, Lenin y otros marxistas -como György Lukács- señalaron en su momento que determinadas versiones muy dogmáticas de la ciencia -visiones materialistas pero fuertemente mecanicistas- ante descubrimientos científicos que solían poner en cuestión una visión muy rígida de la realidad y de la ciencia, solían desplazarse hacia una concepción opuesta: hacia una visión subjetivista e idealista para la cual todo se transformaba en relativo. En las circunstancias actuales, ante la emergencia de una determinada situación vivida como “catastrófica” por gran parte de esos intelectuales, parece haberse producido un desplazamiento en sentido opuesto: del relativismo dogmático a una concepción dogmática de la ciencia. Más cercanos en el tiempo, Alan Sokal y Jean Bricmont señalaban la paradoja de como los defensores de los relativismos extremos solían usar argumentos basados en los descubrimientos científicos a la hora de cuestionar las visiones racistas o machistas a nivel del debate político e ideológico. Lo que evidentemente es algo compartible y correcto. Pero lo que cuesta entender es que eso no los condujera a un cuestionamiento de sus concepciones epistemológicas relativistas que categorizan a la ciencia como “un relato más”.
Podemos ver en estos ejemplos que puede haber un nexo que no es nuevo entre subjetivismo y cientificismo, y que también se puede dar una cierta utilización puntual y pragmática de la ciencia desde posturas subjetivistas y relativistas. Todo esto parece hablarnos, además, de un persistente dualismo naturaleza-sociedad: el conocimiento objetivo -verdaderamente científico- solo es posible en el campo de la naturaleza, a nivel de la sociedad todo se transforma en relativo y subjetivo, lo que se relaciona con enfoques hegemónicos que expresan en general un sanitarismo biologicista ingenuo que deja mayormente de lado todo aspecto social. El conocimiento de la naturaleza sería posible en tanto ésta se encuentra regida por leyes deterministas objetivas, en cambio, la sociedad es un campo aleatorio, indeterminado. Mientras que los fenómenos naturales pueden ser explicados, los fenómenos sociales sólo pueden ser interpretados o comprendidos desde visiones subjetivas. Esta visión concede demasiado a las ciencias naturales (no hay certeza sino probabilidad en la mecánica cuántica) y demasiado poco a los estudios sociales (que pueden explicar, y no sólo comprender).
Este cientificismo, que visualiza a la ciencia como un campo homogéneo y portadora de una verdad no cuestionable, ha sido muy funcional a la asunción acrítica de que aquellos “conocimientos científicos” que son amplificados por los medios son los verdaderamente científicos, es decir, una visión como venimos insistiendo muy dogmática y poco escéptica en un sentido metódico de la ciencia. Si el postmodernismo está asociado a una visión escéptica radical, para la cual no es posible transformar la realidad porque esta es incognoscible, el cientificismo tiende a negar el necesario escepticismo metódico propio de la actitud científica, que permite poner en duda determinadas verdades que no son tales, que habilita la crítica, y nuevas investigaciones que nos permiten aproximarnos a un conocimiento más profundo de la realidad, todo lo cual es fundamental para su transformación. Y ese escepticismo metódico, alejado de visiones rígidas y dogmáticas de la ciencia, era algo imprescindible para transitar la actual pandemia de la mejor forma posible, ante un fenómeno nuevo sobre el que había pocas certezas. Pero lo que ha predominado a nivel mundial es, por el contrario, una actitud dogmática: se dieron por ciertas e indiscutibles las predicciones del Imperial College sin tener en cuenta otras visiones y análisis predictivos dentro de la ciencia. En base a esas visiones catastrofistas que hablaban de millones de muertos, se determinaron las decisiones políticas, en forma generalmente vertical, sin crear mecanismos de consulta mínimos a los más afectados: los trabajadores y sectores populares. Y después de establecidas esas políticas no se tomaron en cuenta los nuevos conocimientos y conclusiones que iban surgiendo. En general se siguió aplicando en forma dogmática las políticas establecidas en función de las predicciones más catastróficas, aunque estas fueran desmentidas por la propia evolución de la pandemia. En síntesis, el cientificismo, lejos de haber ayudado al establecimiento de una serie de políticas de salud públicas medianamente racionales, que tuvieran en cuenta las múltiples variables que implican las decisiones tomadas, como las económicas, sociales, psicológicas, etc., dio lugar a políticas rígidas, irracionales, basadas en una suerte de fe -a prueba de toda contrastación empírica- en determinadas instituciones científicas.
El sustrato ideológico-cultural
¿Cómo pudo el escepticismo posmoderno reconvertirse tan vertiginosamente en en ingenuo cientificismo? ¿Y cómo pudo el cientificismo resultar tan atractivo e influyente?
Para dar aunque más no sea un esbozo de respuesta debemos introducirnos en las culturas y subculturas del mundo contemporáneo. Nunca hay asociaciones mecánicas entre posiciones sociales y representaciones simbólicas. Pero a poco que se lo piense o se lo observe, el relativismo y la incertidumbre tan propios del posmodernismo son rasgos claramente predominantes en las clases medias y altas globales: se trata de la incertidumbre intelectual de quienes tienen la vida material asegurada. Allí donde la vida material es frágil, florece mejor al fundamentalismo religioso. Sin embargo, ni todo es relativismo posmodernista en las clases altas, ni todo religión en las clases trabajadoras. Pero aquí se pueden postular una serie de tendencias y asociaciones que parecen haberse conjugado para que la percepción de la pandemia del SARS-COV2 fuera lo que fue. Religiosas o irreligiosas, más o menos posmodernas, las clases altas comparten valores fundamentales, como el respeto por la propiedad privada. Entre esos valores, pero creciendo a pasos agigantados en las últimas décadas, se encuentra la seguridad. La tradición liberal defendió clásicamente tres valores fundamentales: la vida, la propiedad y la libertad. Sin embargo, su peso relativo no ha sido siempre el mismo. En los orígenes, allá por los siglos XVIII y XIX, la propiedad era el valor central. A lo largo del siglo XX (no sin altibajos ni altas dosis de hipocresía) la libertad tendió a ocupar el centro de la escena: los liberales se presentaban a sí mismos como los garantes de la libertad contra los totalitarismos. Pero luego de la derrota del “comunismo”, con el desarrollo de sociedades cada vez más consumistas y con los regímenes democráticos expandidos como nunca antes por el globo, la libertad y la democracia (que era algo así como su encarnación) fueron sutilmente esterilizadas, y poco a poco el tercer valor de la tradición se fue erigiendo en dominante: la vida. Y la prioridad de la vida colocó a la seguridad en el centro de las preocupaciones y erigió a la salud casi en una nueva religión. La medicalización de la vida -incentivada por la industria farmacológica- poco a poco fue invadiendo la cotidianeidad. Es imposible exagerar la importancia de esto: hoy en día se ha llegado al extremo de que hay autores best sellers que llegan a concebir a la muerte como un “problema técnico”, al tiempo que se desarrollan expectativas de prolongar la vida individual indefinidamente. Lo ha dicho a viva voz Yuval Harari en 2015, en un diálogo muy instructivo nada menos que con Daniel Kahneman7, premio Nobel de economía. Quienes creen en la posibilidad de la prolongación indefinida de la vida (como Harari) asumen como dato objetivo de la realidad que dicha posibilidad será en cualquier futuro previsible un lujo sólo para los superricos. Seguramente fantasiosas y escasamente fundadas, estas expectativas operan en la subjetividad de la clase dominante, cuya ideología es, como bien supo ver Marx, la ideología dominante. La perspectiva de Harari posiblemente sea excéntrica: pero es una excentricidad capaz de vender millones de ejemplares. Se crea o no en que es posible (literalmente) vencer a la muerte y vivir indefinidamente, lo cierto es que la obsesión por la salud y por la seguridad son notas fundamentales de la subjetividad de la clase dominante.
La defensa de la libertad por la concepción liberal nunca fue irrestricta ni estuvo exenta de criterios étnicos, de clase y de género. La historia del derecho a voto muestra muy bien esto: aunque finalmente se expandió (donde lo hizo) a casi toda la población adulta, primero lo consiguieron los varones-blancos-propietarios. El resto tuvo que esperar, a veces más de un siglo. Lo mismo sucede en la actualidad con el respeto a la vida. Aunque en la abstracta teoría todas las vidas valen lo mismo (así como la libertad es igual para todos y todas), en la concreta realidad la vida de cierta gente vale más que la de otras. Si no se tiene en cuenta todo esto, es imposible entender por qué el COVID-19 concitó tanto temor y tanta capacidad de movilización en un mundo en el que mueren cada día más de 8.000 niños por desnutrición y causas asociadas.
Siendo comprensible el pánico entre las clases medias y altas, ¿cómo pudo expandirse a las clases populares? Los medios masivos de comunicación jugaron, como siempre, su papel. Pero toda manipulación tiene su límite. Otros factores fueron tanto o más decisivos. Uno de ello ya lo hemos mencionado: la ideología de la clase dominante suele ser la ideología dominante. Siendo en general así, en la actualidad una circunstancia refuerza significativamente este aspecto: la ausencia de imaginarios revolucionarios y expectativas de transformación radical generalizados. La independencia ideológica de las clases populares es hoy bajísima. Además, aunque entre las clases altas y medias (sobre todo en sus segmentos de mediana edad) florecían perspectivas posmodernistas desconfiadas de la ciencia, entre las clases populares la ciencia gozaba de gran respeto. Juan Gervas8 supo ver muy bien que al tratar con millennials ricos los médicos se encuentran con pacientes escépticos, propensos a las terapias alternativas y tan obsesionados con la salud como desconfiados de la autoridad (médica incluida). Por el contrario, entre los millennials pobres la salud es objeto de preocupación -pero no de culto- y su predisposición a creer y obedecer a la autoridad médica y política es alta. Cuando se desató la pandemia, la obsesión por la salud entre los millennials ricos pudo más que su escepticismo científico: el pánico los arrojó en brazos de La Ciencia. Paralelamente, el crédito concedido por los millennials pobres a la ciencia favoreció su aceptación de las drásticas medidas recomendadas por los expertos cuyos pareceres fueron difundidos masivamente (los otros pareceres científicos fueron sutilmente silenciados). Si a ello se agrega que entre los pocos críticos de las cuarentenas drásticas se apuntaron Trump y Bolsonaro (quienes lo hicieron no por científica cautela sino por insolente omnipotencia), el pánico tuvo la partida fácil y el encierro planetario halló pocas resistencias.
Algunas reflexiones finales
Entre el conspiracionismo que niega o minimiza la enfermedad del COVID 19 y el catastrofismo que planteaba proyecciones de millones de muertos, las posturas más prudentes y racionales no pudieron en general fructificar. Esto llevó por un lado a despreciar toda medida preventiva, como es claramente el caso de Bolsonaro en Brasil, o a tomar medidas extremas de dudosa efectividad, y que no fueron puestas en duda ni siquiera a medida que la pandemia se desarrollaba y la experiencia demostraba que no había mejores resultados en aquellos países que aplicaron medidas de cuarentena estricta, que en aquellos en los cuales se aplicaron medidas preventivas y de higiene más prudentes. Consideramos que los factores que explican esto son múltiples. Hay sectores del capital, sobre todo los asociados a la economía digital y a las farmacéuticas que se han visto beneficiados, otros en cambio están padeciendo una crisis muy profunda que pone en duda su propia existencia. También la pandemia ha sido una oportunidad inmejorable, para gobiernos que se encontraban inmersos en profundas crisis y enfrentándose a grades movilizaciones populares, para imponer -en nombre de la “salud pública”- medidas restrictivas de las libertades con el objetivo de controlar las rebeliones populares o por lo menos ganar tiempo. En América Latina es muy claro en el caso de Bolivia, Ecuador y sobre todo en Chile. Esto no quiere decir que el virus sea una “creación” de las clases dominantes o de los poderes hegemónicos, ni que la actual situación pueda ser explicada por factores políticos y económicos solamente -hay también importantes factores culturales que entran en juego como hemos intentado señalar- pero sí significa que los grupos dirigentes utilizan las actuales condiciones para realizar algunos de sus objetivos. Ante un capitalismo con dificultades cada vez más agudas y crecientes, esta pandemia será sin duda una gran coartada para explicar una crisis que ya se estaba incubando hace mucho tiempo y que la crisis sanitaria aceleró y profundizó, pero que no es su causa más profunda. Los sectores más precarizados de la clase trabajadora, o los que dependen de la actividad informal, son sin duda los más afectados por las medidas más restrictivas, pero en el mediano plazo también lo serán los sectores de la clase trabajadora más estables o que están en situaciones relativamente mejores, que verán disminuidos sus ingresos reales o posiblemente sean despedidos, en condiciones donde es muy difícil adoptar medidas de lucha efectivas, dadas todas las restricciones que impiden la mayor parte de las formas históricas de movilización de los trabajadores. La defensa de una concepción científica pero no cientificista, es decir, de una visión racional del conocimiento y de la ciencia -contraria a una concepción de la ciencia con fuertes acentos irracionales como es el cientificismo- es fundamental, no solo para enfrentar de la mejor forma posible esta pandemia o posibles enfermedades futuras, sino también para defender mejor los intereses de los trabajadores y sectores subalternos que hasta ahora son los grandes perjudicados a nivel político, social, económico y cultural por la situación actual.
El cientificismo no sólo es escuálido epistemológicamente. Es también una concepción que deja las manos libres al control capitalista de la producción científica concreta, bajo la bandera de la neutralidad valorativa y de certezas supuestamente indesmentibles. El debido respeto a la ciencia supone, por el contrario, reconocer el carácter hipotético de sus hallazgos, tanto como las influencias ideológicas y políticas en su cotidiano quehacer. Hoy, cuando la práctica científica real se halla cada vez más influida, incentivada e incluso controlada por las corporaciones capitalistas, parece imperioso preguntarnos qué hacer para que los frutos valiosos del conocimiento científico sean puestos al servicio de las humanas necesidades -antes que de los intereses del capital- y para que exista un control democrático de los potenciales usos negativos de dicho conocimiento. No menos imperioso, podríamos concluir, resulta recrear la anhelada alianza entre ciencia y clase trabajadora.
*Alexis Capobianco. Profesor de Filosofía en Educación Secundaria y UTU. Militante de FENAPES.
**Ariel Petruccelli. Historiador, investigador y docente de la Universidad de Comahue, Neuquén, Argentina.
1 https://www.infobae.com/america/mundo/2020/07/04/sunetra-gupta-epidemiologa-de-oxford-la-cuarentena-no-es-una-respuesta-solidaria-porque-hay-muchisima-gente-que-no-puede-sostener-esa-estrategia/
2 https://www.infobae.com/america/mundo/2020/06/13/tomas-pueyo-la-voz-mas-influyente-contra-el-coronavirus-no-tiene-logica-aplicar-una-cuarentena-durante-meses-porque-cuesta-demasiado/
3 https://www.infobae.com/coronavirus/2020/03/28/para-un-prestigioso-cientifico-argentino-el-coronavirus-no-merece-que-el-planeta-este-en-un-estado-de-parate-total/
4 https://www.infobae.com/america/mundo/2020/05/27/el-demoledor-diagnostico-de-un-premio-nobel-sobre-las-cuarentenas-no-salvaron-ninguna-vida/
5 Hemos intentado abordar otros aspectos de la actual situación en otros artículos escritos individualmente o, en el caso de Ariel Petruccelli con Andrea Barriga o Federico Mare, a quienes agradecemos asimismo sus valiosos aportes y comentarios al presente artículo. Dejamos aquí los enlaces de artículos anteriores:
https://rebelion.org/covid-19-estructura-y-coyuntura-ideologia-y-politica/
https://www.alainet.org/es/articulo/206559
https://rebelion.org/paranoia-e-hipocresia-global-en-tiempos-de-capitalismo-tardio/
http://www.laizquierdadiario.cr/Sobrevivira-el-pensamiento-critico-a-la-pandemia
https://contrahegemoniaweb.com.ar/2020/07/03/la-encerrona/
6Esta expresión fue utilizada por Mario Benedetti para describir el pasaje de algunos desde el campo de la izquierda revolucionaria a la derecha tras la caída del socialismo real. El pasaje desde el relativismo radical al cientificismo no implica cambios en las opciones políticas en general, pero si una velocidad que hace recordar a aquellas transformaciones que en su momento señalara el poeta y ensayista uruguayo.
7 https://www.poramoralaciencia.com/2015/03/17/kahneman-harari-la-muerte-es-opcional/?hc_location=ufi
8 https://www.youtube.com/watch?v=TdRvD0_Z3tE
https://www.actasanitaria.com/generacion-del-milenio-milenial-ricos-y-pobres/