El contenido programático del oficialismo en torno a las empresas públicas privatiza, mercantiliza y burocratiza todo el sistema de compras estatales. El gobierno, a través del proyecto de la ley de urgente consideración (Luc), vuelve a colocar en el banquillo de los acusados a las empresas públicas, como si la crisis causada por el covid-19 no estuviera enseñándonos nada sobre el valor de lo público. Para encuadrar el marco general, es necesario, primero, analizar el programa dominante del partido de gobierno, conocido como “normas del gobierno corporativo”, y, segundo, cómo estas se traducen a la Luc.
El gobierno corporativo de las empresas públicas. Es usual asociar el programa privatizador de las empresas públicas con el neoliberalismo. En particular, con las reformas estructurales de los noventa vinculadas al denominado Consenso de Washington, que tuvo en África y América Latina a sus principales ejecutores. Sin embargo, las tensiones en torno a las empresas públicas y sus potencialidades son muy anteriores. En 1906, el diputado colorado Gregorio Rodríguez, cuando se municipalizó la electricidad en Montevideo, con la “ley de transformación”, alertaba: “La explotación por cuenta del Estado siempre implica un gasto mayor y reditúa un menor beneficio que cuando la explotación se realiza por cuenta de empresas particulares” [1]
Cinco años más tarde, en oportunidad de la creación de las Usinas Eléctricas del Estado (hoy, Ute), el mensaje del Poder Ejecutivo –encabezado por José Batlle y Ordóñez– para la Asamblea General decía: “El ejercicio de tales funciones no debe confundirse con lo que se denomina el industrialismo municipal u oficial, realizado con fines exclusivos de empresa y de lucro fiscal, sino que él responde a fines y propósitos más elevados: a la difusión y distribución colectiva de agentes indispensables de bienestar, comodidad e higiene, a dotar a las clases sociales más numerosas y menos favorecidas, de una suma de beneficios, que de otra manera serían únicamente accesibles a las acomodadas”.
Ambas citas, de más de cien años, muestran claramente las dos posiciones en debate al día de hoy. De un lado, quienes sostienen que las empresas públicas no deberían existir o deberían emular a las privadas. Del otro, quienes consideran que deben configurarse como agentes estratégicos, verdaderas “palancas de desarrollo” que contribuyan a la política productiva, tecnológica y social.
Esta última visión predominó mucho tiempo en Uruguay, fue parcialmente cuestionada por la dictadura y pasó al banquillo de los acusados con las propuestas privatizadoras del Consenso de Washington. No obstante, tuvo su máxima expresión en 1992, cuando, por la vía del referéndum, se logró frenar parcialmente la ley que buscaba privatizar las empresas públicas (aunque no pudo impedirse la desmonopolización y la privatización de algunos servicios). Luego vino la lucha contra la privatización de Ancap en 2003 y el plebiscito por el agua en 2004. Además de estas victorias populares, hubo, en lo global, un conjunto de retrocesos de la agenda privatizadora.
En ese contexto, el capital ha reconfigurado su agenda global en torno a las empresas públicas con un conjunto de propuestas que puede sintetizarse con el rótulo de “buen gobierno corporativo”. Elaboradas principalmente por la Ocde y el Banco Mundial, estas propuestas apuntan a las normas y los procedimientos que deben regular el funcionamiento de las empresas (en particular, el vínculo entre lo administrativo, los directivos y los accionistas).
El “buen gobierno corporativo” en la LUC. La agenda global de cambios en la gobernanza de las empresas públicas se expresa a nivel local en los documentos de las cámaras empresariales, en los programas del Partido Nacional y el Partido Colorado, así como en diversos textos de universidades privadas, como la Universidad de Montevideo y la Universidad Católica, y think tanks, como el Ceres y Pharos (centro de análisis de la Academia Nacional de Economía). Los gobiernos del Frente Amplio adoptaron parte de esta agenda, aunque en la interna partidaria hay sectores que rechazan la lógica subyacente.
De acuerdo a este repertorio programático del “buen gobierno corporativo”, el rol de las empresas públicas puede resumirse en los siguientes literales: a) estas deben ser esencialmente “ejecutoras de política”, es decir, limitarse a proveer el servicio; b) debe primar el objetivo comercial de maximizar la rentabilidad sobre cualquier otro tipo de consideración, por ejemplo, contribuir al acceso universal; c) las tarifas deben fijarse exclusivamente por los costos del suministro, sin importar las posibilidades de pagar que tenga el cliente; d) debe jerarquizarse el rol de los organismos reguladores y así subordinar la gestión de las empresas a las “decisiones neutrales” de los organismos “técnicos” de regulación.
Que las empresas públicas asumieran en Uruguay un rol ejecutor significaría una modificación radical de su funcionamiento actual. Las unidades de análisis tarifario y las de planificación estratégica, entre otras, perderían su razón de ser. Por ejemplo, si lo único que debiera hacer Ute fuera ejecutar (es decir, suministrar energía eléctrica), no haría más análisis tarifarios ni testearía el material eléctrico en el laboratorio. Esta idea de quitarles a las empresas públicas la posibilidad de diseñar políticas y hacer análisis y planificación es consistente con la idea de jerarquizar el rol comercial, mencionado en el literal b.
En cuanto a esto último, el proyecto de la Luc no se propone modificar en su conjunto las cartas orgánicas de las empresas públicas, pero aparecen cosas preocupantes: 1) se propone modificar la ley de creación de Ancap, de 1931, mediante la derogación del monopolio de la importación de combustibles y la apertura a la competencia en “etapas”; 2) con la “portabilidad numérica” (mantener el número celular si se cambia de empresa) se facilita la competencia de transnacionales con Antel; 3) se habilita una privatización creciente de las sociedades anónimas de propiedad de las empresas públicas al proponerse que, sin perder la mayoría del capital accionario, abran una parte las privadas. Por ejemplo, Accesa, la empresa de Antel que brinda servicios de call center, podría vender hasta un 49 por ciento de las acciones a privados.
Los cambios tarifarios que introduce el proyecto de la Luc tienen impactos diferenciados, según el sector. Para Ose, que tiene tarifa social, habría una modificación sustantiva; no así para Ute, cuya fijación de tarifas se basa en los costos de suministro (literal c), según establece la ley de electricidad de 1977. En lo programático, el Partido Nacional no niega la posibilidad de establecer precios con “consideraciones sociales”, pero dice claramente que estos costos deberían ser financiados por organismos del Estado. Es decir, si se quiere mantener una tarifa social como la de Ose, debería financiarla el Mides. Si se quiere tener algún tipo de descuento comercial o tarifas bonificadas para los arroceros (como los tiene Ute), debería financiarlo el Mgap. Así, sucesivamente. El problema es que la administración central planea limitar el gasto social mediante la aplicación de una regla fiscal prevista en la Luc (véase la columna de Hugo Dufrechou publicada en el número pasado). En otras palabras, los organismos que podrían financiar tarifas sociales tendrían severamente restringida su capacidad de gasto.
Por otra parte, a partir del texto del proyecto de la Luc es posible inferir otras medidas que refuerzan el carácter comercial de las empresas públicas. En particular, las unidades reguladoras Ursea y Ursec son jerarquizadas institucionalmente y se establecen medidas que dialogan mucho con el concepto del “buen gobierno corporativo”, a saber: el fomento y la defensa de la competencia; la reinstalación de la potestad de elaborar y evaluar pliegos de concesiones (o sea: las concesiones vuelven a ser una posibilidad); por último, el otorgamiento del carácter “preceptivo” de sus disposiciones tarifarias y el establecimiento de que estas deben basarse en los “costos de suministro”. En criollo, la propuesta de los “técnicos neutrales” de los organismos reguladores pasaría a ser “obligatoria” y estaría por encima de las propuestas elaboradas por las propias empresas.
Para simplificar, supongamos que en Ute comienza a primar la lógica comercial y la rentabilidad de corto plazo. Si eso ocurriera, no existirían más los desarrollos que hoy damos por sentados: la electrificación del Interior (se hizo a pérdida al menos entre 1912 y 1957), la electrificación rural (otro negocio a pérdida), parte de la inversión actual en transmisión para garantizar la inversión en generación (principalmente eólica), la línea de financiamiento para los inversores privados para la energía eólica (que negoció la propia Ute) y un largo etcétera. También sería mucho más difícil instrumentar políticas en momentos críticos.
Más allá de las propuestas que pueden vincularse a la “buena gobernanza corporativa”, hegemónica en estos días, hay en el proyecto de la Luc toda una línea de propuestas que son altamente preocupantes y tienen como denominador común la burocratización y el entorpecimiento del funcionamiento de las empresas. Se prevé la jerarquización de la Oficina Nacional del Servicio Civil y la creación de la figura de “delegado del Servicio Civil”, funcionarios que pulularán en todas las dependencias del Estado. Esta idea, a priori inofensiva, dialoga muy bien con la propuesta del programa del partido de gobierno de hacer llamados “horizontales”, en vez de externos. Significa que para cualquier ascenso en casi cualquier lugar del Estado (excepto Anep y Asse, entre otros) podrían postularse todos los funcionarios públicos. Esto generaría megaconcursos de ascenso, no contribuiría con la identificación institucional de los funcionarios y sesgaría la captación de cuadros técnicos hacia los lugares de mayor remuneración (es más probable que los funcionarios del Correo Uruguayo se presenten a los llamados del Banco República que viceversa).
Además, la versión de la Luc del 23 de enero preveía que sólo una de cada tres vacantes sea completada, lo que profundiza una tendencia a vaciar las plantillas (e incentivar las tercerizaciones). Esto no está en última redacción, porque fue decretado el 11 de marzo. Vale aclarar que este proceso comenzó en 2015, cuando se estableció que el ingreso de personal en las empresas públicas cubriera el 75 por ciento de las vacantes (tres de cada cuatro), y siguió en 2016, cuando la cobertura de vacantes se redujo al 67 por ciento (dos de cada tres).
A su vez, la reducción del tope de la licitación abreviada (incluida en la redacción actual) genera trabas de funcionamiento a las compras estatales. El tope para las licitaciones abreviadas pasa de 61.421.000 millones de pesos al entorno de los 10 millones. Esto implica que se deberá apelar de forma creciente a las licitaciones públicas, que demandan un proceso de más de cuatro meses. ¿Cómo harán las empresas públicas para ser competitivas en este contexto?
En definitiva, el proyecto de la Luc contiene, implícitamente, algunos de los primeros pasos de la agenda hegemónica para las empresas públicas, que se sintetiza en la idea de buscar buenas prácticas del gobierno corporativo: avanzar hacia la privatización y la mercantilización de los servicios públicos, reducir la plantilla y dificultar las compras estatales en las empresas mediante trabas burocráticas. ¿Será para preparar el escenario privatizador puro y duro?
* Artículo publicado originalmente en el Semanario Brecha (23/04/2020). Lo reproducimos por convenio Brecha-HI.
** Pablo Messina es economista integrante de Comuna, miembro del Consejo Editor de Hemisferio Izquierdo y docente de la Udelar.
Nota:
[1] Diario de sesiones de la Cámara de Representantes.