top of page
Estefanía Galván*

Políticas de austeridad y ajuste patriarcal


Este 8 de marzo nos encuentra en un contexto histórico particular, recién transcurrida la asunción de la coalición de derecha, que pone fin a un ciclo de gobiernos progresistas, y consolida la llegada al poder de las cámaras empresariales, las gremiales agropecuarias y los representantes más reaccionarios de los sectores dominantes. Los mensajes de restablecimiento del orden y austeridad del gasto, así como las propuestas expuestas en el borrador de la ley de urgente consideración nos anuncian medidas de recorte de la inversión en las políticas públicas, reducción de funcionarios públicos y cuestionamiento de la negociación colectiva, debilitamiento de las empresas estatales frente a las transnacionales y aumento de la represión, por sólo mencionar algunos de los componentes de este giro a la derecha. Como resultado, no nos queda más que esperar un escenario de incremento de la desigualdad, exclusión y fragmentación social. No es mi intención realizar aquí un análisis de estas medidas y sus consecuencias, sino compartir algunas reflexiones en torno a las implicancias que este ajuste neoliberal y patriarcal impone sobre los cuerpos de las mujeres e identidades disidentes. Para ello tomo como base del análisis la desigual distribución del trabajo por género y clase, ya que esto nos permite comprender otras dimensiones del ajuste que muchas veces permanecen invisibilizadas.

Las políticas públicas pueden ser instrumentos fundamentales para poner en cuestión ciertas construcciones de género que afectan a las mujeres en términos de acceso al empleo, salud y derechos reproductivos, entre otros elementos. Sin embargo, es importante tener presente que la política no es neutral al género, es decir todas las políticas públicas tienen implicancias en términos de género, y no sólo aquellas que están dirigidas a un grupo en particular. Esto es así porque las relaciones de género son ante todo relaciones de poder, y por tanto son en su esencia jerárquicas y desiguales. Una de las bases sobre las cuales se sustentan estas relaciones de poder es la desigual distribución del trabajo, y en particular del trabajo de cuidado.

Desde la economía feminista se ha denominado trabajo de cuidados o más ampliamente “economía del cuidado” a todas las actividades necesarias para la reproducción de la vida. Esto incluye el cuidado de personas dependientes, es decir, niños y niñas, personas con discapacidad y adultos mayores dependientes, pero también actividades de limpieza, preparación de alimentos, entre otros, que involucra cuidado hacia personas que podrían autoproveerse dichos cuidados. A través de este concepto de “economía del cuidado”, se pretende en primer lugar, enfatizar los cuidados como actividad creadora de valor, visibilizando el rol sistémico del trabajo de cuidados en el marco de nuestras sociedades capitalistas: la reproducción de la fuerza de trabajo. En segundo lugar, se busca dar cuenta de las implicancias económicas y sociales que tiene la manera en que se organiza el cuidado.

En el análisis económico convencional, este trabajo de cuidado se encuentra parcialmente invisibilizado, ya que sólo adquiere valor económico cuando es realizado en el mercado, es decir cuando tiene un “precio”, mientras que aquellas actividades de cuidado que son realizadas al interior de los hogares no son consideradas económicamente como actividades creadoras de valor.

La evidencia muestra que el trabajo de cuidado es asumido mayormente por los hogares, y dentro de éstos, está distribuido desigualmente entre varones y mujeres. Datos recientes de la encuesta de la Encuesta Nacional de Adolescencia y Juventud nos revelan que las mujeres de entre 12 y 35 años dedican en promedio 33 horas semanales a los cuidados, en tanto los varones dedican un promedio de casi 20 horas.1 En lo que refiere al cuidado de niñas y niños de cero a tres años, las mujeres les dedican 79,8% más de horas semanales que los varones, y 74,1% más de horas para el cuidado de niñas y niños de cuatro a 12 años. Asimismo, cerca del 25% de las mujeres (casi una de cada cuatro) y 5% de los varones dejó de estudiar o de trabajar para cuidar. Es así como gran parte de los llamados “ni-ni” (jóvenes que no estudian ni trabajan), son mujeres con hijos que realizan trabajo de cuidados no remunerado.

Esta desigual distribución del trabajo de cuidados está sustentada en la naturalización del rol de las mujeres como cuidadoras. Es decir, la capacidad biológica de las mujeres para parir y amamantar es utilizada como base para el argumento de que las mujeres tenemos capacidades naturales para otros aspectos del cuidado. Sin embargo, lejos de ser habilidades naturales, son conductas aprendidas a través del proceso de socialización, el cual está atravesado por normas sociales, culturales y religiosas, que guían nuestras prácticas domésticas, las formas en las que las personas nos relacionamos y el lugar que cada persona ocupa en la distribución de cuidados y el sistema productivo. En un sistema en que el acceso y control de recursos económicos otorga poder económico (el cual a su vez otorga poder en diferentes planos), la forma en que se estructura la división sexual del trabajo en nuestras sociedades es esencial para comprender las desigualdades de género existentes en diversos ámbitos.

Por otra parte, la carga de trabajo de cuidados se encuentra socialmente estratificada, es decir, las mujeres de menos recursos económicos hacen en promedio más trabajo no remunerado que las que viven en hogares con más ingresos, ya que estas últimas tienen la posibilidad de trasladar parte de ese trabajo de cuidado comprando algunos de estos servicios en el mercado, por ejemplo, en forma de guarderías, comida preparada o servicio doméstico. Esto alivia la presión sobre su propio tiempo de trabajo de cuidado no remunerado, liberándolo para otras actividades: de formación, empleo, autocuidado, etc. Estas opciones se encuentran limitadas para la enorme mayoría de mujeres que viven en hogares de estratos socioeconómicamente bajos, quienes no sólo no pueden comprar el cuidado en el mercado, sino que, además, son quienes asumen parte de las tareas de cuidado de los hogares de más ingreso empleándose en el servicio doméstico o como cuidadoras, relegando las tareas de cuidado en sus propios hogares a otras mujeres, como ser vecinas, abuelas e hijas.2 De este modo, la organización social del cuidado reproduce y refuerza intergeneracionalmente las desigualdades existentes, y opera como base de la feminización de la pobreza.

Si bien no se lograron transformaciones estructurales en la matriz productiva y el patrón de acumulación, los gobiernos frenteamplistas lograron consolidar un modelo regulador y distributivo, con fuerte presencia del Estado garantizando acceso a derechos para amplios sectores de la ciudadanía. En conjunto con la participación de los movimientos sociales, se instaló una agenda que reconoce el cuidado de la vida humana (en sentido amplio) como una responsabilidad social y política, y se tendió a desarrollar políticas públicas en las cuales desde el Estado se asumió mayor presencia, garantizando el acceso a los cuidados como derecho, el acceso a la salud, educación, derechos sexuales y reproductivos, entre otros. Estas políticas contribuyeron a mejorar algunas de las restricciones económicas que enfrentan las mujeres y aliviar las tensiones del sistema, mejorando la calidad de vida de muchísimas mujeres (y varones), en particular de los sectores históricamente más perjudicados.

En un nuevo contexto de ascenso de la derecha, que vuelve a reinstalar el objetivo del beneficio privado y la tasa de ganancia como principal propósito de política, por sobre el cuidado de la vida y el bienestar social, nos encontramos en un escenario de retroceso, en el que esos derechos alcanzados están cuestionados. Por un lado, por la vía del ajuste económico, expresado en un discurso de austeridad del gasto del Estado, que se traducirá en medidas concretas de reducción de servicios públicos de calidad, salud, educación, sistema de cuidados e ingresos laborales. El deterioro de los servicios públicos y las reducciones de salario real de los y las trabajadoras, no hacen más que trasladar el costo del ajuste a los hogares.

Debido a la forma en que se organizan las actividades de cuidado y la división sexual del trabajo ello se traduce en un ajuste sobre el cuerpo de las mujeres. Primero, porque la fuerza laboral femenina actúa en muchos casos como un ingreso secundario o complementario. Así, frente al deterioro de los ingresos de los hogares, gran parte de las mujeres incrementan sus horas de trabajo en el mercado, y buscan estrategias de supervivencia, empleándose en trabajos precarios de baja remuneración y en la frontera de la informalidad. Segundo, porque debido a la segregación ocupacional por género, las mujeres son las principales empleadas en las áreas de la salud, educación, y cuidados. Por tanto, las políticas de recorte o ajuste de la inversión social en estas áreas afectan en mayor medida los ingresos laborales de las mujeres. Tercero, porque las mujeres son más dependientes de estos servicios, ya que debido a los menores ingresos tienen menos posibilidades de adquirirlos en el mercado, y a su vez porque en el marco de la división sexual del trabajo, son las mujeres quienes ven incrementada su carga de trabajo no remunerado en el hogar para compensar la reducción o deterioro de las prestaciones de los servicios públicos. Sin embargo, la capacidad de trabajo no es infinitamente elástica, y el hecho de que esa mayor carga del trabajo reproductivo necesaria para compensar la caída en el acceso a los bienes y servicios recaiga sobre las mujeres tiene consecuencias importantes en términos de su autonomía económica, de la calidad de la inserción al mercado laboral, e incluso sobre su propia salud. Esto repercute especialmente sobre los eslabones más débiles de la cadena: jefas de hogar, desempleadas, migrantes, las empleadas domésticas, trans, las presas, las oprimidas.

Por otro lado, la llegada al gobierno de grupos vinculados al Opus Dei y la derecha evangélica, se expresa en una retórica explícitamente machista, que ya no se esfuerza en disimular que lo que se pretende es un ajuste patriarcal. En este sentido, algunos dirigentes de la coalición multicolor manifestaron públicamente su preocupación por la baja natalidad y propusieron medidas de “retorno” de las mujeres al hogar y a su rol procreador, mediante incentivos económicos a aquellas que teniendo un número mínimo determinado de hijos e hijas se dediquen exclusivamente al cuidado en el hogar. Asimismo, expresaron su deseo de revisar algunas leyes como las que garantizan el derecho a la interrupción voluntaria del embarazo y las que reconocen derechos para las sexualidades diversas. Preocupa (o más bien alarma) que justamente estas ideas, estén representadas por quienes van a asumir responsabilidades en la gestión de áreas claves como la salud, la educación y el desarrollo social.

En este sentido, la economista Amaia Pérez-Orozco3 señala que las políticas de austeridad y reducción del gasto social se suelen acompañar de un conjunto de políticas legales, educativas y sociales que implican un reforzamiento de un discurso conservador erigido en torno a la familia tradicional, la división sexual del trabajo, el binarismo heteronormativo, como una herramienta clave de ajuste del sistema y como elementos de sumisión y control social. Es lo que garantiza el papel de las mujeres como sujetos subalternos, responsables de los hogares, los que actúan como bisagra de reajuste del conjunto del sistema económico.

En este contexto, este 8M nos encontrará nuevamente en las calles, en una jornada de lucha histórica. No hay una única lucha feminista, hay muchas, las estamos construyendo desde muchos lugares y miradas, pero todas ellas se apoyan sobre un punto de acuerdo innegociable: no puede haber alianzas posibles sobre la base de ceder derechos. El escenario actual nos plantea el desafío de prepararnos organizativamente para resistir la reconfiguración patriarcal, a la vez que logremos dar cauce a nuevas discusiones y propuestas superadoras, a una agenda programática que tienda a romper con las relaciones de poder socialmente construidas y los mecanismos de reproducción de las desigualdades, e imaginar otras realidades posibles.

* Estefanía Galván es Economista por la Universidad de la República y estudiante de doctorado en Economía en la Universidad de Aix-Marseille (Francia).

Notas:

1. Ver Nota en La Diaria del 20 de febrero: link.

2. A nivel mundial esto da lugar a las denominadas “cadenas globales de cuidados”, por las cuales mujeres de países menos desarrollados se trasladan a los países centrales a emplearse en tareas domésticas, muchas veces enviando remesas para mantener a sus hijos quienes quedan en sus países de origen al cuidado de otras mujeres de la familia.

3. En “Con voz propia: la economía feminista como apuesta teórica y política”. Cristina Carrasco Bengoa (editora).

bottom of page