Ilustración: Natalia Comesaña
Suena la alarma del celular, empieza la rutina.
Me preparo el desayuno (con suerte), me siento a la mesa y agarro el celular.
Veo los grupos por arriba y repaso todo lo que tengo que hacer en el día mientras como la fruta, sigo por leer las noticias. Esto si no sucedió ningún feminicidio. Si fuera así, el orden de la rutina es: apagar la alarma, levantarme, abrir los grupos feministas y desayunarme con que hubo una mujer asesinada.
Pero supongamos que ese día el patriarcado deja desayunar en paz y seguir con el orden de la rutina. Abro el diario o algún portal de noticias, nada es mucho más feliz. Porque si no es un feminicidio es la muerte de militantes sociales de nuestra región, son los golpes de Estado, es la LUC, son las barrabasadas que dice la gente que nos va a gobernar los próximos cinco años.
Siempre hay algo del orden del horror. Y esta es la primer angustia del día.
Me tomo el primer bondi para llegar al trabajo, levanto la vista y observo a mi alrededor. Veo alguna gente copada escuchando música en su mundo, pero también veo a la mayoría de la gente triste, cansada, almorzando y mirando para afuera, como con la mirada perdida. Me bajo del primer bondi y me subo al segundo, tengo que hacer eso todos los días porque a las periferias nunca llega mucho transporte.
Llego a mi trabajo.
Nos encontramos con lxs niñxs entre abrazos, besos, algún diente de león o alguna flor violeta de cuneta que recogieron en el camino. Ojalá supieran que es en esos abrazos que mi angustia disminuye hasta casi desaparecer.
La realidad de las infancias en las periferias es ampliamente conocida por todxs. Desde falta de concentración, hambre, violencia, dificultades de aprendizaje y demás aspectos de la desigualdad que este sistema genera y en los que no me voy a detener en esta oportunidad. El día laboral transcurre en este recorrido de sensaciones entre lo tierno y lo duro de esa realidad. Cuando llega la hora de irse, hago una especie de ritual en donde intento cambiar de chip y enfocarme en lo que viene después. Intentando (muchas veces sin suerte) aceptar mis limitantes y las limitantes que tiene el tipo de trabajo que tenemos quienes trabajamos en lo social. El ejercicio es constante y necesario, siempre es al final de mi jornada laboral, como para ir bajando y cerrando esa etapa del día y dejarle lugar a otra.
De mi trabajo voy a clase, a alguna reunión o actividad, a veces también a mi casa. En las reuniones muchas veces me retrotraigo un poco observando las interacciones que se dan, cómo se habla o si se interrumpe cuando alguien está hablando. Reparar en esas cuestiones me permite conectar de una forma distinta con lo que pasa en las reuniones, más contemplativa, conectando tanto con mis necesidades como con las de lxs otrxs, en definitiva, una forma mucho más amorosa de hacer política. Mucho más amorosa que la que aprendí hace años. En esas épocas no tan lejanas, lo cotidiano distaba bastante de esta emocionalidad que vengo enunciando.
Allí lo cotidiano eran las jerarquías, las listas de oradores, los secretarios generales, las Listas, y un largo etcétera. Ahí había que masculinizarse o morir. El sacrificio siempre fue la vara con la que se medía el compromiso. Cuando la gente hablaba muy pocas veces se podía identificar una emoción, más bien era todo medio frío y todo terminaba tarde.
De esto tuve varios años, una parte de mi siempre estaba insatisfecha, no lograba amoldarme a estas formas y siempre tenía alguna queja o reproche. No solo con la militancia sino con la vida en general. No terminaba de conectar con qué era lo que me pasaba, pero algo me pasaba que siempre terminaba sintiéndome así, insatisfecha, creo que ese es un adjetivo que describe y engloba bastante mi sentir de ese momento hasta que hice el click. Obviamente que el click no es algo intempestivo, es un proceso más bien gradual. Pero hubieron dos días puntuales que hice consciente ese proceso.
Con proceso me refiero al feminismo, por si quedaba alguna duda. Ese feminismo que llegó y me dio contra todo.
Desde ese momento ya no fui la misma, ya nunca más pude hacerme la boluda. Yo ya sentía que era feminista pero me parecía que tenía que estar más empapada en el tema para poder nombrarme desde ese lugar, tenía que leer más, pensar más (otra herencia maldita de la militancia masculina) y cuando fuera más grande quizás sí.
Fueron los dos días seguidos más intensos de mi vida adulta. Del otro lado del charco se hacen todos los años un encuentro de mujeres y disidencias en donde el único propósito es juntarse, encontrarse, sacar la voz y pensar colectivamente nuestra realidad desde el cuerpo que habitamos.
Mi primer encuentro fue en Rosario, y ese fin de semana entendí de verdad y para siempre, que lo personal es político. Que las formas importan. Que gritar en una asamblea, que los hombres sean dirigentes, que no haya espacio de cuidados, que no se piense en la comida cuando las reuniones son hasta la noche, que tengas una buena idea y decirla pero que nadie te escuche para que luego la diga un varón y quede como un fenómeno, que las cosas se decidan en los pasillos es político. También es político maternar, el vínculo conflictivo con nuestras familias de origen, las heridas en los linajes maternos. El amor romántico es político, la sexualidad es política, ser infeliz en tu pareja es político.
Lo que sentí no lo puedo transcribir. Puedo contar que lloré mucho, que me reí un montón, que aprendí como nunca en la vida, que fui feliz y triste a la vez y potenciado por mil. Me encontré con mujeres que dan la batalla todos los días y se habían organizado para llegar hasta ahí. Todo lo que decían me resonaba, me sentía identificada por más que no las conociera y que probablemente nunca más las viera.
Ahí estaban. Yo me sentía como si fuera mi cumpleaños.
Ahí estaban.
Les estaba esperando.
A partir de ese momento me invadió un sensación nueva en mi vida que me acompaña hasta el día de hoy. Es la de haber encontrado gente parecida a mi. Con mis mismas inquietudes, las mismas preguntas, las mismas angustias, y las mismas ganas de transformarlo todo. Antes me había pasado solo con un par de personas, ahora eran un montón.
No estaba sola.
No estaba loca.
Estaba rota si, pero porque este sistema me había roto. No solo a mí, a todas, a todes y a todos también. Porque vaya si a ellos los rompe la perversidad de este sistema también.
Tomá, lo personal es político, vos fijate qué onda.
Todo es político y todo es politizable. Hasta esa rutina con la que abrí el artículo. Porque desde las noticias que leemos en el diario, hasta los abrazos de les niñes son políticos. Pero también los son mis emociones, mi rabia, mi indignación, mis ganas de transformarlo todo.
También mis necesidades.
En este punto me quiero detener y por esto vengo dando tanto preámbulo. Poder reconocerme como una persona con necesidades, sensible y vulnerable, es algo que hago hace no tanto, más bien desde ese momento en que acabo de relatar sobre el encuentro.
En un mundo de y para hombres, la sensibilidad y las necesidades no están bien vistas, y eso lo aprendemos desde niñes. Desarmarlo lleva a desgarrarse y navegar en las profundidades del ser, para encontrarse que si no nos deconstruimos de verdad, por más teoría crítica, marxista y de la liberación que tengamos arriba, nada tiene sentido sino somos capaces de entender la micropolítica.
¿Quién cuida a lxs hijxs mientras ellos están en las reuniones?
¿Quiénes están relegadas a las comisiones de género y derechos humanos?
¿Qué pasa cuando gritamos en las asambleas y/o reuniones y quienes monopolizan la palabra?
¿Quiénes tienen tiempo para instruirse y leer El Capital?
¿Por qué la mayoría de las personas que participamos de la militancia somos blancas, clasemediera, cis y heterosexuales?
¿Por qué las tareas de cuidado son femeninas?
Hagámonos más estas preguntas, cuestionemos todo que es señal de movimiento.
Porque para cambiarlo todo como siempre decimos, hay que transformarse unx mismx, hay que dársela con las contradicciones, hay que entender nuestras heridas y cómo reproducimos todo lo que no queremos.
Y cuidar.
Y cuidarnos.
Me encanta poder derribar todo lo tenga que ser derribado, para luego poder elegir con qué queremos quedarnos.
Hoy, después de algunos años de estar enojada, me reencuentro conmigo misma y con un nuevo 8 de marzo con la emoción a flor de piel. Estoy segura que este es el camino. Estoy convencida de que la lucha colectiva es la única forma de subvertir la realidad. Enamorémonos de los proyectos colectivos, de crear comunidad más allá de donde habitemos. Estemos más presentes para lxs demás, preguntémonos cómo estamos mirándonos a los ojos, lloremos de rabia porque ganó la derecha. Pero estemos presentes, cuidémosnos. Hablemos de todo, pero escuchemos. Escuchemos nuestros procesos y entendamos que no todxs estamos en el mismo lugar, pensarse lleva tiempo y conectar con unx mismx no es un ejercicio al que estemos acostumbradxs. Conectemos con nuestras necesidades, cocinémosnos. Si estás cansadx, te espero con algo rico y nos acurrucamos un rato.
No nos olvidemos que para sobrevivir a la avanzada fascista, el cuidado de otrxs y el propio es nuestra prioridad.
Con ternura venceremos
* Tiene 26 años y es feminista. Milita política y socialemente desde 2009. Trabaja (y ha trabajado) en varios proyectos sociales de la periferia de Montevideo.