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Soledad Castro Lazaroff*

Periodismo, objetividad, tantas preguntas


Ilustración: Ser o no ser, Pawel Kuczynski.

Nuestra voz, nuestro tiempo

No soy periodista. Es decir, no estudié comunicación ni una carrera en la que pudiera obtener un título estrictamente relacionado con el periodismo. Estudié literatura, realización cinematográfica y crítica de cine, y un día me largué a escribir sobre películas en blogs y páginas de internet de forma honoraria, por el gusto de hacerlo: así llegó el periodismo cultural a mi vida.

Después de mucho tiempo de escribir gratis -al menos cuatro años-, empecé a producir pequeñas reseñas de cine para el periódico SobreBUE, de Buenos Aires, y por primera vez recibí un pago regular - eximio, casi simbólico, pero pago al fin-, por mi trabajo. SobreBUE era, en aquel tiempo anterior a Macri -que ahora parece tan lejano-, una publicación que todavía se sostenía en papel y se repartía de modo gratuito en varios bares y centros culturales de Buenos Aires. Empecé a sentir devoluciones de la gente que, al verme por ahí, me decía: "leí tu reseña de tal película, me gustó tu mirada de aquel festival, estoy completamente en desacuerdo contigo". Parece una tontería pero no lo es: el poder que tienen los medios sobre el mensaje que estás dando es, justamente, hacerlo circular, ponerte en contacto con personas que no pertenecen a tu mundo, que no te siguen en las redes sociales, que no saben ni quién sos pero te leen porque estás ahí, en esa página, amadrinada por ese medio en el que confían y que enmarca tu palabra, llenándola de nuevos significados.

El mundo de la prensa me resultaba desconocido. No sabía lo que era una redacción, no tenía ni idea de un montón de cosas; a veces me cruzo - ahora que trabajo como editora periodística y tengo bajo mi responsabilidad la sección de Cultura del Semanario Brecha- con grandes colegas que tienen años y años de oficio y me doy cuenta de que tengo que aprender una infinidad de cosas vinculadas a la tarea; una tarea que está atravesada por la ética desde el minuto cero. Hago esta aclaración porque no escribo aquí como una periodista experimentada - no lo soy - sino como una trabajadora que está tratando de pensar en cuáles son sus verdaderas responsabilidades sociales, y qué implica trabajar en un medio de comunicación histórico que es leído como una voz de autoridad (o de confrontación) en muchos temas; una institución a la que se le atribuyen rasgos tradicionales, que tiene una historia y una cultura internas, pero que además opera en la fantasía de los lectores dialogando con aquella otra Brecha, la del ochenta, y aquella otra, la del noventa, y con Marcha, y consigo misma la semana anterior, y con un anillo semántico enorme que se atraviesa de modo diverso dependiendo de la edad, la pertenencia de clase, la trayectoria política y vital de cada persona.

No digo nada nuevo: hablo de aquella idea que se resume en la frase "el medio es el mensaje", de McLuhan, que aunque parece un poco totalitaria - yo diría, tal vez, que el medio es parte del mensaje- sigue teniendo vigencia o, al menos, yo la paso por el cuerpo cada día que me enfrento a la tarea periodística. ¿Qué supone escribir en Brecha, para Brecha? ¿Qué supondrá escribir para El Observador, para El País? En estos primeros meses de participación activa en el consejo de redacción del semanario esa fue la primera pregunta que me atravesó el cuerpo de modo muy concreto, porque no da lo mismo escribir en un lugar o en otro: es necesario ser conscientes del modo en que ese medio - que elegimos, que nos elige - enmarca nuestras palabras; pero además somos personas haciendo un trabajo colectivo con otras personas -un trabajo que tiene un fin social- y se nos juega, incluso en los elementos inconscientes del lenguaje, una lealtad a los modos de producción concretos en los que estamos involucrados. Tenemos compañeros, editores, colegas, profesores, amigos intelectuales, jefes de redacción; íntimamente, ¿para qué destinatarios escribimos? ¿Con qué personas dialogamos en solitario a la hora de enfrentarnos a la página en blanco? ¿A quién reafirmamos, a quién le contestamos, de quién buscamos burlarnos, a quién preferiríamos darle la razón, a quién queremos seducir? Aunque sea periodismo, es escritura: ¿a quién dirigimos nuestro deseo?

En espacios jerárquicos y cuando está en juego parar la olla es muy difícil hacerse estas preguntas con libertad. Creo que uno de los desafíos es buscar que no se trate solo de hacer “lo que tenemos que hacer”, entendiendo por eso una agenda definida, un tema de la semana, correr de atrás a las agencias nacionales y globales que nos marcan la cancha. Cuando discutimos estas cosas, algunos compañeros hablan de seguir eso llamado “interés periodístico”; hablan de olfato, de procedimientos; utilizan un lenguaje común que a mí se me escurre un poco de entre las manos, pero es notorio que se refieren a formas puntuales de concebir la tarea, aunque no las enuncien de ese modo. Por ejemplo, mi lealtad personal y primera es con el movimiento social y con la militancia independiente de izquierda, y no tengo miedo de decirlo porque entiendo que, aun cuando esa lealtad política no se pronuncie, existe para cualquier periodista, de modo consciente o inconsciente. Con esto no me refiero a "dar para adelante" o a utilizar el periodismo como modo directo de militancia -ahí dejaría de cumplir una de sus funciones, otra vez ética, que es construir una mirada crítica y disputar las subjetividades para conseguir fisurar los pensamientos únicos, cómodos- sino de estar atenta a aquellos debates o informaciones que pueden ser importantes para esos movimientos; pensar, desde la pertenencia, en cómo colaborar con las discusiones, cómo aportar a instalar temáticas fundamentales, cómo ayudar a trazar caminos de relación de los datos, de la información, que expliciten de una manera u otra sus intenciones y no queden atados a un silencio procedimental que, a veces, se vuelve cómplice de una neutralización de los métodos; como si las herramientas técnicas -sí, las herramientas técnicas de la escritura también- no tuvieran una historicidad y no supusieran un contenido en sí mismas. Podríamos decir, con McLuhan (y con Walter Benjamin): las herramientas técnicas que usamos en la escritura son el mensaje, o mejor dicho, son una parte del mensaje.

Nomás elegir los temas que vamos a trabajar nos aleja con contundencia absoluta de cualquier idea de objetividad total; la semana pasada, la antropóloga argentina Rita Segato me decía, en una entrevista, que un antropólogo nunca es objetivo cuando decide qué preguntas va a hacerle a un campo de estudio o cuando determina dónde está el límite de las zonas que va a mapear o iluminar, aunque después de formular esas preguntas su observación sí pueda ser completamente objetiva. La analogía con el periodismo me resulta muy clara porque, aunque no lo pensemos en estos términos, cada vez que hacemos una nota estamos tomando decisiones con respecto a un montón de cuestiones fundamentales para la tarea: ¿qué personas decidimos entrevistar? ¿A quiénes hacemos existir en la prensa, a quiénes les damos voz? ¿De qué temas hablamos? ¿A qué tipo de noticias les damos espacio? En el caso del periodismo cultural, las preguntas están siempre ahí: ¿qué espectáculos reseñamos? ¿Qué autores comentamos? ¿Importa la cultura nacional? ¿Importa la cultura internacional o global? ¿Qué es exactamente eso: se puede, hoy, hablar de fronteras culturales?

En términos de difusión (la prensa cultural también es publicidad de diversos productos artísticos), ¿qué rol cumplimos? ¿Cómo se respeta la pluralidad de abordajes? ¿Hay algo que no deberíamos amplificar por cuestiones éticas? ¿Todo discurso cultural es político?¿Y qué pasa con las políticas culturales? ¿Entran dentro de la sección de Cultura? Y la palabra Cultura, ¿no es demasiado grande para solo ocupar la sección con reflexiones sobre arte? Pero si no es en esa sección, ¿la reflexión estética dónde entra?

Tal vez una de las responsabilidades éticas más importantes de un periodista sea, justamente, la de preguntarse sobre el sentido político de su tarea. Los médicos tienen organismos de contralor por mala praxis; también los docentes y otros muchos profesionales deben dar explicaciones sobre la calidad de su trabajo en espacios de autorregulación. Pero a veces da la sensación de que los periodistas pueden decir y escribir cualquier cosa; que el único contralor real con el que cuentan son ellos mismos y sus colegas, y más en un momento donde el área se enfrenta a una enorme precarización laboral (habría que estudiar el fenómeno y es un tema para otra nota, pero a veces pienso que tal vez sea por eso que cada vez habemos más periodistas y editoras mujeres; no tanto por una verdadera voluntad de pluralidad de género sino porque las mujeres tenemos menos oportunidades y aceptamos peores salarios). Cobrar tan poco dinero por hacer un trabajo social tan importante, que consiste en poner palabra a la realidad, en construirla y verificarla; que implica tender ese puente, netamente político, entre realidad y representación, es un peligro. El modo en que la producción y difusión de la información locales se ha cedido a medios y plataformas internacionales, sin que nadie (ni un solo partido político) se pronuncie o intente ninguna política de restricción o protección al respecto, es obsceno y terrible. Es como si las industrias intelectuales no fueran industrias, como si el trabajo intelectual -para el estado y para el pueblo- hubiera dejado de ser trabajo.

La precarización laboral - y pertenecer a espacios que se encuentran en constantes crisis económicas- nos obliga a pensar mucho más cómo queremos construir nuestra coherencia política, a quién respondemos realmente, cómo resistimos a tentaciones muy diversas que pueden neutralizar la potencia de nuestras voces. La discusión sobre la función y politicidad del periodismo es urgente porque en contextos críticos, barrosos, donde las ideologías están tan desdibujadas y nuestra necesidad de consumo y reproducción de información es cada vez más grande - debemos competir en términos globales- , el supuesto discurso de "objetividad" parece sacarse, raudo y veloz, los problemas de encima. Que el periodismo deba ser objetivo (como idea neta, libre de cualquier cuestionamiento) habilita a que se pueda hacer y decir cualquier cosa, como si la política no pudiera entrar a jugar el partido y el contenido periodístico, por el solo hecho de existir, por el mero acto de enmarcarse en un medio con determinado prestigio, la barriera de un soplido. Es más que eso: ¿cómo juega en ese escenario el corporativismo? ¿Qué supone protegernos como colegas? ¿Supone, necesariamente, nunca cuestionar la actividad periodística de los demás y abroquelarnos en un frente discursivo único con respecto a la función que el periodismo debe tener? Vienen pasando muchas cosas al respecto en el Uruguay; para mí, que vengo de otros ambientes, es muy nueva esa manera de encontrarme con otros profesionales, donde a veces el solo hecho de cuestionar el proceder político de un colega - en los temas que elige, en las preguntas que decide hacerse, en el modo en que quiere o puede cumplir con sus editores o sus jefes, en el modo en que tramita su lealtad profesional, sí, pero también su libido- nos deja en un lugar vulnerable al insulto por parte de otros profesionales del área; nos expone a la acusación solapada de soberbia o de traición.

¿Qué es la libertad de expresión? Asumirla como un enunciado absoluto la vacía de sentido: hay que dar la discusión sobre qué es, estrictamente, lo que eso supone; no para habilitar la censura evidente del estado - por supuesto que no- sino, más bien, para poder pensar qué censuras están activas, de hecho, hoy, en nosotros; censuras vinculadas a no animarse a tomar posturas políticas decisivas a la hora de pensar a quién darle voz, por ejemplo. Qué podemos, qué nos dejan las lógicas de nuestros medios, sí; pero también cuánto nos habilitamos nosotros mismos, cuánto nos autocensuramos y cuánto estamos dispuestos a hacernos cargo de nuestras decisiones sin achacarlas a procedimientos "naturales", "neutrales" o "profesionales".

Eso que queda vivo en el mensaje porque lo escribimos nosotros y no otros; eso del mensaje que no es el medio, eso del mensaje que no son las técnicas, eso que todavía es nuestro; que es hondo y profundo y que es una decisión política y poética dejar aflorar; eso, si trabajamos mucho, llega de algún modo a quien nos lee, y es nuestra voz. Desde la inexperiencia, otra vez, mirando desde la marginalidad del periodismo cultural uruguayo de izquierda una tarea tan amplia e inabarcable que se hace difícil de pensar como un todo; desde este rinconcito ínfimo, igual apuesto a defender esa dimensión de la comunicación, porque es lo que la vuelve, a pesar de todo, tan valiosa. Pensar en la relación que existe y persiste - también el periodismo es un modo de inmortalidad, de detener el maldito devenir que se nos escurre entre las manos y que nunca es noticia- entre nuestra voz y nuestro contexto social; pensar qué le vamos a hacer decir a nuestra voz en nuestro tiempo y en este espacio que habitamos y que nos llama: ese acto, por suerte, nunca es objetivo sino preciosamente subjetivo. Creo que tenemos que volver defender eso; ya es hora.

* Cineasta, escritora, periodista cultural, docente. Militante feminista. Editora de Cultura del Semanario Brecha. Letrista de Falta y Resto.

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