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Esteban Rodríguez Alzueta*

La seguridad: vidriera de la política en el estado neoliberal


Ilustración: El Roto

Sabemos por experiencia propia -y tenemos a toda la década del ‘90 para poner de ejemplo- que los estados débiles no son incompatibles con los estados fuertes. Al contrario, cuando se contrae la mano izquierda del estado se expande la mano derecha. No es casualidad entonces que la seguridad se haya convertido en los últimos años en los países de la región en la mejor pasarela para los políticos, sobre todo para aquellos que se agarran de las pancartas neoliberales. En efecto, como sugirió alguna vez Nils Christie, si los funcionarios no pueden hacer política con el trabajo, porque cierran fábricas y cada vez hay más desocupación y aumenta nuevamente la pobreza y la marginación; si no pueden hacer política con la salud y la educación, puesto que esas áreas se convirtieron en el blanco predilecto de los recortes presupuestarios alentados por los organismos financieros internacionales; si no pueden hacer política con los jubilados, puesto que tienen que encarar una nueva reforma previsional; si no pueden hacer política con la vivienda, porque las tasas se fueron por las nubes y los créditos inmobiliarios se volvieron inaccesibles; si la inflación y la tarifas altas licuaron la capacidad de consumo de los ciudadanos; entonces le quedan muy pocos lugares a los funcionarios para renovar sus credenciales o presentarse como merecedores de votos en el mercado de la política. Uno de los pocos temas que les queda es la seguridad y por eso proponen más policías a cambio de votos. No sólo más policías, sino más penas, más cárceles, crean nuevos delitos, agregan otras figuras a los códigos contravencionales, proponen bajar la edad de punibilidad, aumentan los presupuestos para estas carteras para surtir con más patrulleros y mejores armas a las policías. Todo eso a cambio de votos. No es casual que los candidatos se agarren de la víctima, haciendo política con la desgracia ajena, manipulando el legítimo dolor que tienen las víctimas. De esa manera, el punitivismo de arriba empalma con el punitivismo de abajo, hecho de temor, resentimiento y mucha indignación vecinal. Los candidatos aprendieron que el asesinato de una mujer embarazada en una salidera bancaria tiene la capacidad de no generar divisiones. Más allá de que una sea Blanco, Colorado o partidario del Frente Amplio, viva en una villa o un countrie, todos nos vamos a sorprender diciendo “¡qué barbaridad!”. La víctima tiene la capacidad de generar movimientos de indignación que pueden ser el mejor punto de apoyo para encarar las reformas punitivistas que devalúan la democracia y empujan los países cada vez más a la derecha.

El pasaje del estado social al estado malestar implica un endurecimiento de las políticas punitivas. Cuando el estado se descompromete de la sociedad, y la vida deja de ser el objeto de las políticas públicas, la muerte ocupa su lugar. El estado ya no está para gestionar la vida sino para administrar la muerte, es decir, la vida que no vale, el sobrante social. Porque la “muerte” no es solamente la muerte directa que llega a través de la represión policial (gatillo fácil, torturas y desaparición). “Muerte” también es la muerte indirecta, es decir, todo aquello que crea condiciones para la muerte. Quiero decir, la falta de hospitales o insumos o equipamientos en esos establecimientos o en las salas sanitarias de los barrios, es muerte porque crea condiciones que actualizan la muerte. Por su puesto que no se trata de una muerte espectacular, que llega de un día para el otro. Se trata de una muerte en cámara lenta, intelevisable, una muerte invisible. Una muerte que va calando los huesos de apoco, una muerte que se puede identificar en las estadísticas y en el rostro de las personas.

Los partidarios de las políticas neoliberales encuentran en el punitivismo no sólo la oportunidad de contener a la protesta social sino de regular a la marginalidad. Más aún, el punitivismo, esto es, “la guerra a las drogas” y “la lucha contra delito”, son los artefactos a través de los cuales construyen chivos expiatorios que les permiten recomponer la legitimidad que rifaron con sus políticas económicas. Más aún, a través de estas políticas de pánico moral, cuando las representaciones de los problemas no guardan proporción con lo que realmente sucede, los funcionarios buscan desviar el centro de atención. Se trata de desplazar la cuestión social por la cuestión policial, transformando los problemas sociales en litigios judiciales. Vaya por caso la represión y judicialización de la protesta social. Pero también, la criminalización y regulación de la pobreza.

En efecto, a la pobreza no sólo hay que compartimentarla sino regularla. Cuando la valorización del capital se hace a través de los mercados informales e ilegales, cuando el capital, para optimizar sus costos financieros y recuperar la caída de la cuota de ganancia, necesita de la expansión de los mercados informales y el desarrollo de mercados ilegales, entonces el capital le reclamará a los estados contemporáneos que liberen la violencia. Porque el pasaje de los estados modernos a los estados neoliberales coincide con el pasaje de la monopolización a la desmonopolización de la violencia. La violencia se desmonopoliza no sólo cuando se la terceriza en actores de la sociedad civil (sicariato, pistolerismo, paramilitarismo, autodefensas, vigilantismo, linchamientos, venganza por mano propia, quemas de vivienda, saqueos colectivos, tomas de comisarías, etc.), sino sobre todo cuando los estados licencian a las policías, es decir, cuando exceptúan a los policías de tener que rendir cuentan por sus acciones. No hay capital sin crimen, es decir, el capital encuentra en los ilegalismos un punto de apoyo para seguir valorizándose. No sólo porque provee la mano de obra barata que surte los mercados informales, sino porque capacita una fuerza de trabajo lumpen que mueve los mercados criminales que luego contribuyen a financiar a los mercados informales y las economías en los sectores más pobres. La violencia policial es la mano invisible de los mercados informales e ilegales. Porque esos mercados, como cualquier mercado que opera en la legalidad, necesitan reglas que ordenen sus relaciones de intercambio. A las policías les toca no solo aportar previsibilidad a los negocios sino aportar marcos para resolver las eventuales contradicciones que puedan llegar a suscitarse. Se sabe, un conflicto en los mercados ilegales o informales difícilmente puedan tramitarse ante los tribunales formales. Pero alguien tiene que metabolizarlos. La policía, a través de la violencia, se encargara de ello. No se trata esta vez de una violencia negativa sino productiva, es decir, una violencia que produce un orden, produce subjetividades, identidades vulnerables, produce certidumbres, produce consensos. Hay un costado hegemónico en la violencia policial que tampoco hay que perder de vista.

El estado malestar necesita una policía esquizofrénica, es decir, una policía que esté presente de dos maneras distintas en la sociedad: Allí donde hay viabilidad y capacidad de consumo, los controles policiales tienden a ser rigurosos. Aquí rige la tolerancia cero y el estado de derecho. La policía está para prevenir el delito y prevenir significa demorarse en aquellas conductas colectivas que si bien no constituyen un delito estarían creando las condiciones para que estos tengan lugar.

Pero allí donde no hay viabilidad, donde se asienta la pobreza y la marginalidad, los controles tienden a relajarse. El relajamiento no debe invitarnos a concluir que se trata de controles pacíficos. Al contrario, los controles se vuelven más violentos. Aquí rige la mano dura y el estado de excepción. Es decir, aquí el estado libera a la fuerza de toda forma, carnavaliza la violencia, la descontrola. La policía no está para prevenir el delito, mucho menos para perseguirlo, sino para regularlo. Hay que regular los mercados informales, los mercados ilegales y regular también el delito callejero. El delito predatorio se regula, por un lado, a través de la “liberación de zonas”, es decir, abriendo un campo de entrenamiento para los jóvenes, a los efectos que desarrollen destrezas y habilidades que luego van a ser identificadas por los mercados criminales como recursos productivos. Y por el otro, reclutando esa fuerza de trabajo cualificada que necesitan aquellos mercados ilegales para generar valor. Pero también seleccionados periódicamente contingentes poblacionales para sacarlos de circulación y pasen una temporada en la cárcel donde se produce finalmente el precariado de manera sistemática.

La regulación policial no es un problema de corrupción política. Los ilegalismos no son un accidente, una imperfección más o menos inevitable o una disfunción del sistema, sino un elemento absolutamente positivo del funcionamiento del sistema económico y social actual. La ley no está para ser cumplida. Como nos enseñó Michel Foucault, todo dispositivo legislativo siempre ha reservado espacios protegidos y provechosos en los que la ley puede ser violada, donde otros pueden ignorarla o cumplirla de vez en cuando, y finalmente otros donde las infracciones son sancionadas. La ley no está hecha para impedir tal o cual tipo de comportamiento sino para diferenciar las maneras de eludir la propia ley. Y de eso se ocupa la justicia y la policía, las agencias encargadas de negociar el incumplimiento de la ley. Como dice el refrán: hecha la ley hecha la trampa. Y las trampas no son gratuitas, tienen –como todo- un precio. Pero el enriquecimiento ilícito no es un problema de corrupción. El enriquecimiento existe pero no es una finalidad sino el efecto. Detrás de la regulación policial no hay que buscar el enriquecimiento ilícito ni el financiamiento de la política, sino la contención de la pobreza y la valorización del capital. No hay capital sin crimen.

*Docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes, Argentina. Director del Laboratorio de Estudios Sociales y Culturales sobre violencias urbanas (LESyC) y la revista Cuestiones Criminales. Autor entre otros libros de Temor y control; La máquina de la inseguridad y Vecinocracia: olfato social y linchamientos (de próxima aparición).

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