Foto: Mel Libé
Once I wanted to be the greatest No wind or waterfall could stall me And then came the rush of the flood Stars at night turned deep to dust...
Cat Power, “The Greatest”
Hace un par de años estaba yendo al supermercado, mi cabeza rumiando furiosa después de que algún tipo me siguiera un par de cuadras gritándome cosas. Qué fácil te arruinan hasta una tarea tan sencilla, ir al supermercado. Mientras mi cabeza seguía en eso pasé al lado de un jardín de infantes, y la rabia se convirtió en calma pero también en tristeza: miré a esas niñas jugando y conversando y siendo, siendo para ellas y solo para ellas.
Pensé en cuando yo era niña, antes de que llegara la adolescencia y con ella la mirada masculina (de los hombres en concreto pero de la sociedad entera, también), atravesara todo mi ser, se metiera en todos los recovecos de mi autopercepción, sin ser invitada pero desde ese momento habitante para siempre de mi cabeza y mi cuerpo; un nuevo superyó, que de repente me hacía sentir avergonzada de salir de short, porque me gritaban cosas y me tocaban y eso, de alguna forma, debería de ser mi culpa; me hacía temer caminar por las calles de siempre, y eso también debería de ser mi culpa; me hizo y me hace desperdiciar tanto tiempo y energía mental pensando en mi aspecto, en lo que estaba bien y lo que estaba mal, en avergonzarme de mi cuerpo por la mirada lasciva del otro y al mismo tiempo odiarlo por no ser el cuerpo perfecto que debería tener una mujer, por tener granos y pelos y por ser demasiado grande algunas veces, demasiado escueto otras.
Mi autopercepción nunca volvió a ser mía del todo, ahora había una capa extra, un parásito en mi cerebro. De un día para el otro pasé a ser mujer y ese sencillo hecho me sacó una parte de humanidad, un derecho a, simplemente, existir, sin tener que rendir cuentas a todo el mundo y a mí misma sobre mi género.
La súbita pérdida de autoestima, el despertar sexual y la mirada feminista que me acompañaba de niña (pero no me había preparado para nada para ese momento) fueron una mezcla que llenó mi cuerpo y mi cabeza de culpas mucho más grandes y viejas que yo.
Y así al comenzar los 20, cuando todavía no estábamos en la cresta de esta cuarta ola pero ya se escuchaba un rumor, yo todavía me encontraba haciendo cosas que no quería, rodeándome de gente que no me quería, sintiendo que a la mujer feminista siempre la iba a sofocar la mujer que no se quería a sí misma; que creía en las demás mujeres y sabía muy bien la profunda injusticia con la que cargábamos todas, pero que no encontraba a esas todas en la vida diaria, sino a otras mujeres buscando individualmente, o como mucho en pequeños grupos, la forma de cerrar esa grieta gigante entre quienes somos y quienes la sociedad nos dice que seamos.
Transitar sola ese camino era como sacar con un balde agua de un bote roto; la tentación de darse por vencida iba y venía, aun si mi conciencia no podía ser apagada. Dejé de dar mis opiniones con tanta asertividad y me banqué el estereotipo de feminista desacatada, aun cuando me sentía cada vez más lejos de ser una. Estaba cansada, deprimida, dispuesta a amoldarme y que lo que pensaba se limitara a bullir dentro de mí, sin válvula de escape. Los psicólogos me aconsejaban conseguir trabajo fijo, un novio, eventualmente, hijos: así se me iría de la cabeza tanta disconformidad inútil. Las mujeres de ahora y sus problemas frívolos. A tu edad yo ya tenía un hijo y una casa que mantener, lo que te falta es experiencia de vida.
Bueno, la experiencia de vida vino, pero no en las formas en que querían esos psicólogos, que dejaron de serlo a medida de que yo comenzaba a sentirme más segura y me animaba a tener mis propias certezas. De a poco aprendí a cuidar mejor de mí misma y eso conllevó también cuidar mis ideas, no permitirme ahogarme, o que me ahogaran, en el bote roto. Y al mismo tiempo, de repente amigas mías que siempre se habían burlado amablemente de mis ideas extravagantes empezaron a manifestar opiniones parecidas y que iban más allá; conocí a mujeres –y algunos hombres– que no sólo me hicieron sentir acompañada, sino que me enriquecieron y quiero creer que me hicieron más valiente, también.
Y ahora a los 30 tengo el privilegio de estar en el lugar y el momento correctos, de ver desplegarse esta cuarta ola violeta que, como cualquier movimiento social basado en la empatía y la lucha contra la injusticia, no sólo atiende a sus propios problemas sino que ofrece resistencia, esperanza y dignidad a todos en tiempos en que lo necesitamos desesperadamente.
Sé que nunca volveré a sentirme un ser entero, como cuando era niña. Sigo cediendo en cosas. Sigo cansándome a veces. Sigo castigándome por culpas inventadas. Pero ahora me permito creer que otro mundo es posible, aunque, como yo, esté hecho de retazos y tenga que ser remendado una y otra vez. Porque yo soy un retacito de ese mundo y estoy rodeada de personas igual de empeñadas en no sólo remendar, sino en crear nuevas cosas a partir de lo que ya tenemos (que es tanto, a pesar de lo que siempre nos dijeron).
Y si las que hoy son niñas mañana como mujeres pasen menos incertidumbre y tristeza y sientan que son parte de algo mayor que las protege y las impulsa a participar en el mundo para mejorarlo, todo habrá valido la pena.
* Sol Ferreira es militante feminista, correctora y periodista. Actualmente trabaja en La diaria.