Ilustración: Texturas, Laura Becerra, 2018
Desde hace poco más de una década, en nuestros países se ha popularizado bastante el término “batalla cultural”. Ha pasado a ser, de hecho, casi un término de sentido común. Lo usan los sectores progresistas, pero también la derecha y no está ausente en la izquierda roja. Sin embargo, los dos términos que forman la pareja son problemáticos en sí mismos; y es problemática su relación. Para hacer más compleja la situación, “batalla cultural” es una expresión demasiado ostensiblemente relacionada con otros tres conceptos como para que en algún momento debamos preguntarnos: ¿por qué hablar de batalla cultural, y no batalla de ideas, de ideología o de hegemonía?
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Lo primero que destaca cuando nos sumergimos en el uso habitual que se hace del término “batalla cultural” es el sentido restringido de la cultura que predomina. En muchos casos se emplea indistintamente “batalla cultural” y “batalla de ideas”. Pero más allá de esta eventual sinonimia, el concepto subyacente es el de la cultura en su dimensión simbólica, antes que la cultura en su dimensión práctica o material. De tal cuenta, publicar en las redes sociales un texto o una imagen en favor (o en contra) del aborto sería parte de la batalla cultural, pero ir a una marcha o a una asamblea sería llanamente una acción política. Ya en este punto se observa lo borrosas que resultan las líneas divisorias, en este caso entre cultura y política. Es perfectamente válido, por supuesto, restringir el concepto de cultura a lo simbólico, ¿pero qué hacemos con lo que queda afuera? ¿Cómo catalogamos a las prácticas, las instituciones y las organizaciones no específicamente económicas ni exclusivamente políticas de la sociedad?
Entendida en un plano meramente simbólico, la “batalla cultural” se restringe a combate de ideas y sensibilidades. Se torna, por consiguiente, algo semejante, si no idéntico, a la ideología, o a la lucha ideológica. ¿Por qué hablar de cultura, pues, y no de ideología? Pueden ser meras formas de decir. Términos intercambiables sin demasiadas consecuencias. Pero, habiendo declarado Fukuyma hace treinta años al fin de las ideologías, la renuncia a emplear el término (cuando el objeto de referencia es básicamente el mismo) puede ser un indicio de la hegemonía conservadora en el plano intelectual.
Consolidado como nunca el poder económico del capital, es siempre una tentación buscar alternativas consoladoras. Si la economía es el reino casi exclusivo de las empresas y el empresariado, parece en cambio más factible desafiarlos en el campo cultural. Sin embargo, los límites entre economía y cultura se van tornando borrosos. La cultura misma tiende a convertirse cada vez más en una industria, en un negocio.
Más prosaicamente, cabe advertir un riesgo en el empleo actual de la noción de “batalla cultural”: el riesgo de confundir o reducir la confrontación cultural a eso que se puede llamar “militancia de redes sociales”. A veces el rótulo “batalla cultural” sirve como una tapadera para legitimar una militancia light: la ilusión que podemos militar perfectamente wi fi mediante, conectándonos unos minutos en los ratos libres, sin gran necesidad de tediosas reuniones, polémicas asambleas, agotadoras movilizaciones o peligrosos enfrentamientos con la policía. Es evidente la tentación, dentro de los círculos intelectuales, de emplear la representación “batalla cultural” como legitimación de una práctica en la que se compromete el pensar, pero mucho menos el actuar. En la que poco se “pone el cuerpo”.
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Ahora bien, ¿qué sucede si ampliamos el sentido de cultura, si dejamos de restringirlo a lo simbólico e incorporamos las prácticas y las instituciones? Veamos por ejemplo lo que era la cultura obrera socialdemócrata en la Alemania de principios del siglo XX:
“Literalmente: a comienzos del siglo XX un miembro de la SPD podía asesorarse acerca de cualquier problema legal -no necesariamente laboral- en los gabinetes jurídicos del partido, aprender las primeras letras en una escuela socialdemócrata, aprender las segundas y hasta las terceras letras en una universidad popular socialdemócrata, formarse como cuadro político o sindical en una academia socialdemócrata, no leer otra cosa que diarios, revistas y libros salidos de las excelentes imprentas socialdemócratas, discutir esas lecturas comunes con compañeros de partido o sindicato en cualquiera de los locales socialdemócratas, comer comida puntualmente distribuida por una cooperativa socialdemócrata, hacer ejercicio físico en los gimnasios o en las asociaciones ciclistas socialdemócratas, cantar en un coro socialdemócrata, tomar copas y jugar a cartas en una taberna socialdemócrata, cocinar según las recetas regularmente recomendadas en la oportuna sección hogareña de la revista socialdemócrata para mujeres de familias trabajadoras dirigida por Clara Zetkin. Y llegada la postrera hora, ser diligentemente enterrado gracias a los Servicios de la Sociedad Funeraria Socialdemócrata, con la música de la Internacional convenientemente interpretada por alguna banda socialdemócrata.” (Antoni Domenech, El eclipse de la fraternidad, Barcelona, Crítica, 2004, p. 149).
Sin duda se trata de un caso extremo, pero en modo alguno inusual. Sin ir más lejos, en Argentina y Uruguay también el movimiento obrero socialista y anarquista de esa época desarrolló su propio entramado contra-cultural, con grupos de teatro, clubes sociales, picnics recreativos, cooperativas de consumidores, orquestas filarmónicas, mutuales, equipos de fútbol, bibliotecas populares, etc. Todo esto conformaba un entramado cultural que, sin estar tajantemente separado de la lucha económica (encabezada sobre todo por los sindicatos) o de la lucha específicamente política (por ejemplo parlamentaria), evidentemente era irreductible a lo político o lo económico y, por ende, bien podemos denominar cultural.
Pues bien, basta un simple contraste temporal para notar cómo el capital ha colonizado antiguos espacios de autonomía y creatividad populares. Cómo ha mercantilizado actividades antes no mercantilizadas. Cómo ha convertido a casi todo en un negocio real o potencial.
Desde luego, a comienzos del siglo XX la “industria cultural” estaba apenas naciendo, y la ciudadanía era incluso en los países con algún barniz democrático mucho más restringida que en la actualidad. Ello hacía que las clases dominantes tuvieran por entonces menos necesidad de (y menos capacidad para) conquistar las corazones y las mentes en pos de mayorías electorales. La sorda compulsión de lo económico bastaba normalmente para asegurar pasividad y obediencia, en tanto que la política era de hecho y de derecho privilegio de elites. Sin embargo, aunque la ampliación de la democracia implica necesariamente la necesidad de “llegar” políticamente a sectores que, cuando no votaban, podían ser ignorados o considerados meramente desde una perspectiva policial, sería equivocado concebir la colonización cultural que desarrolla el capital como una simple estrategia política. Estrategia hay, desde luego. Pero opera también una causalidad más profunda, que excede largamente a la voluntad política de individuos u organizaciones con una gran conciencia de clase empresarial. Se trata ni más ni menos que de la dinámica puramente económica que surge de las dispersas y moleculares acciones de los capitales individuales en búsqueda de ganancia. A medida que los viejos nichos de negocio se saturan, el capital busca nuevos ámbitos de inversión. Así, gradualmente, la cultura se va convirtiendo en negocio. Hace ya mucho tiempo que el fútbol, por poner un ejemplo, sin dejar de ser un deporte, es básicamente un negocio. Y en el fútbol, cada vez más, las necesidades de la ganancia se imponen a la lógica del juego. Las tendencias privatizadoras en la educación de los últimos lustros van en el mismo sentido: convertir en un nuevo espacio rentable un ámbito, al menos en Argentina y Uruguay, tradicionalmente sustraído al mercado y que operaba con criterios diferentes que los de la lógica empresarial. Y así podríamos seguir. El capital tiende a colonizar la cultura incluso sin proponérselo de manera expresa por razones políticas. Lo empuja a ello su propia naturaleza económica.
Y aquí cobra especial relevancia la dimensión práctica, institucional incluso, de la cultura. Porque el capital ha expandido su dominio a áreas en las que los trabajadores solían poseer cierta auto-organización y autonomía. Y, anótese y subráyese, lo ha hecho sin que casi nos diéramos cuenta. Para muestra basta un botón: las familias ya no organizan colectivamente los cumpleaños infantiles; ahora le pagan a un pelotero. Pero si este ejemplo puede provocar una mueca irónica -como diciendo “es verdad, pero no es tan grave”- podemos traer a colación ejemplos más estimulantes. Pensemos por ejemplo en el mundo académico. No hay dudas de que está cada vez más mercantilizado. Y la mercantilización, además de convertir cuando menos algunas universidades en un nicho de inversiones en busca de ganancia, reproduce cada vez más el patrón cultural (no sólo la lógica económica) del capital. Y para agravar el panorama hay que decir que incluso en las universidades públicas se expanden los criterios mercantiles.
Ahora bien, no es infrecuente que se vea como una acción de “batalla cultural” el dictado de un seminario arancelado sobre alguna teoría sumamente crítica de la sociedad contemporánea en los marcos de nuestro meritocrático sistema universitario. Y pocas veces nos hacemos la incómoda pregunta: en tales casos, ¿qué pesa más? ¿El discurso crítico desarrollado? ¿O la reproducción de prácticas mercantiles y meritocráticas? ¿El decir o el hacer?
Si ampliamos el sentido de cultura, la batalla cultural nos debe llevar a reflexionar no sólo sobre las ideas, sino sobre las prácticas. Perfectamente podemos reproducir prácticas fundamentalmente capitalistas odiando al capitalismo. En un punto esto es inevitable: el trabajo asalariado es inherente al capitalismo y sería imposible, sin romper con él, que el conjunto de los obreros dejara de ser asalariado. Pero no todo es blanco o negro. Dentro de los marcos del capitalismo, por ejemplo, se puede practicar deportes como parte de un negocio privado, o bajo formas auto-gestivas por parte de los interesados e interesadas. En fin, y sobreabundando: cultura no tiene que ver sólo con lo que pensamos, sino también con lo que hacemos. Si reducimos la batalla cultural a simple batalla de ideas, habremos perdido la mitad del campo sin siquiera haberlo disputado. Y desde esta perspectiva podemos ver cómo la mismísima expansión económica del capital -al convertirnos a todos y todas en frenéticos consumidores, en dóciles víctimas de la publicidad, en ingenuos usuarios de cuanto nuevo producto se nos ofrezca- genera su propia cultura como forma de vida.
Resumiendo, una confrontación real en el plano de la cultura implica disputar no sólo en torno a representaciones y sensibilidades, sino también en torno a prácticas sociales, estilos de vida y formas de organización colectiva de diverso tipo. Si hemos de contraponer la solidaridad a la competencia, el diálogo a la descalificación, lo colectivo a lo individual, lo común a lo privado, la auto-realización al consumo, los “fines en sí mismos” a los “medios instrumentales”, etc., deberemos tener presente que estas contraposiciones no son sólo intelectuales, sin muy fuertemente prácticas.
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“Batalla cultural”, se dice. ¿Pero no es acaso la cultura un campo de batalla? Las culturas no son homogéneas y siempre hay en ellas pujas y tensiones. Las sociedades contemporáneas son cada vez más multiculturales e incluso plurinacionales, lo reconozcan o no las autoridades de los estados nacionales empeñadas, contra toda evidencia, en afirmar que en su territorio sólo hay una nación. Buscar la homogeneidad cultural es un anhelo reaccionario. La cultura es, sin dudas, un campo de tensiones y de conflictos. Pero, ¿es un campo de batalla? Literalmente, no siempre lo es. “Batalla cultural” es un término metafórico. ¿Pero es una buena metáfora? No estoy del todo seguro. Como mínimo, habría que advertir sobre un peligro: concebir a la cultura como una guerra puede llevar a un uso puramente instrumental, en términos políticos, de los bienes culturales y de sus productores y productoras. Así por ejemplo, podríamos rechazar una gran obra literaria porque no simpatizamos con las ideas políticas de su autor. O podríamos tender a aplanar los conceptos para que sean más eficientes en la puja política, en la que hay que decidir para actuar, y ello lleva a polarizar, a simplificar, a perder matiz. O podríamos caer en la eterna tentación se acallar críticas para “no hacerle el juego al enemigo”, olvidando que el mejor servicio intelectual que se puede brindar a una causa política revolucionaria o al menos democrática (a diferencia de los proyectos autoritarios) es la autocrítica. La producción intelectual o artística suele perder potencia y originalidad cuando se auto-subordina a exigencias políticas. Y hay que tener en cuenta, como alguna ves recordara Perry Anderson, que a diferencia de lo que sucede en los campos político o militar -en los que siempre es recomendable golpear al adversario en sus flancos más débiles- en las controversias intelectuales sólo se vence cuando se ha sometido al adversario en su punto más fuerte.
La metáfora bélica, pues, tiene tanto de orientadora como de desorientadora. Con los recaudos del caso, con todo, podemos seguir pensando en términos de “batalla cultural”.
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“Batalla cultural”, pero, ¿de qué sirve ganar una batalla si se ha perdido la guerra? Tanto en sentido literal como metafórico la batalla remite a una parcialidad; la guerra a la totalidad. Desde luego, para el posmodernismo que niega por principio la idea de totalidad la distinción ni siquiera tiene sentido. Pero, en este terreno al menos, la actitud posmodernista, si se me permite la metáfora, se asemeja al avestruz que mete la cabeza bajo tierra ante un peligro. Querer enfrentar al sistema capitalista sólo con innúmeras, dispersas, discontinuas, diversas y descoordinadas batallas es, en el fondo, aceptar que no hay un más allá del capitalismo. Lo cual es una clara muestra de la hegemonía del capital. ¿Pero no estábamos hablando de cultura? Por supuesto. Pero así como las batallas son sólo una parte de la guerra, la cultura es sólo una parte de la hegemonía (mal que les pese a algunos teóricos contemporáneos).
Ambivalencias al margen (que no viene al caso explorar aquí), Gramsci no siempre consideraba a la hegemonía como el momento consensual, en oposición al momento de la violencia. Al menos tan importante como la anterior es su concepción de la hegemonía como combinación de fuerza y consentimiento. Como totalidad, la hegemonía para Gramsci incluía cuatro componentes: político, cultural, económico y militar. Esta visión amplia es lo que hacía que Gramsci pensara la hegemonía como una hegemonía de clase. Reducido a su mínima expresión el análisis era el siguiente: más allá de todas sus posibles variantes específicas, una moderna sociedad industrial sólo puede organizarse por medio de empresas privadas capitalistas o por medio de formas colectivistas de propiedad. La primer forma corresponde a la burguesía, la segunda al proletariado. La pequeña propiedad no puede ser el sustento principal del desarrollo económico moderno: siempre irá a la saga de la gran producción socializada. Por consiguiente, no encarna un modelo de organización social general, sino una situación residual. Puede marchar junto con la propiedad capitalista o con la propiedad estatal o cooperativa, pero nunca dominará la economía. Siendo imposible la hegemonía pequeñoburguesa (entiéndase: la hegemonía en su sentido total; no la hegemonía en cuanto un partido pequeñoburgués obtuviera una mayoría electoral), sólo el proletariado y la burguesía, el capitalismo y el socialismo, podían establecer hegemonía. Desde esta óptica, sin el proyecto de superar al capitalismo es imposible constituir otra hegemonía diferente a la capitalista. A lo sumo se puede socavarla profundizando una crisis social.
Ahora bien, una parte muy considerable de las teorías actuales de la hegemonía la reducen a lo político y lo cultural. Las cuatro patas sobre las que se sostenía el concepto de Gramsci se han reducido a sólo dos. Pero, como sucede con las mesas, resulta difícil que tal concepto se sostenga con firmeza apoyado únicamente sobre dos pies.
Por esta vía tambaleante, la aparición de la expresión “batalla cultural” viene asociada muchas veces a concepciones reduccionistas de la hegemonía (limitada a la política y la cultura), en el sobreentendido -implícito antes que explícito- que no resulta posible desafiar ni erradicar la economía capitalista, y que cuanto menos se hable del poder militar mejor. Reducciones de este tipo han proporcionado sustento intelectual a proyectos políticos con capacidad para constituir mayorías electorales “progresistas”. Pero la hegemonía del capital no está amenazada.
Por otra parte, es obvio, desaparecidas las amenazas revolucionarias, la presión que siente la clase dominante para hacer concesiones a las clases explotadas y oprimidas se reduce. Mitologías al margen, el poder de clase del capital se ha acentuado enormemente en las últimas décadas, en desmedro tanto de trabajadores y pequeños productores, como también del Estado en tanto que agente económico. Que hoy en día casi todos los estados del mundo posean deudas que superan el valor de sus activos nos habla a las claras de quiénes son los acreedores: no otros estados, sino individuos y grupos privados. En tanto al menos en el plano intelectual no se logre instalar una mirada condenatoria al capital como tal (antes que a sus formas más “salvajes” en particular”) y cierta expectativa en la posibilidad de una ordenación social alternativa, la hegemonía del capital está garantizada.
Quienes se lancen a la “batalla cultural” sin tener esto en cuenta corren el riesgo de marchar desarmados y desarmadas. O incluso peor: de combatir, sin darse cuenta, en el bando equivocado.
*Historiador, investigador y docente de la Universidad de Comahue, Neuquén, Argentina.