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Jean-Pierre Garnier

Las Ciencias Sociales desde una perspectiva postcapitalista: ¿una puerta abierta a la ciencia-ficció


Ilustración: Ícaro, Sebastián Santana.

“Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo.”[1] Así se expresaba, en un artículo publicado en New Left Review y titulado “The Future of the City”, el geógrafo urbano estadounidense Frederic Jameson.

Las palabras de este teórico que crítica la noción de « post-modernidad » — en realidad, un pseudo-concepto — y lo que ésta encubre (esto es, básicamente, la entrada en ese mundo que el filósofo marxista esloveno Slavoj Zizek ha calificado como “post-político”[2]) son un buen punto de partida. ¿Para ir adónde? A lo mejor a ningún sitio, a un callejón sin salida, si se consolida la actual coyuntura socio-política tanto a nivel nacional como internacional.

El “callejón sin salida” responde a un problema que es, a la vez, ideológico y político: nadie desea hoy, por supuesto, el primer término de esa alternativa (el fin del mundo); pero tampoco son muchos los que quieren el segundo (el fin del capitalismo), aunque no falten las proclamas de distintos líderes, periodistas y académicos progresistas contra el “capitalismo neo-liberal financiarizado y globalizado”. En realidad, lo que denuncian no es el capitalismo en sí, sino sólo su versión neo-liberal. Para comprobar que esto es así, basta con analizar sus modelos o propuestas alternativas. Los programas de los partidos políticos de la izquierda llamada radical — como Podemos en España o los insoumis en Francia - o los centenares de artículos del mensual ciudadanista francés Le Monde Diplomatique ofrecen buenos ejemplos de los límites ideológicos del anticapitalismo que profesan (por no hablar de su práctica). El “otro mundo posible” que reivindican y del que se reivindican es otro mundo capitalista: un mundo capitalista bajo otra forma pero no un mundo sin capitalismo. Lo que critican del capitalismo es solamente la irracionalidad de su funcionamiento y la inmoralidad de sus excesos, no el hecho de que este modo de producción sea un modo de explotación de los seres humanos (o de la mayoría de ellos) y del medio ambiente. El mismo vocabulario de esos adversarios del neo-liberalismo refleja el carácter “moderado” de sus ambiciones y reivindicaciones: las palabras burguesía, proletariado, explotación, lucha de clases, revolución, socialismo, comunismo, etc. han desaparecido o están en vías de hacerlo; los vocablos que las han reemplazado son cada vez más consensuales: “el común”, por ejemplo, como lo veremos, ese concepto nuevo o reformulado que tiene hoy mucho éxito entre los militantes ciudadanistas y entre los marxistas o libertarios de cátedra.

La mayoría de los investigadores en ciencias sociales, incluyendo aquéllos que, en los años 70, confiaron en que su trabajo teórico podía contribuir a cambiar no sólo LA sociedad sino también DE sociedad, piensan ahora que esta finalidad ya no tiene razón de ser. Cuando el siglo XXI estaba todavía en su principio, el historiador Gérard Noiriel, por ejemplo, muy representativo e influyente en lo que queda de la intelligentsia de izquierda francesa, mostraba a sus pares y lectores el mismo camino que había cogido el filósofo estadounidense Richard Rorty, uno de los mayores representantes del pensamiento pragmático: “Ya que la democracia es hoy día nuestro único horizonte de espera, saquemos conclusiones”[3]. ¿Qué conclusiones? Vamos a ver que éstas se inscriben en la renuncia general a imaginar un “más allá” del capitalismo. Para G. Noiriel y sus pares, ya pasó el tiempo de los teóricos revolucionarios que estuvieron “animados por la esperanza de que la ruptura que deseaban introducir en el orden del conocimiento iba a trastornar el orden del mundo”[4]. Esta ilusión idealista fue, pese a todo, compartida por muchos investigadores que, como Noiriel, alardearon de materialismo histórico pero que, tanto hoy como ayer, parecen olvidar lo que un editorialista de Le Monde Diplomatique recordaba con ironía a los “radicales de papel”: “Es más fácil cambiar el orden de las palabras que el orden de las cosas”[5].

Una investigación paradójica

Aun si admitiésemos que el epíteto “post-capitalista” — como el de “post-moderno” — pudiese ser válido para alguna definición, sería interesante plantearse si escogerlo para definir un tipo de sociedad diferente de aquella que conocemos y aguantamos no es, de por sí, significativo. ¿No es un dato relevante que no se encuentre una palabra positiva para definir una sociedad que no sea capitalista? ¿Quizás esta incapacidad semántica refleja una incapacidad conceptual (y por lo tanto, política) para definir… lo que es realmente el capitalismo? Esto permitiría entender por qué, como veremos, muchas de las medidas y soluciones que se presentan como no capitalistas resultan perfectamente compatibles con un capitalismo “reformado”, “renovado”, “enmendado”, “civilizado”, etc.

Parece claro que los fracasos y traiciones de los ideales de emancipación colectiva en el curso del siglo pasado podrían explicar el abandono del lenguaje que les correspondía. No obstante, esto no parece una razón suficiente. Diríase que es más bien una coartada para evitar parecer “extremista” y escapar a las críticas y preguntas molestas que desencadenarían posturas francamente anticapitalistas que adoptasen un léxico coherente. Sin embargo, una postura de este tipo parece más que justificada. El capitalismo ha tenido y sigue teniendo efectos desastrosos, quizá hoy más que nunca, ya que ha conseguido aparejar sus importantes innovaciones y perfeccionamientos técnico-científicos a niveles de regresión social (intelectual, ética, política) y destrucción ecológica nunca vistos. Véanse, por ejemplo, el sin número de masacres y atrocidades de las diversas guerras desatadas desde los últimos años del siglo XX por el imperialismo estadounidense y sus aliados o por yihadistas interpuestos (Yugoslavia, Afganistán, Irak, Libia, Siria…), que materializan y concretan con claridad, si se puede decir así, la barbarie que Rosa Luxemburg planteaba como alternativa al socialismo. En otras palabras, no faltan los motivos para querer acabar con este modo de producción que resulta ser cada vez más un modo de destrucción tanto de la Humanidad como de la Naturaleza. ¿De dónde entonces proviene esta dificultad para pensar un nuevo modo de producción? (Esta pregunta no tiene sentido, desde luego, para quienes tienen intereses en la permanencia del modo existente): ¿Falta de imaginación o de deseo? ¿Temor a lo desconocido? ¿Miedo a la violencia? ¿Mezcla de desánimo y resignación, fruto de una impotencia política que se traduciría en impotencia creativa? ¿O sencillamente, frivolidad y cobardía, ausencia de voluntad de romper realmente con el capitalismo?

En contra de lo que precede, se puede evocar la tradición del “socialismo utópico” (primer socialismo, protosocialismo) seguido por el socialismo libertario de aquellos pensadores que, en siglo XIX, bajo la influencia de un movimiento obrero en pleno auge, elaboraron modelos que supuestamente demostraban la posibilidad de que los seres humanos viviesen en el “mejor de los mundos”. Frente a ellos, surgieron los partidarios de un “socialismo científico” de inspiración marxista que criticaban esas ilusiones y sueños “idealistas” pero que estaban igualmente convencidos de que el “más allá” no se encontraría en el cielo sino en la Tierra, con el advenimiento del comunismo. Instruidos hoy por el curso de la historia, sabemos que, dejando a un lado las discrepancias teóricas que las enfrentaban, estas dos corrientes compartían un mismo irrealismo, con la diferencia de que el “retorno al realismo” de los segundos desembocó en la instauración de un capitalismo de Estado que, lejos de abrir la vía hacía algún socialismo, se transmutó en un capitalismo mixto, es decir semi-privado, en Rusia, en China, Vietnam o Cuba.

Tras ello, en los partidos, organizaciones y círculos políticos de lo que se llamaba la extrema izquierda, se multiplicaron las investigaciones, análisis y diagnósticos para extraer lecciones de todas estas experiencias históricas más o menos negativas de un “socialismo real” nunca realizado. Mientras que unos se centraban sobre bases renovadas los problemas de organización, de estrategia y de alianzas de clases con vistas a la toma del poder, otros iban en busca de una nueva definición de lo que podría ser una sociedad no capitalista. Pero estas dos series de cuestiones estaban dialécticamente vinculadas, ya que los dirigentes, militantes y teóricos que alardeaban de anticapitalismo habían entendido por fin que la manera de tomar el poder desempeñaba papel determinante en el tipo de poder que se va a ejercer, y viceversa. Sin embargo, desde el último tercio del siglo pasado, los ámbitos políticos de la extrema izquierda ya no son los únicos que se preocupan de estas cuestiones. Ahora son también el objeto de investigadores en ciencias sociales, lo que, a primera vista, puede parecer una inusitada paradoja.

Quien esté mínimamente al tanto de la historia de las ciencias sociales sabe que fueron creadas o apoyadas por el Estado no precisamente para salir del capitalismo ni, dicho de otro modo, para “hacer la revolución”. Por el contrario, desde su aparición a mediados del siglo XIX, fueron concebidas y puestas en práctica para preservar y consolidar, directamente o no, el orden capitalista, que estaba amenazado en aquella época por el movimiento obrero (huelgas, motines, sublevaciones, insurrecciones, revoluciones…), el famoso “espectro” de la lucha de clases que, activado por el recuerdo de la gran Revolución francesa, “atormentaba a Europa” según Karl Marx y Friedrich Engels. ¿Cómo se podía fortalecer el orden social? No por la represión, sino a través de reformas. ¡Reformas que, a menudo, fueron presentadas por la propaganda gubernamental como “revolucionarias”! Como planteaba el teórico y militante comunista italiano Antonio Gramsci, la hegemonía burguesa se basa, en primer lugar, en el consentimiento de los dominados y, sólo en última instancia, en la coacción. En otras palabras, las ciencias sociales no fueron concebidas para hacer la revolución pero sí fueron útiles, y lo siguen siendo (incluso imprescindibles), para hacer reformas en el marco de la reproducción de las relaciones de producción, un proceso que Karl Marx fue el primero en descubrir y analizar con un enfoque materialista, aunque fuese después el sociólogo y filósofo Henri Lefebvre quien lo conceptualizase con mayor profundidad[6].

Sin entrar en los detalles y complejas implicaciones del concepto de reproducción de las relaciones de producción, sí interesa saber al menos que el desarrollo y los cambios del capital como relación social obedecen a una dialéctica entre lo invariante y lo nuevo: este modo de producción no puede sobrevivir sin transformarse, y ello en todas las esferas de la vida social. En el ámbito político, el Primer ministro francés Georges Pompidou, por ejemplo, entendió muy bien esta dinámica. En su campaña electoral de 1969, para complacer tanto al electorado conservador como al progresista, eligió como eslogan “El cambio en la continuidad”. ¿Qué se debe cambiar, por qué y cómo, para que el sistema capitalista pueda sobrevivir a sus crisis (crisis que, por otro lado, forman parte de su proceso normal en condiciones no “reguladas”)? Las ciencias sociales son precisamente las encargadas de proporcionar respuestas a los gestores del sistema capitalista aunque siempre bajo una condición: que esta finalidad quede oculta, que no sea evidente.

No obstante, hubo en Francia un periodo breve que precedió y siguió a los acontecimientos de Mayo del 68, en el que esta función normalizadora de las ciencias sociales fue puesta en tela de juicio por filósofos como Michel Foucault, Jacques Derrida o Gilles Deleuze, etc., sociólogos como Henri Lefebvre, Pierre Bourdieu, Jean Baudrillard, René Lourau, etc. y antropólogos como Maurice Godelier, Emmanuel Terray, etc. En particular, Pierre Bourdieu desveló que la razón de ser profunda de las ciencias sociales era “racionalizar” la dominación, en los dos sentidos del término: hacerla más eficiente, en el plano práctico, a través de innovaciones institucionales y técnicas, y en el plano ideológico, hacerla más aceptable (y aceptada, e incluso invisible) a través de discursos de acompañamiento[7].

Es conocido que estas corrientes críticas en la ciencias sociales, incluidos los estudios urbanos marxistas[8], fueron “recuperadas” e incluso favorecidas por las autoridades estatales después de Mayo del 68. Primero fue el gobierno de Jacques Chaban-Delmas, primer ministro de la derecha modernista, quien enmarcó su acción en la promoción de una “nueva sociedad”; después, formó parte de la “sociedad liberal avanzada” pretendida por el presidente de la República Valéry Giscard d’Estaing. De hecho, en ambos casos, una de las condiciones para renovar la dominación burguesa consistía en renovar las ciencias sociales. Los dirigentes políticos deben enfrentar contradicciones, crisis y conflictos y, para ello, deben contar con la “luz” que aportan investigaciones e investigadores que sepan analizarlos, descubrir sus factores explicativos y proponer vías que si no sirven para resolver problemas, por lo menos son útiles para lidiar con ellos. Para ello, una posición crítica respecto al mundo social es más productiva que una posición apologética[9]. Los situacionistas forjaron un concepto para definir esta función pseudo-subversiva al servicio del orden: la “crítica integrada”.

El “común” contra el comunismo: un paso adelante en la regresión

En este contexto, cabe preguntarse si las ciencias sociales tienen o podrían tener la facultad (no en el sentido de una habilitación jurídica, por supuesto, sino de una competencia intelectual, política y también ética) de elaborar modelos de sociedad no capitalistas, como lo presupone el tema de este texto. Se podría responder afirmativamente si tomásemos al pie de la letra los discursos escritos u orales de un conjunto de investigadores en ciencias sociales especializados en el estudio de un nuevo fenómeno social: las experiencias colectivas locales llevadas a cabo por gentes que quieren “vivir de otra forma” sin esperar un cambio general de sociedad. Son ya incontables las investigaciones sobre este tema realizadas por sociólogos, antropólogos, historiadores, geógrafos o politólogos, y financiadas por los poderes públicos.

Según estos especialistas académicos, la multiplicación en el curso de las últimas décadas de las experiencias de “vida alternativa” da prueba, aunque aún sean minoritarias, de la entrada paso a paso en un mundo post-capitalista.

Sin embargo, cuando los proyectos de investigación tratan de esos “modos de vida alternativos”, los investigadores olvidan o fingen no saber que, sea cual sea el campo social de aplicación de éstos y a pesar de que se sitúen a menudo al margen de relaciones capitalistas, su desarrollo se produce en el seno de una sociedad que sigue siendo capitalista — aunque se la llame “economía de mercado” o de otras formas. Y esto vale para todas las experiencias colectivas que rompen con la lógica económica o institucional dominante, como es el caso de ciertas cooperativas agrícolas, artesanales o industriales; las “escuelas paralelas”; los centros socio-culturales autoorganizados o los “huertos compartidos”. En un periodo en que, mientras prosiguen las reformas neo-liberales que desmantelan poco a poco el “Estado de bienestar” (recortes en los presupuestos públicos, privatización de los servicios y equipamientos públicos…), la precariedad, el empobrecimiento y la marginación se vuelven la regla para un número creciente de gente, estas formas de “supervivencia autogestionada” vienen muy bien. En realidad, más allá de las palabras “rebeldes” de sus promotores y de algunos disturbios locales que su puesta en marcha ha podido provocar algunas veces en materia de orden público, no sólo no ponen en tela de juicio el funcionamiento concreto del capitalismo al cual queda sometida la casi totalidad de la población, sino que resultan perfectamente compatibles e incluso complementarias con él.

Sin embargo, en el plano ideológico, hace falta otorgar a estas experiencias un carácter subversivo e incluso revolucionario. Así, por un lado, se complace a los activistas comprometidos en ellas en nombre de ideales libertarios o anarquistas; y, por otro lado, se les disuade (a ellos y a quienes rechacen el modo de vida impuesto por “el mercado”) de la necesidad de reanudar con luchas que tengan por objetivo superar el modo de producción capitalista, esto es, que tengan el comunismo como horizonte. Me refiero, desde luego, al comunismo tal como Marx lo definió, no a las falsificaciones que sirvieron para legitimar diversas versiones del capitalismo estatal, como lo apuntaron desde principios del siglo pasado algunos teóricos y militantes marxistas disidentes, como por ejemplo los partidarios de un comunismo de consejos (Anton Pannokoek, Anton Ciliga, Otto Rühle, Paul Mattick, Karl Korsch…) o libertario (Carlo Cafiero, Errico Malatesta, Sébastien Faure…). El sociólogo y filósofo marxista Henri Lefebvre propuso una fórmula adecuada para resumir lo que debería significar el comunismo: “abolición del trabajo asalariado, destrucción del Estado, autogobierno generalizado.”[10] ¡Una de las más extremistas visiones de futuro! Por suerte, contra esta perspectiva insoportable, las ciencias sociales han reactivado y reactualizado un concepto antiguo que tiene bastante éxito hoy en los medios de la izquierda “radical”: “el común”.

De hecho, desde principios de este siglo, “el común” es objeto de numerosas teorizaciones, tanto en Francia como en otros países. Pero los expertos universitarios en radicalidad que se ocupan de este asunto suelen tener como característica… común el no comprometerse nunca en ninguna acción práctica contra el orden establecido, salvo, desde luego, la “práctica teórica” (en referencia a un concepto fraguado por el filósofo Louis Althusser[11]). Dos de esos expertos en Francia, un filósofo y un sociólogo, postulan en un “ensayo sobre la revolución del siglo XXI” el advenimiento del “común” como ideal de sustitución al comunismo de antaño. Un “principio que se impone hoy día como un concepto central de la alternativa política para el siglo XXI”[12]. En su calidad de típicos mandarines universitarios seguros del poder de las palabras, para ellos es el concepto el que “se impone”, y no el pegajoso discurso de los agentes de esta imposición. Para recalcar “el carácter decisivo de este paradigma”, los dos autores no se andan con chiquitas:

Este concepto traba la lucha anticapitalista y de la ecología política por la reivindicación de los comunes contra las nuevas formas de apropiación privada y estatal; articula las luchas prácticas con las investigaciones sobre el gobierno colectivo de los recursos naturales o informacionales; designa formas democráticas nuevas que ambicionan tomar el relevo de la representación política y del monopolio de los partidos.

¡Ni más, ni menos!

Así pues, desenterrada del barro de la sociedad rural precapitalista antes de que sus territorios fueran totalmente privatizados por los terratenientes, la noción del “común” brilla como una verdadera pepita de oro conceptual a ojos de los teóricos de izquierdas necesitados de ideas. Se ha vuelto el concepto consensual por excelencia: los negristas[13], los ciudadanistas, los altercapitalistas, los radicales de campus, los “alternativos” de toda ralea que han hecho del “común” su palabra fetiche. Este nuevo imperativo categórico tiene la ventaja de no molestar a nadie y de servir a todo el mundo con la perspectiva de una revolución soft que no les quitará el sueño a los burgueses ni incitará a los neo-pequeños burgueses a despertarse.

Se sabe que el significado original de la mayoría de los conceptos del vocabulario progresista, como “comunismo” pero también “socialismo”, “democracia” o “república”, han sido objeto de desviación y reapropiación por partidos, gobiernos y regímenes que no tenían nada que ver con la emancipación, salvo por antinomia. Sin embargo, para algunos ideólogos del orden establecido que están en la onda del “común”, eso no es un motivo para dejar de usarlos. “Podríamos abandonar estos términos e inventar otros nuevos, por supuesto — escribe, por ejemplo, Michael Hardt, teórico literario y filósofo político estadounidense —, pero perderíamos también la larga historia de luchas, sueños y aspiraciones que están vinculados a ellos. Creo que es mejor luchar por estos conceptos en sí mismos para restaurar o renovar su significado”[14] … y, sobre todo, aderezar éste con la salsa del “común”, como hace el propio M. Hardt cuando plantea la posibilidad y la necesidad de “reclamar lo común en el comunismo”, además de vaciar éste de su contenido anticapitalista, como se puede comprobar viendo las irrisorias implicaciones prácticas de esta innovación teórica.

A diferencia del difunto comunismo, cuyo espectro, según Marx y Engels, iba a atormentar Europa en el siglo XIX, no haría falta una “nueva Santa Alianza” para acosar al “común”. Dejando a un lado que ésta ya existe en distintas formas económicas, políticas o militares (para Europa, entre otras, la “Troïka” y, para “Occidente”, la OTAN) y que está demasiado ocupada en enfrentar otras urgencias, la promoción del “común” no es para nada susceptible de inquietar seriamente a los poderes establecidos. Por cierto que, en su tarea de refundación teórica, los dos turiferarios ya mencionados, P. Dardot y Ch. Laval, rodeados por una sarta de consejeros titulados, nos anuncian, ya desde la introducción del libro citado arriba que “la emergencia de una manera nueva de contestar el capitalismo, incluso de enfocar su superación”, en pocas palabras, “la posibilidad de un trastorno político radical”.

Sin embargo, todos aquellos a los que este preámbulo ofensivo hubiere podido asustar han debido sentirse sosegados en el transcurso de la lectura de los capítulos siguientes y finalmente habrán suspirado de alivio al ver confirmado, a la vuelta de un párrafo, en un “post scriptum sobre la revolución en el siglo XXI”, lo que las consideraciones precedentes dejaban ya vislumbrar en medio de un galimatías de especiosos razonamientos y citas descontextualizadas, a saber, que, en contradicción con lo que planteaban en la introducción del libro, “en razón de su carácter de principio político, lo común no constituye un nuevo modo de producción”. Los autores precisan además que “la primacía del común no implica por lo tanto la supresión de la propiedad privada, a fortiori no impone la supresión del mercado, sino limitarlo, subordinarlo a los imperativos sociales y ecológicos”[15]. ¿Cómo imaginar un mercado sin ley del valor, sin que ésta determine los precios (en particular, el precio de la fuerza de trabajo, convertida — como todo lo demás — en mercancía), sin separación del productor del producto de su trabajo y, por tanto, sin alienación de los trabajadores? ¡Un “mercado cívico” controlado por éstos es un absurdo teórico que, sin duda, regocijaría a Warren Buffet, Bernard Arnault y otros miembros del top ten de los capitalistas más destacados!

¿Es necesario apuntar la incompatibilidad total de esta visión ecuménica con el pensamiento marxista — y, en general, con la lucha contra el capitalismo — según el cual salir del capitalismo implicaba la supresión — progresiva o no — de la propiedad privada de los medios de producción y de intercambio (incluidos los financieros) y del mercado? ¡“Subordinar éstos a los comunes” se realizaría de una manera pacífica! Ya no se trata de “expropiar a los expropiadores”, como preconizaba Marx y luego los anarco-sindicalistas, sino de ganarlos para este nuevo santo y seña, con quizás excepción del “1%” al que los manifestantes neo-pequeños burgueses de Occupy Wall Street habían reducido (un poco rápidamente) los efectivos de la clase poseedora, sin contar a sus aliados de la clase intermedia.

Por el momento, dejo la última palabra a Enzo Traverso, historiador de las ideas de Europa contemporánea y ex-militante trotskista de la Liga Comunista Revolucionaria, que está finalizando tranquilamente su carrera académica en EEUUA, en la prestigiosa Universidad Cornell (privada). En un ensayo donde se pregunta “dónde se han metido los intelectuales”, profetiza a modo de conclusión que “ya no habrá revolución en el siglo XXI sino las revoluciones de los bienes comunes que hace falta salvar de la reificación mercantil”[16].

Desaparecen, por lo tanto, los enfrentamientos con los poseedores, sus representantes y sus “fuerzas del orden”. “El común” tiene el don, en efecto, de incluir todo lo que es o debe ser común o volverse común a la comunidad de los humanos. La división en clases de la sociedad capitalista, los antagonismos y conflictos que resultan de ésta quedan borrados como por milagro (un poco como cuando el directorio del capitalismo globalizado y sus portavoces mediáticos evocan la llamada “comunidad internacional” a escala planetaria) y, por consiguiente, ya se acabó la necesidad del comunismo. ¡Paso libre a la comunión! Después de los infames comunistas, llega el tiempo bendito de los neo-comulgantes!

De la autogestión a la autosugestión

En ciertos círculos “radicales” o pretendidamente radicales, alentado por sociólogos y antropólogos de “lo cotidiano”[17], se ha vuelto de buen tono defender o promover una visión centrada en el presente sin intentar hacer castillos en el aire a propósito del futuro. La lucha para una reapropiación colectiva del espacio urbano, por ejemplo, debe empezar “aquí y ahora” sin preocuparse de estrategias a largo plazo, es decir sin saber si esto llevará a que afloje el dominio general del capitalismo sobre la ciudad. A golpe de ocupaciones y requisiciones de locales vacíos (viviendas, talleres, almacenes...), se albergarán familias sin hogar y refugiados con o sin papeles, se practicará la ayuda gratuita a los deberes escolares, se dispondrán cocinas colectivas y talleres alimentados con productos recuperados y se organizarán actividades festivas para ganarse al vecindario. Mientras tanto, el resto de los habitantes seguirán viéndose privados de su propia experiencia cotidiana de la ciudad y ésta quedará totalmente sometida a la lógica de la ganancia. Todo el mundo sabe que, de hecho, el famoso “derecho a la cuidad” es hoy más exclusivo y excluyente que nunca, y que esto seguirá siendo así hasta que los poseedores del suelo y de todos los medios de producción del espacio urbano sean expropiados — lo que, lógicamente, no se producirá sin una resistencia violenta por su parte —, y a condición de que, además, no sean sustituidos por una capa de burócratas que escapen de todo control popular, como ya ocurrió bajo los regímenes del socialismo estatal.

La negación a considerar el futuro va a la par con la negación de la política, es decir del cuestionamiento efectivo de la dominación burguesa sobre el espacio urbano apoyada por las categorías superiores de la pequeña burguesía intelectual, representantes electos y tecnócratas locales a la cabeza. La apertura de algunos ocupas “alternativos” y de “centros sociales autogestionados” sería por sí sola el indicio precursor y prometedor de un movimiento general contrarrestando la urbanización del capital. “¡Temblad ciudades sin almas: nuevos invasores están entre vosotros!”, exclama por ejemplo en un periódico de la prensa alternativa un adepto de esta reconquista urbana por abajo, celebrando de una manera lúdica la creación de algunos lugares de este tipo en el antiguo “cinturón rojo” (el antiguo suburbio obrero y comunista) de París.

Sin embargo, mientras este activismo de lo inmediato florece en algunos intersticios del territorio urbano provisionalmente desatendidos por los intereses inmobiliarios, la “gentrificación” de los últimos barrios populares sigue su curso sin mayores problemas, para beneficio de los promotores y los poderes públicos sostenidos por ellos. Todo esto quiere decir que los verdaderos “nuevos invasores” no son ésos con los que algunos les encanta fantasear sino, por una parte, los capitalistas inmobiliarios con sus “grandes proyectos de regeneración del tejido urbano”, esto es, multinacionales como Bouygues, Vinci o Effage, por ejemplo, que se reparten las áreas de territorio urbano que les regalan las municipalidades; y, por otra parte, los “gentrificadores”, neologismo supuestamente científico e importado del Reino Unido que sirve para no nombrar a los neo-pequeños burgueses que, en búsqueda de amenidades urbanas pero incapacitados para establecerse en el corazón mismo de las metrópolis por lo elevado de los precios de la vivienda, colonizan los antiguos barrios populares ubicados en la proximidad de las ciudades centrales.

A pesar de todo, varios charlatanes diplomados persisten en contar historias al presentar estas experiencias colectivas como el germen de una alternativa que prefigura la ciudad post-capitalista: el sociólogo francés Pascal Nicolas-Le Strat, por ejemplo, otro ideólogo destacado del “común”, conocido por su lenguaje rebuscado y pedante dirigido a impresionar al lector o al oyente y que toma el lugar de “análisis concretos de situaciones concretas” (Lenin) para extraer nuevas potencialidades sociales. Vale la pena saber algo, en particular, de su teoría de la “urbanidad intersticial”, típica de la contribución de las ciencias sociales al confusionismo y a las ilusiones acerca del fomento de una “sociedad diferente”.

En razón de su estatuto provisional e incierto, los intersticios dejan adivinar o entrever un proceso diferente de provisional e incierto de fabricación de la ciudad, abierto colaborativo, reactivo y transversal. Nos recuerdan que la sociedad no coincide nunca perfectamente con ella misma y que su desarrollo deja atrás numerosas hipótesis que no han sido todavía exploradas.

El intersticio constituye sin duda uno de los espacios privilegiados donde las cuestiones reprimidas consiguen hacerse escuchar, donde ciertas hipótesis recusadas por el modelo dominante manifiestan su actualidad, donde numerosos futuros minoritarios, obstaculizados, bloqueados, demuestran su vitalidad. En este sentido, la experiencia intersticial representa la metáfora perfecta de lo que puede ser el movimiento del antagonismo y de la contradicción en la ciudad post-fordista: un movimiento que se afirma a medida que experimenta, que sube en intensidad gracias a las modalidades de vida y de deseo que libera, que se pone a la altura de lo que es susceptible de inventar y crear”[18].

Lo que sí se inventa y crea es, a decir verdad, discursos puramente retóricos sin ningún impacto concreto sobre la evolución de las ciudades.

Es probable que, a falta de inscribirse en una estrategia de reconquista popular de los territorios urbanizados, estos espacios autogestionados correrán, pronto o tarde, la misma suerte de los que los han precedido: su erradicación por las “fuerzas del orden”, su integración como espacios de consumo cultural de moda o su autodisolución por agotamiento de sus participantes. Por ello, por útiles y simpáticas que sean, cabe dudar que estas experiencias de autonomía, puntuales y minoritarias respecto a las leyes del mercado y las instituciones del Estado, sean capaces de amenazar realmente el poder de éste y el dominio de esas sobre los ciudadanos de las clases populares.

De una manera más general, estos lugares de experimentación social colectiva desempeñan un papel semejante al del llamado “tercer sector” por los expertos en “economía social” en los años 1960, pero sin el apoyo de las instituciones estatales. No hacen más que poner en práctica los preceptos de la llamada “revolución molecular” que, abogada por el filósofo Gilles Deleuze y el psicoanalista-filósofo Félix Guattari, gozó de su hora de gloria entre una parte de la intelligentsia francesa después de Mayo del 68, al tiempo que los “contestatarios” neo-pequeños burgueses se volvían más comedidos. Supuestamente, dicha revolución molecular permitiría evitar una verdadera revolución al subvertir desde el interior y de una manera suave, por lo tanto sin dolor, el orden establecido[19]. “¡Espacios infinitos se abren a la autonomía!” era el eslogan de éxito en la época tanto entre los ultra-izquierdistas bastante sosegados, como en los círculos de reflexión de la llamada “segunda izquierda” francesa, partidaria de un “socialismo realista” y a la búsqueda de una respuesta “societal” a la cuestión social[20].

Más cerca de nuestros días, el filósofo y sociólogo libertario irlandés John Holloway recogió de nuevo la antorcha al proponer una teorización inscrita en una estrategia supuestamente “anticapitalista” en la que bastaba que cada uno no se doblegase demasiado a las normas de vida capitalista para zafarse de tener que reflexionar y actuar en la perspectiva de una revolución. “El mundo está lleno de rebeldías anticapitalistas”, dice J. Holloway y añade: “el anticapitalismo es la cosa más común del mundo, para nada sirve soñar con una revolución anticapitalista”[21], la cual, según él, “sería sólo otro giro elitista en los esquemas de la dominación.” ¡Cómo si las revoluciones venideras no pudiesen reproducirse sino según el modelo leninista del partido de vanguardia!

A pesar de ser erróneo e incluso engañoso, el razonamiento de J. Holloway merece atención porque no carece de originalidad. Así, se puede leer que, si el capitalismo está en crisis, no es debido a las contradicciones propias de este modo producción llegado a la fase de la acumulación flexible y financiarizada, sino porque “nosotros no intensificamos nuestra subordinación a su regla en grado suficiente para que funcione correctamente”. ¡Así de sencillo! La humanidad, según J. Holloway, no sería suficientemente dócil para doblegarse a las exigencias del “siempre más, siempre más rápido”. Queda fuera de la agenda “postcapitalista”, por lo tanto, la sobreexplotación de los mineros chinos o de las obreras textiles de Bangladesh sometidos a presiones que remiten al capitalismo más salvaje del siglo XIX y que sus esporádicas revueltas no consiguen siquiera aliviar; fuera de la agenda, también, en nuestros territorios “occidentales”, las decenas de miles de “trabajadores desplazados” que aceptan sin protestar condiciones de empleo que, si se quieren nombrar adecuadamente, obligan a retomar la expresión que parecía obsoleta de “esclavitud asalariada”; fuera de la agenda asimismo, entre el conjunto de las clases populares todavía no sometidas al mínimo vital, todos aquéllos a los que mueve un deseo desenfrenado de consumir excitado por multitud de artefactos de las nuevas tecnologías de la “información y comunicación” (en realidad, propaganda y publicidad); en fin, fuera de la agenda igualmente, en el plano político, el desaliento y la resignación que están en el origen de la despolitización y la pasividad de la mayoría de las víctimas del neoliberalismo, con la excepción de la gente tentada por el voto-desahogo en favor de partidos populistas de la derecha radical o por la participación en algunos estallidos de “indignación” colectiva sin futuro. ¡Entérense bien: todos ellos resisten! Diríase que J. Holloway nunca puso un pie en una agencia bancaria, en un centro comercial o… en un departamento universitario, aunque sea de ciencias sociales y humanidades. Y eso que J. Holloway reside y… “resiste” en México como catedrático en una universidad de Puebla, donde el conformismo, lo mismo que en nuestras tierras europeas, ya sea en el campo de la producción o del consumo (producción y consumo de palabras, en el caso de las universidades), es el comportamiento más extendido. Pero poco importa: “Nosotros somos la crisis del capitalismo, somos la crisis del sistema que lleva a nuestra destrucción. Nosotros somos la crisis del capitalismo y de eso deberíamos enorgullecernos”[22].

Viendo estas autoproclamaciones triunfalistas y un tanto narcisistas, cabe preguntarse si el “elitismo” que se reprochaba a las minorías vanguardistas bolcheviques, maoístas o castristas de antaño no conoce hoy una nueva forma entre aquellos que lo denunciaban. Bajo la triple bandera del “rechazo”, de la “resistencia” y del “derecho a la diferencia”, éstos presentan sus “experimentaciones alternativas”, minoritarias ellas también (salvo que integren los nuevos modos…y modas de consumo cultural, como es el caso de las luchas “societales” que no toman el capitalismo como blanco: ecológicas, feministas, homosexuales, antirracistas…), al igual que otras tantas “brechas” abiertas en la lógica propia del capitalismo[23]. A su manera, sin darse cuenta, desde luego, y, si así fuese, aún menos sin admitirlo, constituyen una élite que pretende que las masas, como se decía antaño, le sigan, adoptando su modelo inédito de subversión.

Eso es, en todo caso, lo que J. Holloway deja entender:

Hay sólo dos vías de salida de la crisis. Una es aceptar las exigencias del capital e inclinarse ante sus reglas, sabiendo que siempre pedirá más, que la próxima crisis llegará enseguida y que la vía capitalista es la de la autodestrucción humana. El otro camino es el del rechazo de la dinámica capitalista, de la construcción de maneras de hacer diferentes, de otros modos de conectarse unos a otros. Estamos siempre abriendo este tipo de brechas pero la cuestión realmente es saber cómo estas maneras diferentes de hacer pueden alcanzar fuerza suficiente para perforar el capital.

Este “nosotros” que vuelve sin cesar (“nosotros somos la crisis del capitalismo”, “nosotros deberíamos enorgullecernos”…) es sintomático de un discurso egocéntrico, casi un monólogo, proveniente de una fracción radicalizada porque está frustrada en sus aspiraciones y ambiciones de elevarse por encima de sus posibilidades socio-históricas de pequeña burguesía intelectual. Como siempre, esta clase erige en norma universal su ética y las prácticas que de ella se derivan, obviando las determinaciones socio-económicas e ideológicas que explican que no encuentren eco más allá de los círculos — por no decir ghettos — de los jóvenes “rebeldes” que han hecho suyo, en una versión “radical”, el eslogan electoral del antiguo Presidente de la República francesa, François Hollande: “El cambio es ahora”… y la revolución, declarada sospechosa de dar luz a nuevas formas de dominación, es una vez más enviada a las calendas griegas. Sin duda, se trata una toma de posición bastante paradójica: imaginarse viviendo ya en un mundo post-capitalista en el seno una sociedad capitalista, ¡cómo si se pudiese salir del capitalismo sin acabar con él!

Hacia el planeta ciudadano

Dado que, como observó el sociólogo Henri Lefebvre, “una paradoja es frecuentemente una contradicción no percibida”, hace falta buscar la contradicción escondida en el corazón de esta visión — por no decir mito — de una sociedad post-capitalista en gestación compatible con la supervivencia del capitalismo. Esta contradicción radica en la posición y en la función estructuralmente contradictorias de la clase que comparte esta visión, la pequeña burguesía intelectual. Sus tareas de mediación entre dominantes y dominados (concepción, organización, control, formación) en la división social del trabajo hace de ésta, como demostró el sociólogo Pierre Bourdieu, un “agente dominado de la dominación”. Sin embargo, esta situación objetiva es bastante difícil de vivir subjetivamente para la gente que alardea de progresismo o incluso de “radicalidad”. Tener conciencia de ser a la vez dominado por la burguesía y dominante con respeto al proletariado provoca, tanto individualmente como colectivamente, un malestar existencial difícil de soportar para la mayor parte de los miembros de esta clase que están comprometidos con la izquierda. A menos que recurran a los costosos servicios de un psicoanalista, en general, prefieren permanecer en la inconsciencia de ese ambiguo papel social, negar su existencia y refugiarse en la negación o en lo que el filósofo existencialista Jean-Paul Sartre llamaba la “mala fe”. De hecho, profesionalmente, el neo-pequeño burgués progresista puede hacer las tareas sociales que su clase tiene encomendadas sólo si ignora lo que él mismo es socialmente. Con otras palabras, puede asumirlas, en el sentido de cumplirlas, sólo si no las asume, en el sentido de aceptarlas. Esto explica por qué, en lo que a las ciencias sociales se refiere, las soluciones alternativas “postcapitalistas”, teóricas o prácticas, elaboradas y propuestas por sociólogos, antropólogos, geógrafos, historiadores, politólogos y, en general, diplomados universitarios no son anticapitalistas sino “altercapitalistas”. Para definir este fenómeno, una escritora surrealista[24] y un académico post-situacionista[25] hablan de “subversión subvencionada”.

Por ejemplo, la mayoría de los universitarios, por no decir todos, nunca ponen en tela de juicio la institución que los emplea ni la división capitalista del trabajo que ésta contribuye a reproducir y que hace de los intelectuales profesionales una fracción de clase separada de las otras por poseer el monopolio de la inteligencia, la cultura y el saber, en particular el saber de la inteligibilidad del mundo social, a expensas de las clases dominadas y explotadas. Para los más progresistas, el sistema universitario puede y debe ser “democratizado”, pero pensar en reemplazarlo por formas igualitarias de formación permanece en el campo de lo inimaginable. Aparentemente, estamos hoy muy lejos de la experiencia llevada en Francia después de Mayo del 68, cuando, aprovechando la “contestación” del orden establecido por parte de estudiantes e intelectuales, se creó, en el bosque de Vincennes, al Este de la capital, un “Centro universitario experimental”, más conocido como París VIII. No hacía falta tener el bachillerato para ingresar y las notas fueron suprimidas. Muchos de sus profesores estaban entre los más reputados en materia de crítica social y abogaban en favor de las desaparición de las “grandes escuelas, selectivas y elitistas”, y otros daban clases en plazas o jardines de la capital, en grandes almacenes o en estaciones de metro.

Sin embargo, cabe apuntar que esta “utopía realista y realizada” (como la llamaban sus iniciadores) duró sólo una decena de años (1969-1980) y, sobre todo, que ya estaba en vías de normalización avanzada cuando un gobierno más derechista que los anteriores decidió poner fin a la experiencia, haciendo derribar durante las vacaciones del verano los edificios construidos por esta universidad autogestionada y trasladando clases, profesores y estudiantes a un suburbio obrero ubicado al Norte de París. Es más, en ningún momento, ni siquiera al principio, los profesores, incluidos los de verbo más anticonformista, que teorizaban sobre la “deconstrucción de las instituciones”, pusieron en tela de juicio la razón de ser de la institución universitaria. Quizás el contenido y la organización de los cursos rompían con la tradición, pero tanto su lógica de funcionamiento interno (más “mandarinal” que nunca, lo que incitaba a los profesores/investigadores a tratar de ascender lo más rápidamente posible en el escalafón) como su finalidad (la fabricación de una élite intelectual) escaparon a la “contestación”.

Por otro lado, en la revista Les temps modernes, animada en aquella época por Jean-Paul Sartre, un artículo de François George, profesor de filosofía y miembro del comité de redacción[26], armó un escándalo entre la intelligentsia de izquierda francesa del momento al poner de manifiesto el carácter jerárquico, incluso casi feudal, de la relación de ésta con las clases populares y también entre sus propios miembros. Según el autor, los intelectuales forman una “casta” o una “corporación” que, “aunque invoca la conexión con las masas”, como hacían los universitarios maoístas, “terminarán definiendo un proyecto fundamentalmente contra-revolucionario”[27]. Ahondando en su argumentación, F. George llegaba a afirmar que “la famosa revolución científica y técnica, dejará de ser la coartada de una nueva clase dominante”, o sea, la pequeña burguesía intelectual, “y será juzgada [subrayado por él] por la verdadera revolución”, la revolución proletaria. Para precisar y completar su propósito, F. George añadía que, en un periodo revolucionario donde el movimiento popular quebrante el conjunto de los pilares del orden establecido, “todo el mundo se pone a pensar, incluso los que no tenían el hábito, aquéllos a quienes les estaba prohibido o eran reputados como incapaces de hacerlo: los obreros, las mujeres, los jóvenes”, y llegaba a esta conclusión tajante: “La colectivización del pensamiento hará de los intelectuales gente sin empleo”. De todo esto surgen dos preguntas. La primera es un tabú; la segunda, un sacrilegio.

La primera, que remite a la paradoja, esto es a la contradicción antes apuntada, es: ¿cuál puede ser la legitimidad de la visión de una sociedad postcapitalista elaborada por expertos en ciencias sociales cuya existencia depende, precisamente, de la permanencia del modo de producción capitalista? Ya conocemos la retorcida respuesta que ellos mismos dan: hacer creer (o tratar de hacer creer) que las soluciones “alternativas” que proponen participan ya del postcapitalismo. Entre las muchas situaciones en que se pretende concretar de forma empírica una problemática científica, se puede escoger otro ejemplo que permite ilustrar muy bien este subterfugio: la creación, por parte de gentes comprometidas en la puesta en práctica de “otra manera de vivir”, de comunidades locales autoorganizadas que pretenden ser el inicio de un proceso progresivo y progresista de reapropiación colectiva general y “desde abajo” de lo cotidiano.

En un libro que tuvo bastante éxito tanto entre los militantes de la izquierda “radical” como entre geógrafos, antropólogos y sociólogos, Jérôme Baschet, un historiador que navega entre la EHESS (École des Hautes Études en Sciences Sociales de París) y el Estado de Chiapas en México, teoriza un nuevo modelo de sociedad inspirado por los revolucionarios zapatistas[28]. Contra lo que cabría imaginar, no se trata de exponer recetas revolucionarias del siglo XXI, sino de explorar, a partir de la experiencia zapatista, “vías alternativas para la elaboración práctica de nuevas formas de vida” en “un mundo liberado del capitalismo”. Para J. Baschet, lo que importa es el resultado, no el proceso: realizar una “utopía socio-espacial” al margen y, si fuese posible, fuera de la sociedad. Por eso, deja de lado el hecho de que la revolución zapatista tiene que ver con la lucha armada, una necesidad debida, según él, a la especificidad del contexto político mexicano. En las “democracias” europeas, no haría falta tener que enfrentarse al Estado y sus fuerzas represivas. Bastaría “contornarlo” espacialmente y “eludirlo” socialmente. La transformación del mundo empezaría con la “creación de espacios liberados” por gentes que se hubieran previamente ellas mismas “liberado de los condicionamientos de la sociedad capitalista” (consumismo, publicidad, productivismo, obsolescencia programada, etc.). Luego, esta “transformación personal” se propagaría a los miembros de “micro-colectivos” autoorganizados a “escalas cada vez más extensas”[29]. La ambición de J. Baschet es, sin embargo, modesta: se contentaría con un “5% a 10% de espacio liberado” en el territorio francés. A la burguesía y sus representantes políticos les correspondería entonces juzgar la compatibilidad sistémica de esta idea con el reino de la explotación y de la dominación capitalista extendido al resto del espacio nacional, algo que quizás también forme parte de los “posibles” que tanto gustan a J. Baschet y otros “subversivos” del mismo pelaje.

Este tipo de reflexión teórica sobre la salida del capitalismo tiene éxito en la esfera “radical” porque el autor da un toque científico a una ilusión compartida: creer que el Estado, el garante de la reproducción de las relaciones de producción capitalistas, dejará tranquilamente que se desarrollen iniciativas colectivas de cualquier tipo que podrían amenazar realmente la estabilidad de este sistema social. Por poco que rebase los límites de configuraciones minúsculas, cualquiera actividad de producción o de distribución se encontrará enmarcada, sometida a la relación salarial y al mercado. A este respecto, la evolución de las cooperativas hacia la forma de la empresa es ejemplar.

En realidad, la organización política de comunidades autónomas federadas que se harían cargo de los servicios de salud, educación, justicia y policía, además de la producción y del consumo, esto es, de la base económica tanto del nuevo sistema social como del antiguo (lo que corresponde más o menos al horizonte comunista), es totalmente incompatible con el modo de producción capitalista y la permanencia del Estado, salvo que el funcionamiento de los centros de trabajo se conciba, no según el principio de autoorganización y democracia directa, sino en el marco de la llamada “democracia participativa” donde los dominados participan a su propia dominación. En otras palabras, un control realmente democrático, es decir, popular de todas las actividades económicas implicaría que todos los que sacan provecho de ellas, ya sea en lo que respecta al haber, al saber o al poder, deberían ser expropiados previamente de su apropiación privativa, ya sea privada o estatal. Se trata, por consiguiente, de una dura confrontación que no tendría nada de pacífico. El subtítulo del libro de J. Baschet Adiós al capitalismo es Autonomía, sociedad del buen vivir y multiplicidad de mundos. No cabe duda que, para hacer o rehacer un mundo capitalista, hace falta de todo, incluso micro-sociedades que se postulen postcapitalistas y que se integren en él. ¡Así son, de hecho, los ámbitos ya existentes de la economía informal y los del crimen, y en nada molestan a la producción oficial de la ganancia! Por ello, en lugar de “adiós” al capitalismo, parece más adecuado un simple “hasta la vista”, ya que, a final, la impresión después de leer este libro y otros textos con la misma orientación “moderada” no es precisamente la de haber dejado el capitalismo.

“Hasta que no se pruebe lo contrario, el capitalismo no permite la existencia en su seno de ‘gérmenes’, de ‘fragmentos’ de una formación social que tenga como vocación subvertir los fundamentos de las relaciones existentes”[30]. Ésa es la gran diferencia con el auge de la sociedad burguesa dentro del orden feudal y luego dentro del Antiguo Régimen.

La transformación radical de la sociedad actual no puede ser el resultado de un proceso progresivo y acumulativo de creación de “espacios liberados”. Por la dinámica de su potencia, el capitalismo tiene la capacidad de ganar todos los espacios, absorber e integrar, tolerar y controlar todos los “fragmentos” que puedan construirse en su seno.

El autor de este juicio totalmente opuesto al enfoque de J. Baschet, no es un historiador ni siquiera un investigador en ciencias sociales, sino un ensayista y militante marxista-libertario. A lo largo de las últimas décadas, Charles Reeve[31] ha recorrido, por un lado, parte del mundo para participar en movimientos populares autoorganizados y, por otro, parte de la historia para analizar los momentos en los que aquéllos han desembocado en formas de autogobierno (Revolución francesa, Comuna de París, revolución alemana de los consejos de 1918-1920, revolución anarquista española de 1936-1937, “revolución de los claveles” portuguesa de 1975…). Sus dos ejes de investigación son complementarios entre sí e indisociablemente teóricos y políticos: el rechazo de la delegación de poder y la democracia directa. Se trata además de dos ejes poco definidos en las ciencias sociales, al punto incluso de no ser considerados como científicos. ¿Por quién? No es difícil adivinarlo. Por los mismos que piensan que tienen conferida una competencia particular no sólo para contribuir al “cambio social”, tarea clásica asignada por el Estado a los investigadores, sino también para ayudar a la “transformación del mundo”, como Marx ordenaba a los filósofos de su época. Aquí surge la pregunta sacrílega a la que aludí más arriba: ¿podría el Estado ponerse al servicio de la revolución y sus servidores titulados trabajaran a favor de su propia desaparición como casta poseedora del monopolio del conocimiento sobre la sociedad?

Claro que no se trata de iniciar de nuevo el debate (tan viejo como dichas ciencias) acerca de la compatibilidad entre “lo Político y lo Científico”. Pero sí vale la pena discutir si la competencia que se otorgan los investigadores en ciencias sociales en tanto que tales les autoriza a intervenir directamente en el ámbito político para definir lo que sería una sociedad post-capitalista y, además, ignorar o incluso descartar lo que no corresponde a su visión de especialistas en estas ciencias. Esto lleva lógicamente a presumir que, paralelamente a la “crítica integrada” que se limita en tomar como blanco sólo la versión neo-liberal del capitalismo, existen “alternativas integradas” con un carácter análogo, en el sentido que dejarían intactos los rasgos fundamentales del capitalismo, es decir la explotación económica, la dominación política y el acondicionamiento ideológico, y, por lo tanto, la estructura clasista de la sociedad. Dicho de otro modo y más claramente, el “post-capitalismo” no sería otra cosa que una nueva forma de capitalismo, un capitalismo renovado, en resumen un “neo-capitalismo” de una nueva generación[32]. Queda por saber en qué consistiría su novedad. La respuesta cabe en una sola palabra: la sociedad post-capitalista no será socialista ni comunista y aún menos libertaria, sino “ciudadanista”.

A diferencia del neo-capitalismo de la post-guerra en Europa, esta novedad no será de carácter económico sino político. O más bien post-político. Al leer o escuchar los discursos académicos que tratan de ella, en efecto, la sociedad postcapitalista sería ya una sociedad sin clases, compuesta solamente de “ciudadanos”. Ciertas palabras han desaparecido del vocabulario: “burguesía”, “trabajadores”, “explotación”, “dominación”, “enajenación”, “represión”... Lo mismo pasa con “enfrentamiento”, “sublevamiento”, “insurrección”, “lucha” y a fortiori “clase”. ¡Debates, si! ¡Combates, no!

El proletariado, por su parte, ha sido declarado extinguido y su lugar como personaje colectivo a movilizar se ha visto ocupado por una nebulosa de sujetos y subjetividades a cuya reunión llaman “la gente”; “los más”, “los de abajo”, “el 99%”, “la multitud”, “los muchos”, etc.”[34]

La transición se desarrollaría en un ambiente de pacificación general. Ya no habría intereses opuestos ni antagonismos irreductibles. Las discrepancias, superficiales, serían la excepción; el acuerdo, profundo, la regla. “Los ‘movimientos sociales’, ajenos e incluso hostiles a cualquier cosa que evoque la lucha de clases”, agregarían individuos sin pertenencia de clase (como postula la ideología burguesa más tradicional), individuos que “se unirían para luchar pasándoselo bien y a los que tarde o temprano se invitará a participar, es decir a ser partícipes de su propia dominación”[35]. Así pues, por la magia de las ciencias sociales y con una dominante de Derecho (es decir, derechista), la sociedad postcapitalista se dibujaría como un disneyland de “ciudadanos”, criaturas fantasmáticas cuya identidad sería definida por su dependencia del Estado.

Esta visión consensual y encantadora contrasta con las imágenes que habitualmente evocaban el derrumbe de la sociedad capitalista y el parto de una sociedad socialista cuando no comunista. La realidad del mundo actual, donde la violencia no deja de aumentar en todos los planos, a todas las escalas y bajo las formas más diversas, hace que este modelo post-capitalista parezca una ficción. ¿Quiénes son los “soñadores”? ¿Los que hacen la apuesta de una salida suave y sin dolor del capitalismo o los que prevén una transición “llena de ruido y de furor”? ¿Cómo se puede imaginar la eclosión de una sociedad post-capitalista sin un trastorno político y social, sin una reestructuración drástica, por no decir un desmantelamiento parcial, de las industrias, de la gran distribución, de los medios de comunicación de masas, de los aparatos judiciales y represivos, de las administraciones y, desde luego, del sistema escolar, desde la escuela primaria hasta la universidad, así como, en el campo de la planificación urbana, sin medidas como la expropiación de los empresarios y de los banqueros, la extensión al conjunto del territorio de la propiedad pública del suelo, la requisición de las viviendas vacías, la reconversión de muchos edificios de oficinas y locales comerciales para nuevos usos y usuarios, etc.?[36]

En la convocatoria de este coloquio, parece haberse olvidado que “los modelos teorizados y en algún momento construidos de sociedades socialistas, comunistas y libertarias, así como las propuestas utópicas que se han realizado en el pasado” no sólo lo fueron fuera de las instituciones del capital sino, además, contra éstas, a través de duras y a menudo violentas luchas de clases. En consecuencia, podría inferirse que los “modelos nuevos” que se puedan imaginar “a partir de la situación económica y social estructural de la actual fase tardocapitalista” se elaborarán también de este modo conflictivo, y no en el apaciguado entorno de los recintos universitarios… a menos que estén ocupados por estudiantes y profesores solidarios con un pueblo movilizado en un mismo combate emancipador contra la clase dominante. Como recordaba el historiador y teórico anarquista Miguel Amorós,

Cuando las víctimas del capitalismo decidan adaptar la vida a condiciones humanas controladas por todos y pongan en pie sus contrainstituciones, entonces será el momento de los programas transformadores y de las verdaderas experiencias autónomas que restituirán los equilibrios sociales y naturales y reconstruirán las comunidades sobre bases libres. Una sociedad libertaria solamente podrá realizarse mediante una revolución libertaria.[37]

He empezado con una cita de un geógrafo marxista estadounidense. Para resumir mi conclusión — provisional, espero —, terminaré con una cita de otro marxista académico, esta vez inglés: el historiador Perry Anderson, un autor conocido en Francia pero mal visto por algunos por la posición escéptica — yo diría lúcida — a propósito del papel de los intelectuales de izquierda contemporáneos que ha expresado en dos libros y varios artículos de la revista New Left Review que él mismo dirigía[38]. En uno de esos textos publicado en el año 2000, hacía un balance bastante negativo del pensamiento progresista de las últimas décadas del siglo XX: “Por primera vez desde la Reforma, en el pensamiento occidental ya no hay oposiciones significativas — es decir, una visión del mundo rival de la dominante”[39]. 18 años después, este diagnóstico me parece aún vigente.

Jean-Pierre Garnier, sociólogo urbano francés, es autor de varios libros y numerosos artículos a partir de su experiencia profesional de investigador y de su compromiso político anticapitalista. Entre sus temas de predilección se encuentran la violencia urbana y los engaños de la pseudo-izquierda.

Notas

1. Jameson, 2003.

2. Zizek, 2004; Zizek 2005.

3. Noiriel, 2003.

4. Ibid.

5. Rimbert, 2011.

6. Lefebvre, 1973.

7. Bourdieu, 1981.

8. Garnier, 1977.

9. Garnier, 2007.

10. Lefebvre, 1978.

11. A propósito de este autor, se puede leer un libro del historiador marxista inglés Edward P. Thomson: Miseria de la teoría. Contra Althusser y el marxismo anti-humanista. En este libelo grueso (¡más de 360 páginas sin contar las notas!) y chistoso, escrito en el 1979, Thomson se revela como un polemista violento. Su blanco es el marxismo académico como “opio de la pequeña burguesía intelectual que trata de encanallarse en la extrema izquierda”.

12. Dardot y Laval, 2015.

13. Negrista: seguidor del filósofo post-marxista italiano Antonio Negri.

14. Hardt, 2016.

15. Dardot y Laval, op. cit.

16. Traverso, 2013.

17. Maffesoli, 1979.

18. Nicolas-Le Strat, 2007.

19. Guattari, 1977.

20. “Societal”: término cada vez más utilizado en Francia en lugar de “social” en los discursos dominantes sobre el mundo social. Este calificativo se refiere a los contactos interpersonales entre individuos en la sociedad y, más ampliamente, a los modos de vida (sexuales, raciales, culturales, ecológicas…), mientras que “social”, con sus connotación “socialista”, remite a las relaciones sociales desiguales y a menudo conflictivas entre grupos sociales. En el siglo XIX, el sintagma «cuestión social» designaba el estado de interrogación profunda e incluso de desorientación en que se encontraban hundidos los dirigentes políticos y los economistas burgueses, enfrentados con los problemas vinculados a la transformación radical del trabajo como resultado de la “revolución industrial”. Como consecuencia del desarrollo de la condición asalariada y de la clase obrera se modificaron las relaciones de fuerzas entre los trabajadores y los capitalistas, y apareció el miedo entre las filas de la burguesía a una revolución social, es decir socialista cuando no comunista.

21. Holloway, 2012 (a).

22. Holloway, 2012 (b).

23. Ibíd.

24. Lebrun, 2000.

25. Mandosio, 2010.

26. François George es el hijo del geógrafo marxista Pierre George.

27. George, 1972.

28. Baschet, 2014 (a).

29. Baschet, 2014 (b).

30. Reeve, 2018.

31. Charles Reeve es un apodo de Jorge Valadas, pensador anticolonialista y antifascista, antiguo desertor del ejército portugués del tiempo del dictador Salazar.

32. Este tipo de capitalismo se caracterizado por la intervención activa del Estado en la vida económica.

33. Zizek, 2005.

34. Delgado, 2016.

35. Ibid.

36. ¿Cómo romper, por ejemplo, con el “modelo Barcelona”, “marca registrada” de esta “ciudad mentirosa” para sustituirlo por otro donde el “derecho a la ciudad” tal como lo define Henri Lefebvre ya no sería reservado a una minoría de poderosos y adinerados?

37. Amorós, 2007.

38. Anderson, 1977; Anderson, 2005.

39. Anderson, 2000.

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