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Buenaventura

Demócratas


Serie: la derecha

Aun en inferioridad física y técnica se dan el lujo de “descansar” un contrario. Y es que los amigos veloces se consiguen con promesas y la técnica se compra en el mercado. Los gurises hacen molde y aceptan el régimen impuesto por el propietario de la globa. Lo dejan sentir el poder del mandón para garantizar lo que al comienzo de la tarde parece más importante: jugar.

Desde chiquitos aprendemos los límites de la “democracia” y el rostro despótico escondido detrás de sus adalides. El partido comienza con las cartas marcadas, armando los equipos a su antojo para asegurar la victoria. Si a pesar del hándicap, la partida no les cuadra, echan mano al arbitraje: se pondrán la casaca negra, cobrarán full, offside o fuera, tengan o no razón. En medio del área, intentarán corromper a la defensa con promesas de golosinas o novedades tecnológicas del entretenimiento hogareño. Si aún así no logran ventaja en el score, inventarán una expulsión para dejar afuera al nuevo habilidoso del barrio.

Ganan un séquito de alcahuetes que se acostumbran a obtener cosas a cambio de un pedazo de dignidad. Y por supuesto, ganan también muchos partidos y con cada victoria del cuadro del ricachón los gurises se acostumbran a la pose, al disimulo, a intentar integrar su equipo o simplemente dejan de jugar.

Pero todo tiene un tiempo. Ser numéricamente superiores, ocupar los principales puestos de juego, hacer uso y dominio de la pelota, pasarla, enfrentarse al arco rival sin victorias, termina aburriendo. La gurisada callejera, curtida por las mañas de los más grandes del barrio, aprendida en cuantiosas horas de canchitas maltrechas, costas de arroyo o paños de calle, artistas habituados a driblear en espacios reducidos y embocar goles en arcos de un paso, no se conforman sólo con jugar: al enfrentar el desafío, el juego mismo los impulsa a ganar.

Hay partidos en que el corazón de la barra, su esfuerzo, su estrategia de juego es tanto más grande que la cosa no está para los ganadores de siempre. No pasa tanto tiempo hasta finalmente hacerle un caño, tirarle un jopo, hacerle la boba, eludir al golero y meterse con pelota y todo. Ese quiebre, ese hartazgo rebelde se hace a consciencia del fin y se disfruta sin techo. La Victoria huele a mandarina y emana de los poros de la vergüenza de los vendidos, calculadores y pizarreros, que empiezan a reconocerse en el disfrute del pobrerío vencedor.

Después de múltiples amenazas infértiles, echa mano a su último recurso: la propiedad de la pelota. Es el fin de juego. Ese es el secreto de los "demócratas de pacotilla": no pierden jamás, dejan de jugar e impiden que otros lo hagan. En general, marchan con la pelota debajo del brazo atrás de una contundente merienda preparada por personal contratado y le extienden una propina más para compartir con ellos un juego de mesa: War.

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