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L. Nicolás Guigou*

Los ojos digitales


Ilustración: Cabeza contemporánea, Nicolás Guigou

Los érev rav no descansarán hasta esclavizar al último humano, al último animal, al último árbol. Después, irán por las estrellas y los planetas. Al final, someterán a la Luna, e inclusive –los dioses no lo permitan- al propio Sol.

Gabriel Argüelles. Lo que pasó con nosotros.

Los ojos digitales de las cámaras se mueven con facilidad. Recorren calles, casas, autos que circulan, edificios, plazas. Los contornos urbanos quedan a su disposición. Diseñan los cuerpos de los transeúntes, escudriñan sus interacciones y sobre todo, las diagnostican.

Dicen que las cámaras están allí, siempre allí, para cuidarnos. Como los programas de vigilancia en el mundo virtual, las extrañas ecuaciones ministeriales que aseguran predecir el momento y el lugar futuro de un delito que todavía no ocurrió, los drones que recorren la ciudad, o los variados mapas que logran ubicarnos en un punto exacto del mundo real, absolutamente invadido por las lógicas de la gpeisación .

Las cámaras parecen globos inocentes y sus formas, son cada vez más amigables. Se confunden con el entorno, juegan a mimetizarse.

Pero su vocación es mostrarse, amedrantar, exhibir indefectiblemente sus atributos de disuasión y sedimentación de una eventual y futura acusación. Ellas van generando una suerte de expediente sobre cada uno de nosotros. Indagan sobre nuestros trayectos, sobre las relaciones que en el espacio establecemos con otros cuerpos, y extraen sus propias conclusiones.

Tratan de percibirnos, de formularnos, de conjeturarnos, a través de nuestras caminatas, nuestros gestos, nuestra indumentaria, nuestras interacciones.

Su inevitable uso institucional – los dejos burocráticos de las instituciones siempre poseen un halo totalitario-, transforma los modos humanos de habitar el mundo. Los sujetos saben que son vigilados. Se cuidan de hablar en los pasillos (pecado, pecado), situándose en áreas en los que piensan que no pueden ser observados, mirados, escudriñados, por el temible ojo.

Las relaciones son disimuladas, escondidas, se vuelven clandestinas. El resguardo de cuidar al Otro, de cuidarse a sí mismo, comienza a dibujarse en las artes fóbicas de la pérdida de diálogo, de la ausencia de cualquier intercambio dialógico entre los humanos institucionalizados.

En la demencia de la mirada permanente, del registro permanente, el funcionariado -extensiones humanas del ojo digital- se divierte, bajo la antigua chanza de mirar sin ser visto.

Es un voyerismo sin placer El sadismo digital funcionarial contemporáneo, que se justifica en nombre -como siempre- de la seguridad, establece formas invasivas de intervención sobre los sujetos que transitan por tal o cual institución, conformando una situación de acoso generalizado, que como tal, hace huidizo al responsable individual detrás del ojo vigilante, detrás de la cámara.

Los informes a los superiores a partir de lo visto, ya no asumen el lugar de la alcahuetería o el mero chismerío. Aunque lo sean – y más que nunca- pueden enunciarse como fría información visual obtenida, y que, obligación funcionarial mediante, debe ser enviada a las superiores jerarquías. Con estas acciones, el funcionario digital puede eventualmente obtener prebendas, favores, e inclusive, algún ascenso.

También, en la claustrofobia de un espacio ocupado por la mirada de tiempo completo, se pueden generar múltiples narrativas, en los marcos que habilita una tecnificada cultura de la acusación.

Este J’acusse no da como resultado una denuncia, como en la novela de Emile Zola, sino, precisamente, la acumulación de datos visuales cuyo fin es la conformación de una acusación a futuro.

El lenguaje de K se vuelve entonces la lengua institucional adecuada para cualquier trama perversa y desconocida en la era de las cámaras. Der Prozess, una vez más.

A modo de ejemplo, tal vez imaginario:

A camina por un tramo de la institución X. B el pequeño y C huyen con pavor al ver que se aproxima.

B el pequeño y C se encuentran subordinados al gran B, que ha sido descubierto en algunos de sus inveterados actos de manipulación y acoso. El gran B vive para eso, es su naturaleza. Así construyó su espacio de poder, carente absolutamente de saber. El gran B compró, amenazó y subordinó siempre a los demás. Es la única pasión que posee. Es la carencia propiamente dicha, la eterna frustración objetivada, la inseguridad del que no sabe.

El gran B –que obviamente conoce el alcance y las sinuosidades del visionar institucional de las cámaras- ordena que B el pequeño y C pongan estas caras de temor delante de A. Pero no le alcanza con esto: él mismo, que importuna permanentemente a A, lo cruza con ojos victimizados, casi llorosos. A lo mira con rabia acumulada, producto de vejaciones varias por parte del gran B. A queda visualmente registrado con su cara de rabia y el gran B, portando su rostro lacrimoso y sufriente, grabado para siempre en el ojo digital funcionarial, en la memoria de la cámara.

R1 le grita a A: - ¡No me llamaste! R1 lleva esta acción para demostrar el abandono de A, su despreocupación institucional, su desidia. A cambio de este simulacro, R1 espera obtener –si la futura acusación filmada y registrada llega a buen puerto – alguna fortuna, tal vez un pequeño puesto funcionarial.

Este drama digital/institucional, -tan verdadero como las cámaras que nos auscultan y nos palpan- puede mostrar la gestualidad totalitaria en un fútil y pequeño mundo. La escena descripta, se amplía y adquiere su grosor, relevancia y fundamental importancia, cuando nos damos cuenta, que más allá de una mera patología institucional ampliada por el ojo digital, colabora a ilustrar una de las claves que iluminan las modalidades totalitarias constitutivas de nuestra contemporaneidad: la permanente geopolítica tecnológica de dominación, que como siempre, justifica el control y la vigilancia sobre nosotros mismos en nombre de nuestro propio bien, en nombre del bien público, nombrando así a la totalidad.

* Profesor Titular, Dpto. de Ciencias Humanas y Sociales, Instituto de Comunicación, Facultad de Información y Comunicación, UDELAR.

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