Hemisferio Izquierdo: ¿Cuáles son los trazos fundamentales del momento político y cuáles son las tareas principales para encararlo?
Martín Mosquera: En Argentina, como en otros países de la región, transitamos un período de ofensiva de las clases dominantes encaminado a imponer una nueva secuencia de reformas neoliberales (en el terreno previsional, fiscal y laboral, fundamentalmente) y una reestructuración de la relación capital-trabajo que permita una reinserción más “competitiva” del país en el mercado mundial. Sin embargo, a diferencia de otros períodos de ofensiva capitalista, actualmente no nos precede una gran derrota social ni una crisis “catastrófica” que justifique el ajuste, al menos en términos de un “consenso negativo”. Esto se pone en evidencia en la capacidad de movilización social de estos dos últimos años, que es síntoma también de que aún habitamos el ciclo largo abierto en 2001, caracterizado por una correlación de fuerzas sociales que impiden una ofensiva capitalista en toda la línea. Estas relaciones de fuerza son las que el Gobierno necesita quebrar para avanzar con su programa. Y por eso la cuestión no se reduce al ámbito económico, sino que involucra al conjunto de las relaciones sociales: se trata de un proceso de transformación social, político, cultural y democrático que tiene en el núcleo la subordinación duradera de la clase obrera y los sectores populares.Las clases dominantes tienen, entonces, la iniciativa, pero no logran asentar, por el momento, una nueva hegemonía ni estabilizar una nueva correlación de fuerzas entre las clases. Aún en este marco defensivo para las clases populares, las transformaciones neoliberales son ralentizadas por la resistencia social. Las políticas del gobierno avanzan pero pierden paulatinamente su base de masas y se enfrentan a situaciones recurrentes de movilizaciones sociales de envergadura, aunque sin que emerja un bloque político y social alternativo. Para definir esta situación me parece útil la expresión, acuñada por Poulantzas, de “inestabilidad hegemónica”, más precisa para describir el período actual que la de “empate hegemónico” que acuñaron los gramscianos argentinos para describir la etapa comprendida entre 1955 y 1976 y que recuperan ahora algunos analistas.Podemos mencionar tres fechas clave de los últimos meses para graficar la inestabilidad que transitamos. El 22 de octubre Cambiemos obtuvo un triunfo electoral contundente: recogió el 42% de los votos a nivel nacional, se impuso en trece provincias, ganó por primera vez desde 1985 en los cinco distritos más importantes del país y derrotó a CFK en la "madre de todas las batallas" y el corazón del peronismo, la Provincia de Buenos Aires. Todas las entidades patronales (del campo, el comercio, la industria, las finanzas) se congraciaron con el resultado.
Las clases dominantes reconocían haberse anotado un triunfo. Con este reforzamiento, el gobierno se propuso dar un salto hacia su "etapa programática".Las importantes movilizaciones de diciembre contra la reforma previsional establecieron un súbito límite a las pretensiones del gobierno y volvieron a enfrentarlo a las relaciones de fuerza que lo preceden. Estas jornadas impusieron un fuerte giro en la situación política y licuaron el avance electoral del gobierno. Como todo acontecimiento de magnitud, diciembre golpeó a todos los actores políticos y sociales y abrió un período de posibles realineamientos, sobre todo en el campo sindical y en el peronismo. La dirigencia de la CGT y el grueso del PJ desde entonces están expectantes, a la espera de señales definitivas, vacilando entre continuar con el colaboracionismo o pasar al campo opositor.Más recientemente, durante marzo y abril de este año, fue emergiendo un creciente descontento social en torno al aumento de tarifas de los servicios públicos. Y, poco tiempo después, la corrida cambiaria iniciada en los primeros días de mayo fue el punto de partida de una crisis económica que probablemente se irá agravando paulatinamente. La situación no parece encaminarse, por el momento, a una gran convulsión económica, como conocimos en 2001, sino a una crisis gradual y prolongada. Se abre una etapa nueva, de mayor austeridad y ofensiva sobre las clases populares, representada en el retorno al FMI. Lo cual también nos coloca en un terreno incierto: hasta ahora el gobierno ha tenido limitaciones para avanzar con reformas más modestas que las que probablemente se proponga en el futuro próximo. No podemos descartar la emergencia de un movimiento social de envergadura que altere significativamente la situación política.Por otro lado, aparecen progresivamente elementos que sugieren la posibilidad de que estemos en las vísperas de una nueva crisis de representación política, bastante antes de lo esperado. Como muchos analistas afirmaron, el período de ascenso de Cambiemos fue, en buena medida, el espejo de la desarticulación y el retroceso del peronismo.
En un artículo muy discutido durante los últimos dos años, Juan Carlos Torre realizó una reescritura de su ya clásico "Los huérfanos de la política de partidos", preguntándose si le llegó al peronismo su 2001, es decir la crisis que había alcanzado al polo no peronista en aquellos años. El texto de Torre remite a una mutación social inapelable: la transformación cualitativa del sujeto social del cual el peronismo era su representación política: la clase obrera surgida de la industrialización parcial del siglo XX argentino. La actual dualización, entre la clase obrera formal y el "precariado" hundido en la informalidad y fuertemente dependiente de la ayuda social, configura una realidad social y subjetiva diferente. Se manifiestan entonces lo que Torre llama “los corolarios políticos de la fragmentación social, los prejuicios de las clases bajas frente a los sectores más pobres”. La clase obrera formal, por su lado, mostraría tendencias a rechazar el asistencialismo, la inmigración y a estar más inclinada a legitimar políticas represivas y jerarquías rígidas. De allí el peso demográfico de estos sectores en el voto a Sergio Massa o a Cambiemos.
Por otro lado, los sectores informales y más dependientes de la ayuda estatal han mostrado tanto una inclinación "insurreccional" (propio de los que "no tienen nada que perder"), como su contrario: una tendencia a la subordinación a quien controla estatalmente la ayuda social y por lo tanto una enorme labilidad política.Este análisis de Torre puede combinarse con nuevos elementos que se pudieron apreciar en los últimos meses. Muchas encuestas parecieron mostrar un progresivo cambio en la base social del gobierno: retrocedía en las clases medias, a la vez que se fortalecía en las clases populares, sobre todo al compás de la administración del fuerte presupuesto social que gestiona su gobernadora estrella, María Eugenia Vidal. La “alianza de clases” detrás del gobierno empezaba a parecerse a la del menemismo: clase trabajadora y clases altas oficialistas, sectores medios opositores. Sin embargo, hoy parece implausible que esta “alianza social” exprese algo más que un fenómeno de coyuntura. Pero estos datos sí conducen a dos conclusiones relevantes. Por un lado, muestran la inestabilidad de las fidelidades políticas en el mundo popular. Contra el supuesto de una identidad substancial y duradera del peronismo como “ideología de clase”, estos fenómenos evidencian que las identidades de las clases populares son más inestables, fragmentarias y plurales de lo que la referencia a un mítico y eterno sujeto nacional-popular suele suponer. Por otro lado, la separación de franjas relevantes de los sectores medios con el mismo gobierno que supieron encumbrar, coloca a estos sectores, nuevamente, en una situación de vacancia de representación. De conjunto, se acumulan componentes de una posible crisis de representación política de gran escala.En este contexto, la primera tarea prioritaria es impulsar la más amplia unidad en la acción para enfrentar el intento de golpear regresivamente las relaciones de fuerza sociales. Es decir, lo que los revolucionarios de los años 20 denominaron táctica del Frente Único: impulsar el movimiento unitario de la clase trabajadora junto a todas las corrientes (reformistas, populistas, revolucionarias) que estén dispuestas a luchar contra la derecha y sus planes; y que la delimitación con los reformistas se realice a partir de la experiencia y como un subproducto de sus probables vacilaciones para llevar una lucha común hasta el final, no como una diferenciación propagandística a priori.Sin embargo, la lucha social y la unidad en la acción defensiva no vuelven superflua la necesidad de construir una alternativa política global al ajuste neoliberal. Una resolución positiva de la "inestabilidad hegemónica" no puede atenerse solamente a un tentativo veto social, sino que requiere de la irrupción de un bloque político alternativo.
Este terreno tiene sus propias complicaciones y exige otra dialéctica entre unidad y delimitación, diferente a las tareas defensivas. La construcción de una alternativa política no puede reducirse a la “unidad de los revolucionarios” y, mucho menos a la autoproclamación de alguna pequeña organización marxista. Es preciso construir una nueva fuerza política sobre bases amplias, si se pretende desarrollar un instrumento útil, que pese realmente en la situación política.
Si bien resultaría infructuoso formular una regla general, podemos despejar algunos elementos que deben estar presentes en cierto grado para que una nueva herramienta política cumpla un papel positivo: a) que impulse la movilización y la auto-organización social y establezca vasos comunicantes sólidos con los movimientos sociales; b) que desarrolle una referencia programática radical y afirme medidas fundamentales de ruptura con las clases dominantes, capaces de inaugurar una dinámica de radicalización (en la actualidad son centrales las cuestiones de la deuda, del comercio exterior, de la apropiación pública de los servicios esenciales, de la renta agraria); c) que se desarrolle en su interior una fuerte corriente revolucionaria y anticapitalista capaz de gravitar y presionar en el sentido de una perspectiva radical.En términos más concretos, la construcción de una “nueva fuerza” exige un balance del “ciclo progresista”. No se trata de “maximalismo” o de delimitaciones sectarias injustificadas en un contexto defensivo: es preciso identificar la responsabilidad del ciclo kirchnerista en el ascenso de la derecha y su eventual capacidad para revertir la actual tendencia al ajuste que reclaman las clases dominantes. Al respecto quisiera destacar dos cuestiones, de forma esquemáticamente resumida. En primer lugar, aunque con matices contradictorios que no puedo valorar en los límites de este artículo, la transacción de concesiones sociales a cambio de estabilidad política que articuló el gobierno anterior tendió a desactivar y normalizar el clima de movilización social del cual el mismo kirchnerismo fue el resultado político. Es decir, tendió a horadar las relaciones de fuerza que fueron su condición de posibilidad y facilitó condiciones para la restauración conservadora en curso, es decir, para que las clases dominantes en algún momento se sintieran seguras como para avanzar hacia un neoliberalismo más duro. En segundo lugar, es preciso advertir que ya no existen las condiciones económicas que permitieron dar lugar al débil estado de compromiso de clase que caracterizó al kirchnerismo. El ciclo de expansión económica se ha agotado y los próximos gobiernos van a estar cada vez más apremiados por la necesidad de aplicar el ajuste que el capitalismo argentino demanda. El “gradualismo” macrista fue el último intento de moderar la reestructuración en marcha y se basó en un nivel de endeudamiento que conduce a una mayor convulsión económica a mediano plazo. La única alternativa al ajuste es un gobierno que embista de frente contra las clases dominantes para aplicar un tipo de programa favorable a las clases populares.
Estas conclusiones son importantes para evitar la tentación de pretender agruparse en torno a cualquier liderazgo que parezca en condiciones de desalojar a Macri (“cualquiera menos Macri”, como hace años el “cualquiera menos Menem” dio lugar a la desastrosa experiencia de la Alianza). Es preciso evitar que una eventual “victoria social” - es decir que la lucha de masas bloquee o empantane los planes de ajuste del gobierno- se traduzca en una “derrota política”, si la primera es capitalizada por una alternativa política que se proponga continuar el ajuste por otros medios y con otros recursos. Esta combinación de bloqueo social al ajuste y capitalización burguesa de la crisis es la que dio lugar, sin ir más lejos, a la experiencia del menemismo. Construir una fuerza política consecuentemente anti-neoliberal requiere superar programáticamente al kirchnerismo y, al mismo tiempo, disputar la base electoral, social y militante que depositó en el anterior gobierno sus expectativas de transformaciones sociales progresivas. En este terreno estamos todavía muy retrasados.El giro derechista todavía no está estabilizado, ni en el país ni en la región.
Estamos frente a un momento “denso” de la lucha de clases, donde probablemente se dirima las características de todo el próximo período. La situación está abierta, depende de la lucha.