Ilustración: Vía Campesina
“Viva el MST”. Oziel Alves Pereira tenía 19 años. Pocas horas antes, esa era la consigna que decía en el micrófono del carro de sonido de una marcha de cientos de trabajadores rurales Sin Tierras en la carretera BR 150 en el Estado de Pará. Ahora se encontraba herido, arrodillado y bajo la mira de un arma. Los policías decían “gritá de nuevo si tenés coraje”. Y Oziel repitió “Viva el MST”. Fueron sus últimas palabras. No sabemos cuáles fueron las últimas palabras de las otras veinte personas muertas por la Policía Militar brasileña en aquél día, pero conocemos sus nombres: Altamiro Ricardo da Silva, Antonio Costa Dias, Raimundo Lopes Pereira, Leonardo Batista Almeida, Graciano Olimpio de Almeida, José Ribamar Alves de Souza, Robson Vitor Sobrinho, Amâncio dos Santos Silva, Valdemir Ferreira da Silva, Joaquim Pereira Veras, João Rodrigues Araújo, Manoel Gomes de Souza, Lourival da Costa Santana, Antonio Alves da Cruz, Abílio Alves Rabelo, João Carneiro da Silva, Antonio, José Alves da Silva.
Así como otros 69 heridos, todos eran trabajadores sin tierra, todos marchaban en dirección a la capital del Estado para reivindicar la reforma agraria. En un Estado donde, entre 1971 y 2007, 819 personas fallecieron en conflictos por la tierra, estos nombres estarían ligados a la estadística de la violencia de un territorio donde los intereses del Estado, del latifundio y de grandes empresas se confunden; donde la vida humana vale poco, muy poco.
Cuando el Gobernadores Almir Gabriel, del PSDB, mismo partido del entonces presidente Fernando Henrique Cardoso, ordenó la retirada de los manifestantes de la ruta, quería hacer de ello una acción ejemplar. Y lo fue. Una ilustración en grandes proporciones de las masacres cotidianas: 155 policías, sin identificación, mezclados con pistoleros de grandes latifundios y transportados con recursos de la empresa Vale do Rio Doce.
La masacre sería ejemplo, además, de la acción de la Justicia Brasileña: de los 144 policías llevados al banco de los acusados, sólo dos fueron condenados pero están en libertad. Los responsables políticos, incluso el Gobernador, hoy fallecido, jamás fueron responsabilizados. Entre los heridos, pocos recibieron indemnización del Estado y los que reciben, ganan poco más de 100 dólares mensuales de indemnización.
Sin embargo, aunque impune, la masacre no pasaría desapercibida. Su violencia despertó la atención de organizaciones internacionales y brasileñas de derechos humanos, indignó a la sociedad, alimentó la lucha por la tierra. En el año siguiente, el Movimiento Sin Tierra inició su gran marcha con destino a la capital federal, Brasilia, llegando con 100 mil personas entre trabajadores rurales y urbanos que exigían justicia y reforma agraria. Fue en su homenaje que la Vía Campesina decretó que el 17 de abril pasaría a ser el Día Internacional de Lucha Campesina, principal movilización de los campesinos de todo el mundo.
Veintidós años después, la masacre se convirtió en un símbolo de la cuestión agraria brasileña, pero no significó una lección a ser aprendida. Al contrario, en las últimas décadas, resultado de la política económica del gobierno Fernando Henrique (1994-2002), la agricultura brasileña fue transformada para un modelo monocultor y exportador, dirigido por el capital financiero internacional, el llamado agronegocio. En este modelo, el Estado fragilizado por las políticas neoliberales se ha vuelto aún más rehén de estas empresas internacionales -como la propia Vale do Rio Doce, patrocinadora de la masacre y hoy privatizada. La legislación y la justicia se subordinan a los intereses de estas empresas. Un modelo que amplió la exclusión en el campo y autorizó la impunidad, agravada por el golpe parlamentario, empresarial y mediático que retiró a la Presidenta Rousseff de la presidencia en 2016.
Con el golpe, ascendieron los sectores más conservadores de la sociedad brasileña. El programa de asentamientos para reforma agraria prácticamente dejó de existir, sin que ninguna familia haya sido asentada en 2017; el presupuesto para la agricultura familiar y la reforma agraria sufrieron recortes de más del 60%, eliminando políticas públicas de desarrollo rural, como la compra de alimentos; la llamada "bancada ruralista" formada por diputados electos con recursos del latifundio y del agronegocio pasó a ser el principal brazo de apoyo al gobierno. El resultado: sólo en el primer año del golpe, entre 2016 y 2017, 69 personas fueron asesinadas en conflictos en el campo. Según la Comisión Pastoral de la Tierra, los asesinatos dejaron de ser selectivos, focalizados en dirigentes , y retomaron las características de masacres: en Colniza, Mato Grosso, nueve presos fueron torturados y asesinados por pistoleros a mando de madereros de la región; en Vilhena, Rondônia, tres trabajadores rurales muertos por luchar por la reforma agraria; en Pau D'Arco, Pará, diez campesinos fueron asesinados por policías militares y civiles, en Lençóis, Bahía, ocho quilombolas fueron asesinados en la comunidad de Iúna. Todas estas masacres ocurrieron en un período de 120 días.
Las víctimas -sin tierras, quilombolas e indígenas- son justamente las poblaciones que resisten el avance del agronegocio sobre sus tierras, que buscan impedir la destrucción acelerada del medio ambiente por empresas que sustituyen el cultivo de alimentos por la producción de soja, caña de azúcar y maíz para combustibles y eucaliptos para celulosa.
El latifundio y el agronegocio actúan con impunidad porque, al final, si la Presidenta Dilma y el ex Presidente Lula, dos ocupantes del más alto cargo de la República no recibieron un juicio o trato justos, ¿porque los pobres de las periferias o del campo tendrían sus derechos garantizados?
Así, la impunidad sumada a una crisis económica -fruto de la dependencia internacional y financiera de Brasil y de la reanudación de políticas neoliberales- solo pueden diseñar un futuro de nuevos conflictos y agravamiento de la violencia.
Una vez más, el destino de la reforma agraria brasileña no pertenece sólo a los trabajadores rurales. Así como el futuro de los trabajadores urbanos, depende de la construcción de un proyecto popular, que sólo puede resultar de la organización popular, para resistir y revertir las medidas neoliberales, para interrumpir el secuestro del Estado por las corporaciones y sus representantes institucionales, para establecer otro modelo de sociedad en el campo y en la ciudad.
En oposición al agronegocio, el Movimiento Sin Tierra propone una Reforma Agraria Popular, cuyos sujetos y destinatarios son el pueblo brasileño. A diferencia de la reforma agraria clásica, que se satisfacía con la simple distribución de tierras, el MST defiende que esta reforma agraria debe estar orientada hacia la producción de alimentos saludables, para el mercado interno, defendiendo los bienes comunes de la naturaleza y acompañada de la transformación de las relaciones sociales en el campo, con el acceso a la educación, la cultura, la infraestructura y la dignidad. Tareas que jamás el capital conseguirá realizar, pues en la Reforma Agraria Popular el parámetro no son las ganancias, sino el ser humano.
La masacre de Eldorado de Carajás victimizó a familias y fue marcado por la impunidad. Pero el sacrificio de sus 21 muertos no habrá sido en vano. Cada año, miles de jóvenes campesinos se reúnen en el lugar de la masacre, acampan allí y estudian la cuestión agraria y los desafíos de la juventud. Se comprometen con la lucha de aquellos que partieron. En cada asentamiento y campamento de la reforma agraria también este compromiso es reasumido cada 19 de abril. Sus cicatrices están vivas y abiertas, pero nos recuerdan lo que queremos conquistar y de todo lo que hay que combatir y eliminar para construir una sociedad más justa. Una sociedad en la que, como decía el Che, ninguna propiedad privada esté por encima de la vida de ninguna persona.
* Integrante de la dirección nacional del Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra de Brasil (MST).