Ilustración: "Libertad", por Julio Castillo.
Cuesta pensar en una época en la que haya habido tal abismo entre intelectuales y activistas; entre los teóricos de la revolución y sus practicantes. Los escritores que durante años han estado publicando ensayos que recuerdan a documentos de definición política destinados a enormes movimientos sociales que no existen en la realidad parecen sobrecogidos por la confusión o, lo que es peor aún, dan muestras de desprecio, ahora que los verdaderos movimientos surgen por todas partes. Esto resulta particularmente escandaloso en lo que respecta al todavía denominado, sin mayor fundamento, movimiento «antiglobalización», que en apenas dos o tres años se las ha arreglado para transformar completamente el sentido de las posibilidades históricas para millones de personas en todo el planeta. La razón puede estribar en la pura ignorancia o en el crédito concedido a lo que se puede sacar de fuentes tan abiertamente hostiles como el New York Times; por otra parte, la mayor parte de lo que se escribe incluso en las sucursales progresistas da muestras de no haber comprendido casi nada o, en cualquier caso, apenas se centra en lo que los participantes en el movimiento consideran en realidad que es lo más importante al respecto.
Como antropólogo y participante activo –en particular en el área más radical y ligada a la acción directa del movimiento–, acaso pueda deshacer algunos malentendidos comunes; sin embargo, es posible que estas informaciones no sean recibidas con gratitud. Sospecho que buena parte de esas vacilaciones responden a la reticencia con la cual aquellos que durante mucho tiempo han creído pertenecer a algún tipo de radicalidad asumen el hecho de que en realidad no son más que liberales: están interesados en el ensanchamiento de las libertades individuales y en la consecución de la justicia social, pero no en caminos que pudieran suponer un grave desafío a la existencia de instituciones imperantes como el capital o el Estado. Más aún, buena parte de aquellos a los que les gustaría ver un cambio revolucionario podrían no sentirse contentos del todo al comprobar que la mayor parte de la energía creativa de la política radical proviene en la actualidad del anarquismo –una tradición que hasta la fecha buena parte de ellos ha despreciado– y que tomar en serio a este
movimiento supondrá necesariamente asumir con él un compromiso respetuoso.
Escribo como anarquista; sin embargo, en cierto modo, si consideramos cuánta gente que participa en el movimiento se autodenomina de hecho «anarquista» y en qué contextos lo hace, esta cuestión queda un poco fuera de lugar [1]. La noción misma de acción directa, con su rechazo de una política que llame a los gobiernos a modificar su comportamiento y en favor de una intervención física contra el poder estatal de tal forma que esta acción prefigure de suyo una alternativa: todo ello surge directamente de la tradición libertaria. El anarquismo es el corazón del movimiento, su alma; la fuente de buena parte de lo que en él podemos encontrar de nuevo y esperanzador. Así, pues, en lo sucesivo intentaré aclarar los que parecen ser los tres equívocos más habituales acerca del movimiento –nuestra supuesta oposición a algo denominado «globalización», nuestra supuesta «violencia» y nuestra supuesta carencia de una ideología coherente– para indicar a continuación cómo podrían reconfigurar sus prácticas teóricas los intelectuales radicales a la luz de todo lo anterior.
¿Un movimiento global?
La expresión «movimiento antiglobalización» ha sido acuñada por los media estadounidenses y los activistas nunca se han sentido a gusto con esa definición. De ser un movimiento que luche contra algo, lo hace contra el neoliberalismo, que podemos definir como una especie de fundamentalismo del mercado –o, para ser más precisos, de estalinismo del mercado– que sostiene que no hay más que una dirección posible para el desarrollo humano. Este diseño es sostenido por una elite de economistas y plumíferos de las corporaciones, a los que se ha de ceder todo el poder que antaño detentaran las instituciones que conservaban alguna traza de responsabilidad democrática; éste debe ser ejercido en lo sucesivo por organizaciones no electas resultantes de tratados internacionales, como el FMI, la OMC o el TLCA. En Argentina, Estonia o Taiwan sería posible decir sin tapujos: «somos un movimiento contra el neoliberalismo». Sin embargo, en Estados Unidos el lenguaje siempre es un problema. Aquí las corporaciones mediáticas son probablemente las más monolíticas políticamente hablando del planeta: no hay sino neoliberalismo –éste es la realidad ambiental–; por consiguiente, la palabra misma no puede ser utilizada. Sólo pueden tratarse las temáticas que le atañen utilizando términos propagandísticos como «libre comercio» o «el mercado libre». De tal suerte que los activistas estadounidenses se ven ante un dilema: si alguien sugiere poner «la N» (como se suele decir) en un panfleto o en un comunicado de prensa, se disparan inmediatamente las alarmas: aquel está siendo excluyente, dirigiéndose sólo a una elite culta. Ha habido todo tipo de intentos de formular expresiones alternativas –somos un «movimiento por la justicia global», somos un movimiento contra la «globalización de las corporaciones»–. Ninguna de ellas resulta especialmente elegante ni termina de convencer, por lo cual resulta habitual que en las reuniones públicas se escuche a los oradores usar las expresiones «movimiento global» y al «movimiento antiglobalización» prácticamente como si fueran intercambiables.
Sin embargo, la expresión «movimiento global» es en realidad bastante oportuna. Si por globalización entendemos la disolución de las fronteras y la libre circulación de las personas, bienes e ideas, entonces resulta palmario que no sólo el movimiento mismo es un producto de la globalización, sino que la mayoría de los grupos que en él participan –los más radicales en particular– apoyan mucho más la globalización en general de lo que lo hacen el FMI o la OMC. Por ejemplo, fue una red internacional denominada Acción Global de los Pueblos la que lanzó los primeros llamamientos a jornadas de acción en todo el planeta tales como en 18-J y el 30-N; esta última fue la primera llamada a manifestarse contra la cumbre de la OMC de 1999 en Seattle. A su vez, la AGP halla sus orígenes en el famoso Encuentro Internacional por la Humanidad y Contra el Neoliberalismo, que se celebró, con un fango selvático que llegaba hasta las rodillas durante la temporada de lluvias en Chiapas, en agosto de 1996; que a su vez fue puesto en marcha, tal y como lo expresó el Subcomandante Marcos, «por todos los rebeldes del mundo». Gentes provenientes de unos cincuenta países llegaron en tropel a la aldea zapatista de La Realidad. La imaginación de «una red intercontinental de resistencia» fue expuesta en la Segunda Declaración de La Realidad: «Declaramos: Primero. Que haremos una red colectiva de todas nuestras luchas y resistencias particulares. Una red intercontinental de resistencia contra el neoliberalismo, una red intercontinental de resistencia por la humanidad».
Una red de voces que resisten a la guerra que el Poder les hace.
Una red de voces que no sólo hablen, también que luchen y resistan por la humanidad y contra el neoliberalismo.
Una red de voces que nace resistiendo, reproduciendo su resistencia en otras voces todavía mudas o solitarias.
Una red que cubra los cinco continentes y ayude a resistir la muerte que nos promete el Poder [2].
Ésta última, como dejaba clara la Declaración, no era «una estructura de organización; no tiene un director ni un responsable único de la toma de decisiones; no tiene un poder de mando central ni dispone de jerarquías. Nosotros somos la red, pertenece a los nuestros quien resiste».
Al año siguiente, los partidarios zapatistas europeos agrupados en Ya Basta organizaron un segundo encuentro en España, en el que la idea de un proceso en red continuó desarrollándose: la AGP nació en un encuentro en Ginebra en febrero de 1998. Desde el primer momento, incluyó no sólo a grupos anarquistas y sindicatos radicales de España, Gran Bretaña y Alemania, sino también a una liga socialista de agricultores socialistas gandhianos de la India (el KRRS), asociaciones de pescadores de Indonesia y Sri Lanka, el sindicato de los maestros argentinos, grupos indígenas tales como los maoríes de Nueva Zelanda y los Kuna de Ecuador, el Movimiento de los Sin Tierra de Brasil, una red formada por comunidades fundada por esclavos huidos de Sur y Centroamérica, así como muchos otros. Durante un buen período, Norteamérica apenas estuvo representada, con la excepción de los canadienses del Canadian Postal Worker’s Union [Sindicato de Trabajadores de Correos] –que actuó como eje principal de comunicaciones de la AGP hasta que fue substituido en gran parte por Internet–, así como el CLAC, un grupo anarquista con sede en Montreal.
Si los orígenes del movimiento son internacionalistas, también lo son sus reivindicaciones. Por ejemplo, el programa de tres puntos de Ya Basta en Italia exige una renta de ciudadanía garantizada y universal, la ciudadanía global, que garantice la libre circulación de las personas entre fronteras, así como el libre acceso a las nuevas tecnologías, que en la práctica se traduciría en una severa limitación de la legislación sobre patentes (que constituyen de suyo una forma bastante insidiosa de proteccionismo). La red No Border –con su lema: «Ninguna persona es ilegal»– ha organizado campamentos de una semana y talleres de resistencia creativa en las fronteras alemano-polaca y ucraniana, en Sicilia y en Tarifa, España. Los activistas se disfrazaron de guardias de fronteras, construyeron puentes de embarcaciones cruzando el río Oder y bloquearon el aeropuerto de Frankfurt con toda una orquesta clásica en protesta contra la deportación de inmigrantes (han muerto deportados por asfixia en vuelos de Lufthansa y KLM). El próximo campamento de verano está previsto en Estrasburgo, sede del Sistema de Información de Schengen, una base de datos de búsqueda y control con decenas de miles de terminales en toda Europa dedicado a controlar los movimientos de inmigrantes, activistas o de cualquiera que se les antoje.
Cada vez más, los activistas están intentando llamar la atención sobre el hecho de que la visión neoliberal de la «globalización» está considerablemente limitada a los movimientos de capitales y mercancías, mientras aumentan de hecho las barreras contra el libre flujo de personas, de información y de ideas; por ejemplo, el tamaño de la guardia de fronteras estadounidense casi se ha triplicado desde la firma del TLCA. No causa mucha sorpresa: si no fuera posible aprisionar a la mayoría de los habitantes del mundo en enclaves empobrecidos, no habría, para empezar, incentivos para que Nike o The Gap trasladaran allí su producción. Si la libre circulación de personas fuese un hecho, todo el proyecto neoliberal vendría abajo. No hay que olvidar este extremo cuando se habla de un declive de la «soberanía» en el mundo contemporáneo: el principal logro del Estado-nación en el siglo pasado fue la creación de una cuadrícula uniforme de barreras enormemente vigiladas en todo el mundo. Precisamente el sistema internacional de control contra el que luchamos, en nombre de la auténtica globalización.
Estas conexiones –y los vínculos más genéricos entre políticas neoliberales y mecanismos de coerción estatal (policía, cárceles, militarismo)– han venido cobrando una importancia creciente en nuestros análisis, a la par que hemos vivido en nuestras carnes grados de represión estatal cada vez más intensos. Las fronteras pasaron a convertirse en una de las cuestiones principales durante las reuniones del FMI en Praga y la posterior reunión de la UE en Niza. En la cumbre del TLCA en Quebec el pasado verano, líneas invisibles que se habían considerado como inexistentes con anterioridad (al menos para la gente blanca) fueron convertidas de la noche a la mañana en fortificaciones contra el movimiento de aspirantes a ciudadanos globales, que reivindicaban su derecho a demandar a sus gobernantes. El «muro» de tres kilómetros construido a lo largo del centro de Quebec para proteger la fiesta de los jefes de Estado de todo contacto con el populacho, se convirtió en el símbolo perfecto de lo que supone en realidad el neoliberalismo desde el punto de vista humano. El espectáculo del Black Bloc, provisto de cizallas y ganchos, al que se unió todo el mundo, desde los metalúrgicos a los guerreros Mohawk para echar abajo el muro, pasó a convertirse –por tal motivo– en uno de los momentos más poderosos de la historia del movimiento [3].
Sin embargo, resulta notable el contraste entre éste y anteriores internacionalismos. Por lo general, el antiguo acabó exportando los modelos organizativos occidentales al resto del mundo; en el actual, el flujo circula, si acaso, en dirección contraria. Muchas, tal vez la mayor parte, de las técnicas que caracterizan al movimiento –entre las que se incluye la misma desobediencia civil no violenta de masas– fueron desarrolladas por primera vez en el Sur global. A la larga, bien podría darse que en esto residiera el aspecto específico más radical del movimiento.
Billonarios y payasos
En las corporaciones mediáticas, la palabra «violento» es invocada como una especie de mantra –invariablemente, reiteradamente– cada vez que tiene lugar una acción de grandes dimensiones: «protestas violentas», «violentos enfrentamientos», «la policía asalta la sede de los manifestantes violentos» o incluso «violentos disturbios» (¿los hay de otro tipo?). Tales expresiones suelen invocarse cuando una descripción sencilla y sin rodeos de lo sucedido (personas que tiran globos de pintura, que rompen las lunas de escaparates vacíos, que forman cordones para bloquear los cruces de calles, policías que cargan con las porras) podría dar la impresión de que la única parte verdaderamente violenta era la policía. Los media estadounidenses son probablemente los mayores culpables a este respecto y todo ello a pesar de que, dos años después de un crecimiento constante de la acción directa militante, sigue siendo imposible dar un solo ejemplo de nadie que haya resultado herido por un activista estadounidense. Me atrevería a decir que lo que preocupa de veras a los que detentan el poder no es la «violencia» del movimiento, sino la relativa ausencia de ésta; sencillamente, los gobiernos no saben cómo manejarse con un movimiento abiertamente revolucionario que se niega a caer en los modelos conocidos de la resistencia armada.
El esfuerzo de destrucción de los paradigmas existentes suele ser bastante tímido. Mientras que hubo un momento en el que las únicas alternativas que existían al desfile de pancartas eran la desobediencia civil no violenta gandhiana o la insurrección total, grupos como la Direct Action Network [Red de Acción Directa], Reclaim the Streets, Black Blocs o los Tute Bianche [Monos Blancos] han intentado, cada uno a su manera, trazar un territorio intermedio completamente nuevo. Intentan inventar lo que muchos denominan un «nuevo lenguaje» de la desobediencia civil, combinando elementos del teatro de calle, el festival y lo que podríamos denominar técnicas de guerra no violenta –no violenta en la acepción que comparten, pongamos por caso, los anarquistas del Black Bloc, que evitan todo daño físico directo a los seres humanos–. Ya Basta, por ejemplo, es famoso por su táctica de los tute bianche o monos blancos: hombres y mujeres que se visten con formas elaboradas de protección con materiales de relleno y amortiguamiento, que comprenden desde una armadura de gomaespuma a cámaras de aire, llegando incluso a contar con flamantes ingenios que recuerdan a una balsa neumática, cascos y monos blancos desechables (sus primos británicos son los elegantes Wombles). A medida que este ejército de burla intenta abrirse camino a través de las barreras policiales, protegiéndose unos a otros en todo momento para que nadie sea herido o detenido, un equipo tan ridículo parece reducir a los seres humanos a personajes de dibujos animados: víctimas de continuos accidentes, desgarbados, estúpidos, en cierto modo indestructibles. Este efecto no hace sino aumentar cuando las líneas de figuras disfrazadas atacan a la policía con globos y pistolas de agua o, como hiciera el «Bloque Rosa» en Praga y en otros lugares, cuando se visten de hadas y les hacen cosquillas con plumeros.
En las convenciones de los partidos estadounidenses, los Billionaires for Bush (o Gore) se vistieron con ostentosos smokings y vestidos de noche e intentaron meter fajos de dinero figurado en los bolsillos de los policías, dándoles las gracias por la represión de los disidentes. Nadie sufrió el más leve rasguño –tal vez la policía haya recibido una terapia aversiva para evitar que peguen a nadie vestido de smoking. El Revolutionary Anarchist Clown Bloc, con sus bicicletas de circo, sus pelucas multicolores y sus mazos chillones, confundieron a los policías atacándose unos a otros (o a los billonarios). Cantaron las mejores consignas: «¿Democracia? ¡ah, ah, ah!»; «¡La pizza, unida, jamás será vencida!»; «¡Eh oh, eh oh! –¡ah, ah, ji ji!», así como metaconsignas tales como: «¡Grito! ¡Respuesta!, ¡Grito! ¡Respuesta!» y –el preferido por todo el mundo– «¡Gritemos tres palabras! ¡Gritemos tres palabras!».
En Quebec, una catapulta gigante construida al estilo medieval (con la ayuda de la izquierdista junta secreta de la Society for Creative Anachronism) lanzaba juguetes ligeros contra el TLCA. Se han estudiado viejas técnicas de guerra para ser adoptadas por formas no violentas pero muy militantes de enfrentamiento: había peltast y hoplitas (los primeros provenientes sobre todo de las Islas del Príncipe Eduardo, los segundos de Montreal) en Quebec, mientras continúa la investigación con las barreras a modo de escudo al estilo romano. Bloquear se ha convertido en una forma de arte: si uno despliega una enorme red de hebras de hilo a lo largo de un cruce, resulta realmente imposible cruzar; los policías en motocicleta se quedan atrapados como moscas. El Liberation Puppet [Títere de la liberación] puede servirse de toda su panoplia para bloquear una autovía de cuatro carriles, mientras que las danzas de la serpiente pueden hacer las veces de bloqueo móvil. Los rebeldes de Londres prepararon acciones de Monopoly –compra de hoteles en Mayfair para los sin techo, venta del siglo en Oxford Street, guerrilla jardinera– sólo en parte interrumpidas por la fuerte presencia policial y la lluvia torrencial. Pero incluso los más militantes de los militantes –los ecosaboteadores, como el Earth Liberation Front [Frente de liberación de la Tierra]– evitan escrupulosamente hacer cualquier cosa que pudiera causar daño a los seres humanos (o a los animales, por cierto). Este atravesamiento de las categorías convencionales desconcierta a las fuerzas del orden y hace que se devanen los sesos para devolver la situación a un territorio conocido (la mera violencia): hasta el punto de, como sucedió en Génova, animar a grupos de hinchas futbolísticos fascistas a provocar disturbios con el fin de tener una excusa para hacer un uso aplastante de la fuerza contra todos los demás.
Cabría buscar el origen de estas formas de acción en las proezas y el teatro de guerrilla de los yippies o los «indios metropolitanos» italianos de la década de 1970, las batallas de los ocupantes de casas en Alemania o Italia en las décadas de 1970 y 1980 o incluso en la resistencia de los campesinos a la ampliación del aeropuerto de Tokyo. Sin embargo, tengo la impresión de que, también en este caso, los verdaderos orígenes cruciales conducen a los zapatistas y a otros movimientos del Sur global. En no pocos aspectos, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional representa la tentativa de conquistar el derecho a la resistencia civil no violenta por parte de un pueblo al que siempre éste le ha sido negado; básicamente, para denunciar el bluff del neoliberalismo y sus pretensiones de democratización y de devolución del poder a la «sociedad civil». Se trata, como dicen sus comandantes, de un ejército que aspira a dejar de serlo (es una especie de secreto a voces que, al menos durante los últimos cinco años, ni siquiera han portado armas de verdad). Tal y como explica Marcos su conversión a partir de las tácticas habituales de la guerra de guerrillas:
Pensábamos que la gente no nos haría caso o que se uniría a nosotros
para luchar. Pero su reacción no fue ninguna de ambas. Resultó que toda
esta gente, que eran miles, decenas de miles, cientos de miles o tal vez
millones, no querían levantarse con nosotros [...] pero tampoco querían
que nos aniquilaran. Querían que dialogáramos. Esto rompió todos nuestros
esquemas y acabó caracterizando al zapatismo, al neozapatismo [4].
Ahora el EZLN es el tipo de ejército que organiza «invasiones» de bases militares mexicanas, en las que cientos de rebeldes las invaden completamente desarmados, gritando y tratando de avergonzar a los soldados que en ellas están destinados. De forma parecida, las acciones masivas del Movimiento de los Sin Tierra conquistan una enorme autoridad moral en Brasil reocupando tierras no cultivadas de forma completamente no violenta. En uno y otro caso, resulta palmario que si la misma gente hubiera intentado hacer lo mismo hace veinte años, sencillamente les hubieran disparado.
Anarquía y paz
Como quiera que se determinen sus orígenes, estas nuevas tácticas están en perfecta consonancia con la inspiración general anarquista del movimiento, que no apunta tanto a la conquista del poder estatal como al desenmascaramiento, la deslegitimación y el desmantelamiento de mecanismos de dominio a la par que se consiguen espacios de autonomía cada vez mayores. Sin embargo, el aspecto crítico reside en que todo esto sólo es posible en una atmósfera general de paz. De hecho, me parece que son éstos los principales envites de la lucha en este momento: envites que bien pueden determinar la dirección de conjunto del siglo XXI. Debemos recordar que durante finales del siglo XIX y principios del XX, mientras que la mayoría de los partidos marxistas estaban haciéndose rápidamente socialdemócratas reformistas, el anarquismo y el anarcosindicalismo eran el centro de la izquierda revolucionaria [5]. La situación sólo cambió verdaderamente con la Primera Guerra Mundial y la Revolución Rusa. Suele decirse que fue el éxito de los bolcheviques lo que condujo al declive del anarquismo –con la gloriosa excepción de España– y catapultó al primer lugar al comunismo. Sin embargo, me parece que podríamos ver las cosas de otro modo.
A finales del siglo XIX, la mayoría de la gente creía francamente que la guerra entre las potencias industrializadas se había vuelto obsoleta; las aventuras coloniales eran una constante, pero una guerra entre Francia e Inglaterra, en suelo francés o inglés, parecía tan impensable como podría parecerlo hoy día. Al comenzar el siglo XX, incluso el uso del pasaporte se consideraba un anticuado barbarismo. Por el contrario, el «corto siglo XX» fue probablemente el más violento de la historia de la humanidad, afanado casi en su totalidad en declarar guerras o en prepararlas. Así, pues, no causa apenas sorpresa que el anarquismo no tardara en parecer que estaba fuera de la realidad, toda vez que el criterio principal de la eficacia política pasara a ser el mantenimiento de máquinas de matar enormes y mecanizadas. Esto es algo en lo que los anarquistas, por definición, nunca pueden destacar. Tampoco causa sorpresa que los partidos marxistas –que no han hecho sino demostrar su pericia en el particular– parecieran, en comparación, eminentemente prácticos y realistas. Una vez que terminó el período de la Guerra Fría y la guerra entre las potencias industrializadas volvió de nuevo a resultar impensable, el anarquismo reapareció justo allí donde se ubicara a finales del siglo XIX, como un movimiento internacional en el centro mismo de la izquierda revolucionaria.
Si esto es cierto, quedan más claros cuáles son los principales envites de la movilización «antiterrorista» actual. Los gobiernos que, antes incluso del 11 de septiembre, movían desesperadamente viento y marea en busca de argumentos que convencieran a la ciudadanía de que éramos terroristas, estiman ahora que se les ha concedido un cheque en blanco; no caben grandes dudas de que muchas personas de bien van a sufrir una represión terrible. No obstante, a la larga, una vuelta a los niveles de violencia del siglo XX es sencillamente imposible. Claramente, los ataques del 11 de septiembre fueron una especie de golpe de suerte (de hecho, el primer plan terrorista fruto de una demencial ambición que ha salido bien); la proliferación de las armas nucleares asegura que porciones cada vez mayores del planeta queden a efectos prácticos como zonas prohibidas para la guerra convencional. De ahí que, si la guerra es la salud del Estado, las perspectivas para una organización de tipo anarquista no pueden sino mejorar.
La práctica de la democracia directa
Una de las quejas permanentes acerca del movimiento global en la prensa progresista consiste en decir que éste, a pesar de la brillantez de sus tácticas, carece de toda temática central o de una ideología coherente.
(Éste parece ser el equivalente de izquierdas de las afirmaciones vertidas por las corporaciones mediáticas según las cuales somos un manojo de niñatos que pregonan una ristra de causas inconexas: libertad para Mumia, cancelación de la deuda externa, salvemos las selvas vírgenes.) Otra línea de ataque consiste en decir que el movimiento está plagado de una oposición genérica a toda forma de estructura o de organización. Resulta penoso que, dos años después de Seattle, tenga que escribir esto, pero desde luego alguien tiene que hacerlo: éste es un movimiento que trata de reinventar la democracia. No se opone a la organización. Trata de crear nuevas formas de organización. No carece de ideología. Esas nuevas formas de organización son su ideología. Trata de crear e instaurar redes horizontales en vez de estructuras verticales como las de los Estados, los partidos o las corporaciones; redes basadas en principios de democracia no jerárquica y consensual. En última instancia, aspira a reinventar la vida cotidiana en su totalidad. Sin embargo, a diferencia de muchas otras formas de radicalismo, se ha organizado en primer lugar en la esfera política, sobre todo porque éste era uno de los territorios que los que detentan el poder (que han trasladado toda su artillería pesada al ámbito económico) en buena medida han abandonado.
Durante la pasada década, los activistas norteamericanos han invertido enormes energías creativas en la reinvención de los procesos internos de los propios grupos, con el fin de crear modelos viables de lo que podría dar de sí realmente el funcionamiento de una democracia directa. Para ello nos hemos inspirado, como ya he señalado, en ejemplos que no pertenecen a la tradición occidental, que casi sin excepciones descansan en procesos de búsqueda del consenso en vez del voto por mayoría. El resultado es una rica y creciente panoplia de instrumentos organizativos –consejos de portavoces, grupos de afinidad, técnicas de dinamización, «peceras», discusiones por pequeños grupos, resolución de situaciones de bloqueo colectivo, observación externa de las atmósferas del grupo, etc.– encaminada en su totalidad a la creación de formas de proceso democrático que permitan que las iniciativas surjan desde abajo y alcancen la máxima solidaridad efectiva, sin ahogar a las voces discrepantes y sin crear posiciones de liderazgo u obligar a nadie a hacer algo a lo que no
haya dado su libre consentimiento.
La idea básica del proceso de construcción del consenso consiste en que, en vez de votar, uno intente formular propuestas aceptables para todo el mundo o, al menos, que no levanten serias objeciones por parte de nadie: en primer lugar, se cuenta la propuesta, después se preguntan las «dudas» que ésta plantea y se intenta darles respuesta. A menudo, llegados a este punto, las personas del grupo propondrán «enmiendas constructivas» a la propuesta original o encaminadas a modificarla, para asegurar que las dudas son tenidas en cuenta. Luego, para terminar, cuando se solicita la aprobación, se pregunta si alguien quiere «bloquear la propuesta» o «mantenerse al margen». Mantenerse al margen no significa otra cosa que decir: «En lo que a mí respecta, no quiero participar en esta acción, pero con no quiero impedir a nadie que lo haga si así lo desea». El bloqueo es una forma de decir: «Creo que esto viola los principios o los propósitos fundamentales que dan sentido a estar en el grupo». Funciona como un veto: cualquiera puede echar abajo toda una propuesta bloqueándola, aunque hay formas de poner en duda hasta qué punto un bloqueo responde a una argumentación basada realmente en tales principios.
Hay diferentes tipos de grupos. Los consejos de portavoces, por ejemplo, son grandes asambleas que coordinan entre sí a «grupos de afinidad» más pequeños. La mayor parte suelen celebrarse antes o durante acciones directas a gran escala como Seattle o Quebec. Cada grupo de afinidad (que puede variar de 4 a 20 personas) elige a un «portavoz» encargado de hablar en su nombre en el grupo más amplio. Sólo los portavoces pueden intervenir en el proceso efectivo de búsqueda del consenso en el consejo, pero antes de tomar las principales decisiones se dividen de nuevo en grupos de afinidad y cada grupo llega al consenso acerca de la posición que quieren que adopte su portavoz (aunque esto no es tan rígido como pudiera colegirse de esta descripción). Por su parte, las discusiones
en grupos se producen cuando una reunión amplia se divide temporalmente en grupos más pequeños que discuten acerca de la toma de decisiones o la generación de propuestas, que luego pueden presentarse para su aprobación a todo el grupo una vez que éste vuelve a reunirse. Las técnicas de dinamización se utilizan para resolver problemas o sacar adelante cuestiones si se tiene la impresión de que están atascadas. Se puede plantear una lluvia de ideas, en la que la gente puede presentar ideas pero no criticar las de los demás; o una votación de tanteo, en la que la gente levanta la mano sólo para comprobar cómo ve cada cual una propuesta y no para tomar una decisión. Una «pecera» sólo es un recurso si hay una profunda diferencia de opiniones: se escoge a dos representantes de cada bando –dos hombres y dos mujeres– y se les sienta en el medio, mientras todos los demás los rodean en silencio y comprueban si los cuatro pueden llegar juntos a una síntesis o a un compromiso, que habrán de presentar a continuación como una propuesta al resto del grupo.
Política prefigurativa
Todo esto es en gran medida un trabajo en curso, teniendo en cuenta que la creación de una cultura de democracia entre personas que apenas tienen experiencia de tales cosas es necesariamente un asunto doloroso y desigual, lleno de todo tipo de tropiezos y falsos comienzos, sin embargo –como podría confirmar todo jefe de policía que se haya enfrentado a nosotros en la calle– este tipo de democracia directa puede ser asombrosamente eficaz. Asimismo, resulta difícil encontrar a alguien que haya participado plenamente en tal acción y cuyo sentido de las posibilidades humanas no se haya visto de tal suerte profundamente transformado. Una cosa es decir: «Otro mundo es posible». Y otra experimentarlo, aunque sea momentáneamente. Tal vez la mejor forma de empezar a pensar sobre estas organizaciones –la Direct Action Network, por ejemplo– consista en verlas como el extremo opuesto de los grupos marxistas sectarios; o también, por cierto, de los grupos anarquistas sectarios [6]. Mientras que el «partido» centralista democrático hace hincapié en la consecución de un análisis teórico completo y correcto, exige uniformidad ideológica y tiende a yuxtaponer la visión de un futuro igualitario con formas de organización extremadamente autoritarias en el presente, aquéllas buscan la diversidad.
La discusión siempre se centra en direcciones de acción determinadas; se da por supuesto que nadie convencerá por completo a nadie de su punto de vista. El lema podría ser: «Si quieres actuar como un anarquista ahora mismo, tu visión a largo plazo puedes guardártela como cosa tuya». Lo que a simple vista parece sensato: ninguno de nosotros sabe hasta dónde pueden conducirnos realmente esos principios o cómo será finalmente una sociedad compleja basada en ellos. Así, pues, la ideología es inmanente a los principios antiautoritarios que subyacen a su práctica, y uno de los principios más explícitos es que las cosas deben seguir siendo así.
Para terminar, me gustaría poner sobre el tapete alguna de las cuestiones relativas a la alienación y a sus implicaciones generales para la práctica política suscitadas por las redes de acción directa. ¿Cómo se explica que, por más que apenas pueda decirse que exista alguna otra área social de referencia de la política revolucionaria en una sociedad capitalista, el único grupo que con toda probabilidad expresa simpatía hacia su proyecto esté compuesto de artistas, músicos, escritores y aquellos que desarrollan algún tipo de producción no alienada? Seguramente debe haber un vínculo entre la experiencia real de imaginar cosas en un primer momento y luego hacerlas realidad, individual o colectivamente, y la capacidad de pergeñar alternativas sociales, en particular, la posibilidad de una sociedad de suyo basada en formas menos alienadas de creatividad. Podríamos indicar incluso que las coaliciones revolucionarias tienden siempre a descansar en una especie de alianza entre los menos alienados de una sociedad y los más oprimidos; de este modo, podríamos decir que las revoluciones reales tienden a producirse cuando estas dos categorías se superponen lo más abiertamente posible.
Esto último nos ayudaría al menos a explicar por qué casi siempre parecen ser los campesinos y los artesanos –o inclusive los antiguos campesinos y artesanos recientemente proletarizados– los que de hecho derrocan a los regímenes capitalistas; mientras que no sucede lo mismo con aquellos habituados a generaciones de trabajo asalariado. También ayudaría a explicar la extraordinaria importancia de las luchas de los pueblos indígenas en el nuevo movimiento: tales personas tienden a ser al mismo tiempo los menos alienados y los más oprimidos de la tierra. Hoy día, cuando las nuevas tecnologías de comunicación han hecho posible incluirles dentro de alianzas revolucionarias globales, así como de resistencia y revuelta locales, resulta casi inevitable que hayan de desempeñar un papel enormemente inspirador.
** Texto extraído de la revista "The New Left Revew, Nº13, enero-frebrero de 2002 (pp. 139-151).
Notas
[1] Los hay que asumen tan profundamente los principios anarquistas de antisectarismo y indefinición prospectiva que a veces se muestran reticentes a llamarse «anarquistas» por este preciso motivo.
[2] Leído por el Subcomandante Marcos durante el cierre de la sesión del Primer Encuentro Intercontinental, 3 de agosto de 1996. Our Word is our Weapon: Selected Writings, Juana Ponce de León, ed., Nueva York, 2001.
[3] Sin duda, ayudar a echarlo abajo supuso una de las experiencias más estimulantes de la vida del autor.
[4] Entrevista con Yvon LEBOT, Subcomandante Marcos: el sueño zapatista, Barcelona, 1997, pp. 214-215; Bill WEINBERG, Homage to Chiapas, Londres, 2000, p. 188.
[5] «En 1905-1914, la izquierda marxista estaba en la mayoría de los países en los márgenes del movimiento revolucionario, el meollo de los marxistas estaba identificado con una socialdemocracia no revolucionaria en la práctica, mientras que el grueso de la izquierda revolucionaria
era anarcosindicalista o al menos mucho más cercana a las ideas y a los ánimos del anarquismo que a las del marxismo clásico», Eric HOBSBAWM, «Bolshevism and the Anarchists», Revolutionaries, Nueva York, 1973, p. 61 [ed. cast: Revolucionarios, Barcelona, Crítica, 2000].
[6] Por supuesto, siguen existiendo los que podríamos denominar grupos anarquistas «con A mayúscula», tales como, pongamos por caso, la North East Federation of Anarchist Communists, cuyos miembros deben aceptar la plataforma de los comunistas anarquistas redactada por Nestor Makhno en 1926. Sin embargo, los anarquistas con «a minúscula» son el verdadero centro del dinamismo histórico en la actualidad.