Imagen: "1° de Mayo", Ricardo Carpani (1964).
Nada resulta más cercano a la metafísica que la autoproclamación vanguardista, la definición a priori de la fracción de pueblo destinada a liderar la revolución, el tallado en piedra del verdadero partido de la clase. Nada resulta menos riguroso, que negar la existencia de personalidades y organizaciones que anticipan los cambios más importantes de su tiempo.
De un lado, los adoradores de la verborragia proletaria, los paradójicamente idealistas del comunismo-ciencia exacta. Del otro, los que escurren el bulto de la Historia, los haraganes incapaces de aprender de la propia experiencia social y política de su tiempo, los que prefieren mil veces burlarse de los errores ajenos a cometer los propios, los que disfrutan de la catarsis del pataleo quejón, pero desconfían siempre de cualquier proceso de poder popular realmente existente.
Hijos del cansancio y la derrota, atragantados con aparatos y fantasmas, nuestro tiempo ha parido una camada de militantes escépticos a cualquier fuerza organizada, a cualquier espíritu fuerte y cultivado en las artes de la política. Nace el antivanguardismo como antídoto al abuso de poder y el iluminismo, pero culmina comportándose como reflejo temeroso a las contradicciones propias de estar organizado, a las contradicciones que despierta ser fuerza motora originaria de algo; en última instancia, reactivos ante el mérito para la conducción colectiva.
Llevado a los individuos, la negación de la vanguardia es la negación de la singularidad, una extraña combinación de espontaneísmo y mecanicismo, es la creencia irresponsable de que todo sería igual sin nosotros, o bien, que las cosas ocurren en un simultáneo acuerdo telepático sin esfuerzos previos. Un pensamiento razonable para una mente suicida, jamás para un cuerpo y un espíritu vivo.
La masa existe, pero no está dentro del abanico de opciones a elegir por la fracción consciente del pueblo. Existen, claro está, quienes se camuflan entre la masa, no por estar objetivamente condenados a ser informes, sino porque defienden allí sus intereses: la comodidad, la despreocupación, el espacio íntimo donde lamerse la herida diariamente hasta fenecer. Culminan siendo grandes servidores del statu quo, sembrando un escepticismo quejón, desclasado y desprovisto de toda propuesta alternativa.
Solo un burro o un atorrante se coloca fuera de los problemas de su tiempo, o peor, fuera de la búsqueda de soluciones a dichos problemas. Saber que las obras rebeldes son siempre producto de un pueblo en marcha, obras cuyo mérito es exclusivamente colectivo, no quita una pizca de verdad a que existe siempre un antes, donde la puja de la voluntad de gente concreta dio en el clavo y forjó las condiciones para que esa fuerza colectiva se exprese y triunfe.
La etiqueta de vanguardia no se compra en el supermercado, ni se gana en un sorteo entre los leídos del Manifiesto, ni mucho menos viene con el título profesional de institución alguna. Pero nada ha ocurrido en la historia sin ella. Siempre existe, en movimiento, en contradicción dentro y entre clases; se recrea en la disputa genuina de proyectos políticos. Solo la ciencia histórica podrá identificar ex - post los elementos de vanguardia de los grandes sucesos.
Las vanguardias han desafiado siempre la letra de molde: campesinas, indígenas, fascistas, liberales, capitalistas, comunistas, socialistas, anarquistas, nacionalistas, hombres y mujeres, jóvenes y veteranos, violentos y pacifistas, intelectuales, militares, burgueses, obreros y artesanos… La vanguardia no está destinada a ser mejor, pero representa objetivamente la fuerza vital que mueve la sociedad de su tiempo, lo anticipa, no por premonición, sino a pura fuerza organizada. Tan caprichosa la historia, que el sujeto profético proletario protagonizo únicamente la revolución de 1917, cuando rezaba el manual que aun restaba tiempo de rebeldía burguesa para que esa clase estuviera en condiciones de conducir la sociedad.
Nada resulta más irritante que un sindicalero panzón, aburrido de hacer cebo, haciendo gárgaras del linaje proletario, como si perteneciera a la familia real; nada más repulsivo que un intelectualoide, cuya fuerza vital llega a la capacidad de dar vuelta una página o cliquear un mouse, despreciando los esfuerzos revolucionarios concretos forjados por pueblos hermanos; nada más irrisorio que un riquillo acomodado al frente de un partido de izquierda.
La historia ha visto todo, pero jamás una persona rutinaria encenderá una chispa rebelde, como un partido institucionalizado moverá cimiento alguno, ni un gremio con finalidades reducidas al reivindicacionismo forjará ningún hombre ni mujer nueva.
Cada día nuestro pueblo engendra sus candidatos y candidatas a vanguardias... pocos, decenas, cientos de individuos, colectivos, organizaciones, movimientos y partidos. ¡Bienvenidos! Solo entre valientes que buscan genuinamente la revolución social, que pujan y se organizan, diversos en su ideología, diversos en su puesto de construcción social, se forja la síntesis colectiva capaz de brindar una alternativa a las fuerzas de dignidad de nuestro pueblo. Ha llovido mucho este centenario, ha lavado mucha más sangre que tinta… Importa poco quien será la vanguardia, pero mucho todos los intentos de nuestra voluntad organizada por torcer la Historia.
Serie: Los militantes