Imagen: Barbara Kruger
La crítica de las masculinidades hegemónicas, así como la necesidad de problematizar las implicancias que para los hombres supone el patriarcado es algo que algunos varones se atrevieron a hacer, este es el caso del artículo de Diego Faraone publicado recientemente en Brecha, “Nos compete”[if !supportFootnotes][1][endif]. Allí se pone de manifiesto que el patriarcado como sistema de opresión de los hombres hacia las mujeres también se cobra víctimas en las filas masculinas a través de un fenómeno social del que poco se habla: el suicidio. En nuestro país, la tasa de suicidios es cuatro veces mayor en hombres que en mujeres. Algunos análisis de este fenómeno ponen el foco en la construcción de la masculinidad hegemónica que pauta varones proveedores, aptos para la competencia en el mercado y que se distinguen socialmente en la esfera pública. Las masculinidades que no alcanzan a situarse en dicho “ideal” regido por la fuerza, el poder, competitividad y la racionalidad del macho fracasan, el dominante se vuelve dominado de aquello que enviste su dominio y la fragilidad se manifiesta a través de la autoeliminación. También es posible observar que un número importante de feminicidas se suicida luego de quitarle la vida a su pareja o ex pareja.
La necesidad de algunos varones de cuestionar la masculinidad hegemónica, de un ”hacernos cargo” expresa también y de forma aparejada, la necesidad de ser incluídos en el movimiento feminista por entenderse parte constitutiva del problema a la vez que víctimas. Lo que Faraone no cuestiona, o pasa por alto al igual que aquellos varones que demandan “universalidad” a la hora de objetar la táctica del movimiento feminista en nuestro país, es en qué grado y de qué manera el patriarcado nos implica a varones y a mujeres, dejando fuera del análisis dos aspectos fundamentales: los privilegios que el patriarcado le otorga a los sujetos por haber nacido varones, y las implicancias que la pretendida “universalidad” puede tener a la hora de llevar a cabo las luchas.
Es imposible no ver en la demanda de inclusión y participación de algunos varones indignados de tanto “sectarismo”, la gran trampa que pretende re territorializar el problema y colocarlo en un lugar tan asimétrico como el del comienzo, pues bajo la exigencia de participación operan similares relaciones de poder, expresadas ahora tras el altruismo militante del varón que por fin se dio cuenta que también tiene algún tipo de responsabilidad en el asunto. Y están enojados, porque las feministas no los dejamos participar, a ellos, fijate vos, que también les compete.
Cualquier planteo que pretenda cuestionar la masculinidad hegemónica sería más sensato si comenzara por asumir los privilegios antes que exigir como legítima la participación en un movimiento que no lo ha llamado y probablemente nunca lo hará, porque de esto depende su empoderamiento y enunciación como sujeto político. Pero esto no es un capricho de un montón de locas fanatizadas que se ponen a pelear la guerra entre los sexos. No. Esto tiene que ver con el carácter de la opresión y los modos que se ha dado históricamente el movimiento feminista para resolverlo. Lo que constituye la especificidad política de la lucha feminista propiamente dicha incomoda, porque nos enfrenta a reconocer los privilegios que este sistema otorga a un conjunto de varones (lo cual no supone negar que también los oprime), pues el patriarcado como sistema social introyectado a través de complejos procesos de socialización que comienzan en la familia y se construyen en gran medida a través de estereotipos sexistas, encarna en tus compañeros, tu papá, un hermano o tu pareja. Por esta razón debe ser una tarea política primordial (y esto ha sido uno de los aportes fundamentales del feminismo), politizar nuestros vínculos personales y nuestra afectividad, atrevernos a desnaturalizar y deconstruir los roles, pues lo personal es político.
Entonces, invertir el camino y comenzar por reconocer primero los privilegios puede llevarnos luego a querer entender, acompañar, dar una mano, que no es lo mismo que demandar participación. Sería mejor preguntarse si les compete porque también son víctimas del patriarcado o porque son mayoritariamente hombres los ejecutores de feminicidios, acoso, violaciones, abuso. ¿Por qué equiparar entonces la ambigüedad del varón víctima-victimario con las mujeres que históricamente han ocupado un lugar simbólico y material supeditado?
La lucha contra el patriarcado en el marco de relaciones sociales de opresión y explotación capitalistas también pauta para las mujeres una acción política diferenciada, donde tenemos que enfrentarnos muchas veces a compañeros de clase para obtener reconocimiento político, para permitirnos decir más allá de la esfera doméstica, para pugnar por espacios simbólicos que trascienden los estereotipos de secretaria o “mujer de”, para que no sea necesario masculinizarnos para ser tomadas en cuenta, para que no nos peguen, para que no nos maten. Es esta acción diferenciada la que nos permite pensarnos, la que oficia no sólo como vigilia epistemológica sino también motor de acción, como potencia. Y no son pocos los desafíos para todas aquellas feministas que nos planteamos la lucha contra el capitalismo y el patriarcado en su conjunto. Los espacios mixtos [2] en general, así como los espacios que tradicionalmente articularon la lucha de clases como los sindicatos, fueron (y siguen siendo) lugares hostiles y masculinizados para las mujeres, complejizando la tarea y las posibilidades de articular las demandas del movimiento feminista con las demandas tradicionales derivadas de la lucha de clases:
(…) el sectarismo de la izquierda ha demostrado tradicionalmente en la relación con las luchas feministas es una consecuencia de su interpretación reduccionista del alcance y los mecanismos necesarios para el funcionamiento del capitalismo así como la dirección que la lucha de clases debe tomar para romper este dominio. (Federici, 2013:52).
La reacción más inmediata ha sido construir espacios de mujeres para el encuentro, el empoderamiento y el trabajo desde la especificidad política. Algo que comienza como necesidad organizativa luego establece la regla y desde estos colectivos de mujeres se intenta pensar el trabajo hacia los diversos espacios sociales y políticos. Esto quizás expresa más la aversión de dichos espacios a los planteos del feminismo que las ansias de éste por constituirse en un movimiento únicamente de mujeres, pues el movimiento feminista reúne también la acción organizada de los sectores de la clase oprimida en tanto propone las tareas necesarias para la transformación de la consciencia para el cambio social. Visibilizar las distintas formas de la violencia hacia las mujeres ha sido una de sus tareas más importantes, y también uno de los logros como movimiento. Las conquistas que a lo largo de la historia las mujeres han conseguido fueron también producto de su propia lucha, pues entre otras derivaciones que impone el patriarcado en su imbricación con el capitalismo, se encuentra la propia fragmentación de la clase, y no al revés, señores. El feminismo constituye una expresión organizativa de una estrategia general de clase, otra posibilidad de articular la lucha de clases fuera de sus escenarios tradicionales. Una lucha dentro de otra lucha.
Entonces ¿cuál es el lugar de los hombres en esta lucha?
El lugar de los hombres en el feminismo es una pregunta tan molesta como necesaria, pues a diferencia de la explotación de clases donde está claro, en términos objetivos y subjetivos, quién es el “enemigo” y qué se debe hacer para invertir las relaciones de poder, con el patriarcado se vuelve más difuso el asunto. Esta compleja dialéctica del amo y el esclavo supone que nuestros opresores no sólo son compañeros de clase, sino que son nuestros amigos, nuestra pareja, parte de nuestra familia. Entonces, ¿cómo desarticular discursiva y materialmente la dominación cuando lo interpersonal y lo afectivo se cruzan permanentemente? ¿Cómo plantearnos estrategias que nos permitan organizar la lucha contra el capitalismo y el patriarcado? Esto tiene que ver con las discusiones que el movimiento feminista se ha dado, y aunque no llegue a conclusiones definitivas, deja claro que la lucha es contra el patriarcado, no contra los hombres. Reconocer lo que nos enfrenta puede generar miedo e incomodidad, pero los modos en los que el capital estructura nuestro trabajo no pueden ser confundidos con las formas en que organizamos nuestras luchas. El feminismo enuncia, grita la desigualdad y la opresión de la que no es responsable e incomoda, a hombres y mujeres. El capitalismo nos fragmenta, el machismo nos fragmenta, los modos de hacer política desde el patriarcado nos fragmentan.
Centrarse en los privilegios, por lo tanto, supone una práctica política bien distinta a la que demanda por un espacio dentro del feminismo. Centrarse en los privilegios implica entre otras cosas, construir espacios de varones para cuestionar la masculinidad hegemónica, colocar la opresión de las mujeres como preocupación política en los espacios sociales de los que somos partícipes, utilizar los espacios de construcción política mixtos como gremios, sindicatos, organizaciones políticas y barriales para promover el feminismo a través de la incorporación de la temática, promover la conformación de espacios de género o espacios de mujeres, supone acompañar las decisiones de las compañeras que discuten diariamente cómo llevar a cabo su lucha sin subestimarla o desmerecerla, sin ejercer paternalismo. Es preguntarse también cuánto de esto tenemos naturalizado y cuánta importancia política le damos en nuestras orgánicas militantes, porque politizar los vínculos interpersonales implica también que se promuevan espacios orgánicos para reflexionar sobre estos temas, entendiendo que todas estas omisiones configuran expresiones de violencia machista. [if !supportLineBreakNewLine] [endif]
Centrarse en los privilegios es politizar nuestros afectos, entender que nuestras prácticas cotidianas expresan las relaciones de poder alienantes y mercantilizadas, atravesadas y reconfiguradas por el relato patriarcal, es reparar con minuciosidad los modos en que distribuimos las tareas en el hogar, cómo pensamos los cuidados, cómo ejercemos nuestra sexualidad. Es plantearse también cómo sensibilizar a otras mujeres y a otros hombres, cómo transversalizar las luchas desde la preocupación del género, es hacer pedagogía junto con nosotras que debemos justificar casi permanentemente que el feminismo es esto y no aquello. Sería interesante ver que los varones también nos acompañan trasladando esta tarea pedagógica a sus propios espacios, en sus núcleos familiares, con sus amigos, cuestionando el sexismo naturalizado.
Queda planteada una trinchera, es cierto, pero tras ésta, un campo de batalla en todo aquello que llamamos vida cotidiana y vínculos interpersonales-afectivos, un escenario donde romper las alianzas sobre las que descansa el patriarcado, intentando no recomponer en otras formas aquello contra lo que luchamos.
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Mariana Matto es integrante del Comité Editorial de Hemisferio Izquierdo
Notas:
[if !supportFootnotes](1) https://brecha.com.uy/nos-compete/
(2) Espacios en los que participan hombres y mujeres indistintamente.
Bibliografía
- Federici, Silvia. 2013. Revolución en punto cero. Trabajo doméstico, reproducción y luchas feministas. Madrid: Traficantes de sueños