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Ignacio Narbondo*

La renta en la historia y la historia de la renta. El papel del sector agropecuario en Uruguay


Imagen: "La Partida", Florencio Molina Campos

Nací en tierras de estancieros,

y ya me sé de memoria

que aquí se escribe la historia

según valen los terneros.

A. Zitarrosa

La renta agraria y los ciclos económicos

Los incisivos versos de Zitarrosa sintetizan de manera magistral un hecho relevante: los dilemas actuales e históricos de la economía uruguaya están profundamente ligados con la evolución de su producción agropecuaria. El agro uruguayo fue, es y seguirá siendo al menos por un buen tiempo el sector dinamizador de la economía en la medida que, desde los orígenes coloniales hasta hoy, nuestra inserción internacional depende de la producción de productos primarios[1]. Esto implica, por un lado, que el agro constituye la principal fuente genuina de divisas (básicamente dólares) con los que se importan las máquinas, equipos, insumos y bienes de consumo final que no se producen aquí. Por otro, y fundamentalmente, porque es la principal fuente de excedentes, captados desde la economía mundial y luego distribuidos entre distintos sujetos y sectores. Esto es lo que se conoce como renta diferencial de la tierra, o más simplificadamente “renta agraria”, que constituye un ingreso extraordinario derivado del hecho de que nuestros bienes exportables se producen en tierras con mejores condiciones de productividad natural que las de los demás competidores en el mercado mundial. Nuestras pasturas naturales y suelos agrícolas nos han dado ese privilegio. Los cambios en los precios internacionales de los productos primarios (alimentos y materias primas) son los que hacen fluir la renta agraria a lo largo y ancho del mundo[2]. Esta renta captada es luego distribuida entre clases y sectores agrarios y no agrarios a través de distintas vías: el precio de la tierra, los impuestos, el tipo de cambio y los precios relativos de insumos, medios de producción y bienes de consumo final.

Seguirle la pista a la evolución de la renta agraria en Uruguay ayuda a explicar en buena medida los ciclos económicos a lo largo de su historia, que constituyen a su vez la base material de sus ciclos políticos. Así pasó con el ciclo de crecimiento entre 1870 y 1930 (especialmente hasta 1914), cuyos principales correlatos políticos fueron el militarismo de fines del siglo XIX y el batllismo de principios del XX. También con el período de fuerte crecimiento de las décadas de 1940 y 1950, que dio lugar al modelo de industrialización dirigida por el Estado (el “segundo batllismo”). Y finalmente con la última gran etapa de crecimiento, entre 2003 y 2014 que habilitó el “batllismo del siglo XXI”: el modelo de crecimiento con políticas distributivas de los gobiernos del Frente Amplio. Todos estos períodos de dinamismo económico (los más importantes en la historia del país) coincidieron con etapas de fuerte crecimiento de los precios internacionales de los productos agropecuarios de exportación (la carne, la lana y los cueros, hoy complementados con la soja, la celulosa, los lácteos y el arroz)[3].

Naturalmente que la conexión entre los ciclos de la renta agraria y los ciclos políticos no es mecánica, y existen muchos otros factores que inciden en la dirección y la intensidad de las dinámicas sociopolíticas. Pero los ciclos de la renta colocan las condiciones de posibilidad y de presión, “marcan la cancha” en la cual se juega el partido de las disputas de poder en la sociedad uruguaya.

Por distintos motivos en ninguno de estos ciclos se logró canalizar el flujo de renta para transformar de manera efectiva y duradera la estructura económica del país. Por el contrario, la renta agraria cumplió el papel de compensar y financiar un aparato productivo ineficiente en términos generales. El resultado fue la consolidación de una economía agrodependiente, raquítica, desigual y extremadamente vulnerable a la volatilidad de los precios internacionales de los productos primarios y de los flujos externos de capital[4].

El agro y la captación de la renta

¿Cuál ha sido el papel específico del agro en esta historia? Una mirada de largo plazo evidencia que el sector constituyó al mismo tiempo la principal fuente de dinamismo de la economía uruguaya y un importante obstáculo para su despegue. La clave estuvo en la evolución de su capacidad para captar renta internacional de la tierra y en la posibilidad de distribuirla. Esa capacidad resulta de la combinación de dos formas diferentes de la renta diferencial de la tierra. La primera, denominada renta diferencial de tipo I, se deriva del potencial productivo natural de los suelos y crece sólo con el aumento de los precios (cuando la demanda aumenta y/o se incorporan peores suelos a la producción mundial). La segunda, la renta diferencial de tipo II, depende de las mejoras en la productividad del trabajo aplicado a la tierra derivadas de las inversiones y el progreso tecnológico, y constituye el único modo endógeno de mantener o incrementar la captación de renta. El modo en que esa renta fluye y se distribuye a la interna de la sociedad depende, a su vez, de las características de la estructura agraria.

La etapa fundacional del Uruguay moderno, el período 1870-1914, basó su crecimiento en la captación de renta diferencial por la vía del incremento de los precios de los productos ganaderos en el mercado internacional y de mejoras tecnológicas sustantivas en la producción pecuaria. La revolución ovina, el alambramiento de los campos, el mestizaje del ganado y la aparición de la industria frigorífica dinamizaron una ganadería que arrastró el crecimiento y la modernización del resto de la economía. Ese mismo proceso cristalizó la estructura concentrada de la propiedad de la tierra y el poder de los estancieros que marcó para siempre al Uruguay (en aquel entonces menos del 10% de los propietarios controlaban más del 60% de la tierra). El intento del batllismo de limitar la concentración de la tierra, transformar la estructura agraria y promover la diversificación el sector y la economía despertó la reacción de los estancieros y se truncó con el “alto de Viera” de 1916.

Agotada la trayectoria tecnológica que había posibilitado el crecimiento de la ganadería el sector entró en una larga fase de estancamiento tecnológico y productivo que se prolongó hasta bien entrada la década de 1970. Sus indicadores de eficiencia técnica prácticamente no cambiaron en todo el período y la captación de renta pasó a depender fundamentalmente de la evolución de los precios internacionales de los productos pecuarios (que continuaron siendo el grueso de las exportaciones), con lo cual se abrió una brecha creciente entre la renta potencialmente captable y la efectivamente captada. Muy oscilantes a lo largo del período (con picos en la década de 1920) los precios volvieron a tener un auge importante entre 1930 y 1955 (especialmente desde mediados de los '40). Este fue el sustento del segundo batllismo que, sin afectar la estructura de propiedad de la tierra, canalizó una parte de esa renta hacia la industria, rubros agropecuarios orientados al mercado interno, incrementos salariales y el fortalecimiento del Estado. Los principales mecanismos para instrumentarlo fueron los tipos de cambio diferenciales, los impuestos y la regulación de precios y salarios. El intento transformador nuevamente caducó: la caída de los precios internacionales hacia mediados de la década de 1950 y la incapacidad de constituir una industria eficiente y competitiva hicieron fracasar el modelo.

Desde entonces la captación de renta comenzó una larga caída de la mano del deterioro progresivo de los precios internacionales. A partir de la década de 1970 el agro entró en una fase de reestructura, con algunos indicios de cambio técnico en la ganadería de la mano de la incorporación de praderas artificiales, la aparición de rubros de exportación no tradicionales y de elevado dinamismo tecnológico (como la lechería, el arroz y la citricultura), y la descomposición progresiva de la producción familiar como resultado de las políticas de apertura económica y comercial.

Recién a comienzos del siglo XXI una nueva etapa de crecimiento de los precios internacionales de los productos primarios (de la mano de la demanda de los países asiáticos), de expansión las commodities en los mercados bursátiles, y de flujo de capitales desde los países centrales (asociados a bajas tasas de interés del dólar) desencadenaron una serie de transformaciones en el sector que por su magnitud e impactos pueden compararse con aquellas del período modernizador fundacional (1870-1914). Los principales cambios pueden resumirse en los siguientes:

  • La aparición de nuevos rubros de exportación con la consolidación de la forestación (que venía en expansión desde la década de 1990) y la explosión de la agricultura de la mano del cultivo de soja. Entre ambas superan hoy las 2,5 millones de hectáreas, desplazando parte importante de la superficie destinada a la ganadería de carne y lana y a la lechería. Las exportaciones de soja se volvieron tan relevantes que llegaron a superar a las de carne, algo inédito en la historia económica del país. Por ese camino vino también una diversificación importante de los destinos de exportación, que hoy tienen a China como el más relevante.

  • El surgimiento de un nuevo actor empresarial: el agronegocio. Empresas estrechamente vinculadas con los capitales financieros a nivel global y grandes compañías transnacionales que controlan las cadenas agroindustriales en el mundo, que llegaron a Uruguay para invertir en la producción primaria a gran escala, en la agroindustria (frigoríficos, plantas de celulosa y molinos) y en el negocio del acopio y la exportación de productos.

  • La incorporación de cambios tecnológicos significativos que incrementaron la productividad del sector agropecuario en su conjunto: la siembra directa (que permitió aumentar la productividad del trabajo y la intensidad del uso de la tierra), el uso de maquinaria sofisticada, el uso creciente de insumos (fertilizantes y fitosanitarios), la mejora en la implantación de praderas y el uso cada vez mayor de suplementos para el ganado (especialmente en la lechería y en la invernada vacuna). De la mano de estos cambios emergió también la problemática ambiental, asociada a los impactos ecológicos provocados por la intensificación de la producción, fundamentalmente la degradación de suelos y la contaminación del agua.

Como resultado la productividad y la rentabilidad crecieron sustancialmente (revirtiendo definitivamente el estancamiento del sector), la demanda por tierras aumentó y su precio se multiplicó por siete en menos de 15 años. Todos estos cambios reprodujeron la característica fundante de la estructura agraria del Uruguay, su elevadísima concentración, pero también la transformaron dramáticamente en muchos aspectos. Las sociedades anónimas (en buena medida expresión del agronegocio) pasaron a controlar el 50% de la propiedad de la tierra y a compartir el poder económico con los estancieros tradicionales. Como resultado en la actualidad apenas unas 4 mil empresas (entre nacionales y extranjeras) controlan más del 60% de la superficie productiva del país. La agricultura familiar, por su parte, continuó el proceso de descomposición que arrastra desde mediados del siglo XX y una parte importante de los pequeños y medianos productores propietarios de tierra se reconvirtió hacia distintas formas de rentismo. Aparecieron también nuevos actores intermedios, los prestadores de servicios de maquinaria y los contratistas de trabajo, y el mercado de fuerza de trabajo atravesó un proceso de feminización relativa y segmentación por calificación.

Este último gran flujo de renta (captado tanto por incremento de precios como por mejoras tecnológicas) dinamizó el conjunto de la economía y posibilitó el desarrollo de las políticas compensatorias y distributivas que caracterizaron a los tres gobiernos del Frente Amplio, sin que se produjeran modificaciones sustantivas en la estructura productiva y de poder en Uruguay. La desaceleración de la actividad económica en los últimos dos años tras la caída de los precios internacionales de los productos primarios constituye la expresión más cercana en el tiempo de nuestra dependencia de los ciclos de la renta de la tierra.

Pasando raya puede decirse entonces que la capacidad de generar y captar renta por parte del agro fue elevada entre fines del siglo XIX y principios del siglo XX de la mano de la renta diferencial tipo I y II (ventajas naturales y mejoras tecnológicas); durante buena parte del siglo XX pasó a depender casi exclusivamente de los precios internacionales (renta tipo I) como resultado del estancamiento productivo de la ganadería, cayendo progresivamente desde mediados de siglo; y finalmente volvió a incrementarse sobre la base de las formas I y II en los últimos 15 años.

Así, los grandes nudos problemáticos que condicionaron la capacidad de captar y canalizar la renta agraria hacia la transformación de la estructura económica pueden sintetizarse en dos: la estructura de propiedad de la tierra y la dinámica tecnológica del sector agropecuario. La primera conformó un campo concentrado y despoblado, encauzando el grueso de la renta hacia unos pocos terratenientes y empresarios rurales criollos y extranjeros, y con ellos hacia destinos inciertos (probablemente consumo suntuario, inversiones inmobiliarias y de cartera dentro y fuera del país), claramente sin efectos dinamizadores duraderos sobre el resto de la economía. La dinámica tecnológica del agro, por su parte, ha potenciado en algunos períodos (como el actual) y limitado profundamente en otros la capacidad de generar renta. El problema del agro no parece estar tanto en los límites que su estructura agraria impone al cambio tecnológico y la eficiencia productiva, como durante mucho tiempo entendió parte importante del pensamiento de izquierda, como en el hecho de que el poder económico, social y político de los dueños de la tierra bloquea las posibilidades de re-direccionar la renta hacia fines socialmente valiosos: potenciar de manera eficaz las capacidades productivas y creativas del país.

Algunos desafíos

Así las cosas, parece difícil pensar cambios sustantivos en la estructura económica del Uruguay sin potenciar la capacidad de captar la renta agraria, apropiarla socialmente y canalizarla de un modo eficaz. La renta es de todos los uruguayos y es un volumen de recursos demasiado importante como para dejarlo pasar por el costado. Estimaciones recientes muestran que la renta de la tierra apropiada por terratenientes y empresarios agropecuarios capitalistas fue, solo en 2014 (último año de alto crecimiento), de alrededor de 1.600 millones de dólares[5]. Solo a modo de ejemplo es un monto que duplica el necesario para cubrir la brecha entre el objetivo programático del gobierno de alcanzar un presupuesto equivalente al 6% del PBI para la educación (ese año fue de 4,5%), y cuadruplica la diferencia entre el 0,25% del PBI que en ese año el Estado destinó a actividades de Investigación y Desarrollo y el 1% también planteado como objetivo por el gobierno. Si se toma el período 2000-2015 la renta captada por esos mismos sujetos totaliza un monto de más de 13 mil millones de dólares. Para tener una idea relativa de esa magnitud téngase en cuenta que la eventual nueva planta de celulosa de UPM requeriría una inversión de unos 5 mil millones de dólares.

Esto plantea la necesidad a recolocar el debate sobre la reforma agraria en el Uruguay. Tanto por razones distributivas como de soberanía económica y política resulta ineludible la tarea de afectar la estructura de poder en el sector agropecuario, transitando progresivamente hacia una socialización de la tierra y de la renta. Para esto serán necesarios mecanismos impositivos agresivos, la participación directa del Estado en la propiedad territorial, el apuntalamiento de la agricultura familiar con políticas más fuertes de acceso a tierra, y el impulso de otras formas de propiedad social en el campo. El avance hacia el control social de la agroindustria y el comercio de exportación, los primeros puestos de arribo de la renta agraria (hoy fuertemente extranjerizados), es también una tarea necesaria, aunque de más difícil concreción en lo inmediato por los elevados requerimientos técnicos y de inversión de capital que implica.

Controlada la renta se abre el problema de su utilización. Una porción debería ser orientada a potenciar las capacidades productivas y de competitividad del propio sector agropecuario. Si bien la dinámica tecnológica y de innovación en el agro ha sido muy intensa en los últimos 25 años, aún persisten sectores con importantes brechas de productividad respecto a su potencial. La ganadería de cría y la lechería son los más destacados, pero también la producción horti-frutícola y buena parte de los productores familiares en todos los rubros en los que están presentes. En ese sentido parece imprescindible un apuntar a un sistema de investigación, extensión y asistencia técnica para el agro más articulado, integral y de amplio alcance que el actual, que incorpore seriamente el problema tecnológico de la agricultura familiar y promueva estrategias ecológicamente sostenibles de intensificar la producción.

El otro uso estratégico de la renta debería estar orientado a transformar la matriz productiva del Uruguay. Es un desafío ineludible transitar hacia una estructura económica menos vulnerable a la volatilidad de los precios de las materias primas, y en consecuencia menos dependiente. Esto implica impulsar el desarrollo de sectores alternativos al agro, con distintos niveles de encadenamiento con él, con altos niveles de eficiencia y conocimiento incorporado. Son muchos los ejemplos de capacidades de los uruguayos para producir cosas socialmente útiles, netamente innovadoras y de modo altamente eficiente[6]. El exitoso desarrollo de la industria del software en los últimos años es solamente el más reciente y conocido. El desafío es el de potenciar las enormes capacidades creativas que están latentes en la sociedad uruguaya, incubarlas, protegerlas e impulsarlas para que se vuelvan también sello distintivo del país, fortaleciendo pero también complementando la inserción en el mundo de nuestra producción agropecuaria[7].

Esto requerirá de un mejor financiamiento del sistema educativo y de las capacidades en ciencia, tecnología e innovación, pero también de la creatividad en la búsqueda formas alternativas a la propiedad privada (y no por ello menos eficientes) en los nóveles sectores. El camino autoritario, pro-empresarial y disciplinador de la fuerza de trabajo de Corea del Sur (uno de los casos más exitosos de “salto hacia el desarrollo” en el mundo) no parece el más atractivo. Nuevamente, la combinación de formas de propiedad estatal y social que articulen democracia económica, gestión solvente y eficiencia productiva resultan vitales para evitar reproducir una estructura económica ineficiente y desigual. El desafío de fondo es el de construir estructuras de incentivos que compatibilicen la socialización de recursos, oportunidades e ingresos con la motivación a crear e innovar.

Las capacidades para hacerlo están allí, hay que potenciarlas donde estén activas, despertarlas donde estén latentes y buscarlas donde estén escondidas, para que los trovadores del futuro no nos canten resignados los versos de Zitarrosa y nos puedan regalar otros como este (o mejores),

Nací en tierras de extranjeros,

de riqueza amorralada,

donde pocos se jugaban

por un cambio popular,

y nadie quería tocar

la renta despilfarrada.

Ahora la patria es de todos,

somos iguales y hermanos,

le dimos vuelta la mano

a las viejas camarillas,

ya no mandan cajetillas

ni los precios de los granos.

* Ignacio Narbondo es Ingeniero Agrónomo y docente de la Udelar.

Notas

[1] En la actualidad los productos de origen agroindustrial constituyen aproximadamente el 75% del total de las exportaciones. Durante buena parte del siglo XX representaron más del 90%, en los años ‘80 y ‘90 descendieron a alrededor de un 60% pero nunca bajaron de ese nivel.

[2] Por una explicación más precisa de la categoría renta de la tierra y sus implicancias para los países latinoamericanos ver los artículos ¿Y dónde está la renta? Los terratenientes agrarios en el Uruguay contemporáneo (de Gabriel Oyhantçabal) y Renta Agraria en Uruguay. Contradicciones de una forma específica de Acumulación (de Rodrigo Alonso y Fernando Barbeito). Ambos fueron publicados en el Número 7 de Hemisferio Izquierdo, La cuestión agraria hoy.

[3] Los períodos de crecimiento de 1972-1981 y 1984-1999, durante los cuales los precios de los productos de exportación padecieron una caída progresiva, fueron menos intensos y sus principales fuentes de dinamismo fueron la reducción del salario real, la flexibilización del mercado de trabajo, la apertura comercial y la desregulación financiera.

[4] Por razones que no es posible desarrollar aquí las economías especializadas en la producción de bienes primarios han demostrado ser menos dinámicas y más volátiles que aquellas especializadas en la producción de bienes industriales y de alto contenido tecnológico.

[5] Oyhantçabal, G., y Sanguinetti, M. (2017). El agro en Uruguay: renta del suelo, ingreso laboral y ganancias. Problemas del Desarrollo 48 (189), 111-137. Es necesario aclarar que esta cifra solamente corresponde a los ingresos extraordinarios de estas dos clases sociales. No está incluida la ganancia “normal” de los empresarios agropecuarios (que no constituye renta de la tierra), ni la renta percibida por los productores familiares dueños de tierra, ni la porción apropiada por el estado vía impuestos (menos del 10% del total). Tampoco está considerada la renta transferida a otros sectores de la economía a través de la sobrevaluación del tipo de cambio.

[6] Ver Sutz, J. 2014. Ciencia, tecnología e innovación en una perspectiva de desarrollo del Uruguay.

[7] Va de suyo que no pueden perderse de vista las condicionantes estructurales de escala que tiene la economía uruguaya para promover transformaciones de este tipo. Ese es un problema de difícil resolución, para la cual resulta imprescindible una adecuada estrategia de integración regional. También se asume que el solo uso de la renta agraria no resolverá todos estos problemas. Pensar fuentes complementarias de financiación y diseñar un adecuado sistema de gestión de esos cambios resulta tan o más vital. Por lo demás, como fue dicho, la renta constituye una fuente de recursos elevada y genuina que es necesario direccionar y aprovechar de mejor manera.

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