Ilustración: "Alfaberización", de Luis Arenal
La cuestión de la “vocación” como ariete contra los trabajadores de la educación
El anuncio de una huelga de docentes de la Argentina reclamando la apertura de la negociación paritaria a nivel nacional a fines de febrero de este año dio lugar a un hecho llamativo: comenzó a difundirse por distintas redes sociales digitales una campaña por la cual numerosas personas se ofrecían a dar clases en reemplazo de los docentes en huelga. La espontaneidad de la campaña fue inmediatamente puesta en duda e incluso se develó que detrás de ella habría habido personal de inteligencia que había cumplido servicio durante el último gobierno militar. Pero tal vez más llamativo aún fue el hecho de que la propia gobernadora de la provincia más poblada, y por ende, con más docentes, del país anunciara que convocaría a aproximadamente sesenta mil de estos “voluntarios”. Aunque aclaró que no reemplazarían directamente a los docentes, sino que serían destinados a dar clases de apoyo en las redes de educación no formal, el objetivo era que los alumnos recibieran educación a pesar de la huelga (1).
Un mes y medio después, al momento de escribir estas líneas, a fines del mes de abril, el conflicto sigue aún en curso, luego de varias jornadas de huelga nacional y en distintas provincias, de manifestaciones y concentraciones masivas, en varios casos seguidas de represión policial, incluido aquella producida en ocasión del primer intento de los docentes de instalar una “escuela itinerante” frente al congreso nacional.
En este marco, el conflicto bonaerense no estuvo tampoco exento de una particular virulencia por parte del gobierno provincial. Al anuncio de la convocatoria a voluntarios siguieron otras medidas como: el anuncio de quitar la personería a sindicatos, los descuentos masivos por los días de huelga, el otorgamiento de un plus salarial a quienes no hubiesen acatado la huelga y la aparición de agentes policiales en escuelas con el objetivo de identificar a los huelguistas. Sin embargo, a pesar de que el registro de voluntarios parece no haber finalmente prosperado (2), su convocatoria fue un ordenador importante del debate en torno a la legitimidad de la huelga, articulando un discurso que reivindicaba la enseñanza como “vocación” desinteresada de quienes priorizan a los alumnos por sobre cualquier otro interés, frente a quienes hacen huelga y toman a los alumnos como “rehenes” con el simple objetivo de negociar mejoras para su bolsillo.
Tal vez uno de las figuras que durante el conflicto expresó de manera más directa y acabada esta idea, haya sido el arzobispo de La Plata, quien rememorando su infancia, dijo que no recordaba que en ese tiempo "haya habido un paro": "no sé si los sueldos de los maestros eran buenos en aquella época, ignoro si existían y actuaban sindicatos del sector. Había maestros y profesores, no «trabajadores de la educación»" (3).
No es que este tipo de declaraciones sea, en absoluto, novedoso. Por el contrario, en ocasión de situaciones de alta conflictividad con los docentes, suele aparecer recurrentemente la contraposición entre la huelga, por un lado, y la actitud vocacional o profesional ante la sociedad y los alumnos, por otro, incluso en la voz de dirigentes de distinto signo político (4). Y más allá de que se enfaticen las similitudes o las diferencias en la política hacia los trabajadores y hacia el sistema educativo entre las sucesivas gestiones de gobierno, lo cierto es que su recurrencia nos obliga a levantar la mirada sobre cada conflicto coyuntural, para tratar de entender si su persistencia no estaría expresando el carácter orgánico, y no meramente circunstancial, de determinados fenómenos en la sociedad argentina.
Este persistente cuestionamiento a la legitimidad con que los docentes pueden identificarse como trabajadores y expresarse en sus protestas como tales nos remite inmediatamente a la pregunta respecto de cuál es su posición misma en la estructura social: ¿son o no efectivamente los docentes parte de la clase trabajadora? ¿qué respuesta se ha dado a esta pregunta desde las ciencias sociales?
Sobre la persistencia de la conceptualización de los docentes como parte de las” clases medias”
La concepción de los docentes como “no trabajadores” tiene un fuerte arraigo en los estudios sobre la estructura de clases en Argentina. En general, a la hora de su clasificación las investigaciones de referencia suelen ubicarlos en un grupo (usualmente, las llamadas “clases medias”, y en especial, en sus capas superiores) distinto a aquel en el que se ubica a la mayoría de los trabajadores (sea que se lo denomine como “clases populares” o “clase trabajadora” o similares). Son pocos los estudios de este campo que den cuenta de la existencia de rasgos o procesos que tiendan a asimilarlos con el proletariado.
Los avances en la investigación sobre la existencia de posibles cambios en la posición social de los docentes provinieron, más bien, de algunos estudios específicos que, llevados adelante desde fines de los ochenta hasta principios de la década pasada por distintos especialistas del campo de la educación, comenzaron a indagar en distintos aspectos de la docencia en tanto trabajo. Varios de ellos tomaban como referencia, entre otras, las ricas reflexiones que algunas corrientes tributarias de la teoría del socialismo científico habían desarrollado, especialmente entre las décadas del setenta y ochenta del siglo pasado, sobre la proletarización de profesionales e intelectuales, tanto en su vertiente conocida como “descalificación laboral” como en la referida a la “proletarización ideológica”.
Estas corrientes tomaban como dimensión central para su análisis el control sobre el proceso de trabajo, observando si el mismo pasaba, y en qué medida, desde quien lo ejecutaba hacia un agente externo que tendencialmente monopolizara la concepción de dicho proceso, indicando así el grado de desarrollo de la subordinación del trabajo al capital, en tanto aspecto inherente al desarrollo de la expropiación de las condiciones de existencia de los trabajadores que necesariamente implica la acumulación capitalista.
Sin embargo, los estudios específicos sobre los docentes en Argentina se dedicaron más bien a analizar distintos aspectos de sus condiciones de vida y de trabajo (sus ingresos, sus hábitos de consumo, la conformación de sus hogares, su forma de contratación, su medio ambiente laboral, etc.), dando cuenta de, o bien una degradación en dichas condiciones, o bien de su insuficiencia en relación a un estándar considerado socialmente normal u óptimo. De esta manera, intentaban dar cuenta de un proceso de “precarización” o “empobrecimiento” al interior de este grupo, proceso que terminaban asimilando al de “proletarización”.
Esta homologación entre ambas caracterizaciones no es tan sencilla como parece y presenta algunas dificultades importantes.
En primer lugar, porque la alteración en las mencionadas condiciones de vida y de trabajo no es necesariamente indicador de una transformación en el propio control sobre el proceso de trabajo. Estas condiciones pueden degradarse sin que se modifique necesariamente el régimen bajo el cual se organiza el trabajo: quien ejecuta las tareas puede hacerlo en condiciones peores (por ejemplo, a cambio de un ingreso menor o de un desgaste laboral mayor), sin que eso esté dando cuenta de una modificación cualitativa en la forma en que se organiza el proceso.
Pero aun cuando asumiéramos que existe una relación entre ambos procesos, la misma no aparece explicitada, sino que, por el contrario, aparecen implícitamente solapadas las figuras del “pobre” y del “proletario”. Sin embargo, no sólo la condición de proletario no implica la de pobre, sino que es bien sabido que algunas capas relativamente acomodadas de obreros asalariados pueden tener condiciones de vida por encima de las capas inferiores de la pequeña burguesía.
De todas formas, el problema principal reside en que, al enfocar en la degradación de determinadas condiciones, la mirada se restringe a la posible existencia de un proceso de “descenso social”, y en este sentido, no es casual que estos estudios hayan terminado concentrándose en determinar hasta qué punto los docentes, en parte o en un todo, han pasado hacia las capas más “bajas” o más “empobrecidas” de las “clases medias”, dejando por fuera de la mirada sobre la posibilidad de que se haya producido, ya no un cambio cuantitativo, como sugiere la propia idea de “descenso” entre estratos superpuestos, sino un cambio cualitativo, que tienda a asimilarlos a la clase trabajadora.
No deja de ser llamativo, además, que se prefiera un enfoque que privilegie la idea del empobrecimiento de las clases medias, y no la de su tendencial pasaje a la clase trabajadora, cuando, de hecho, lo que se trata de explicar es un proceso histórico que ha conducido a la organización masiva de la docencia en sindicatos y a la perseverante adopción de la huelga como modalidad de protesta, formas de organización y de lucha precisamente propias del proletariado.
Entre las posibles causas de la persistencia de esta caracterización no habría que subestimar el hecho de que los estudios sobre el trabajo docente se desarrollaron en un momento donde se difundió, y tendió a ser dominante en el ámbito académico, la idea de que el proletariado estaba inmerso en proceso de inexorable decrecimiento, cuando no ya en vías de desaparición. En el contexto de un clima académico dominado por la idea del “fin de proletariado”, pensar la “proletarización” como proceso posiblemente carecía de sentido.
Similar o mayor papel puede suponerse que ha tenido, y tiene aún hasta hoy en amplios sectores de la academia, aquella concepción, difundida bajos sus formas más elementales, según la cual el ejercicio de funciones intelectuales, e incluso, la propia acreditación de determinados niveles educativos que permiten el acceso a las mismas, suponen la posesión de un determinado “capital educativo”, que necesariamente hace a estos sectores parte de las clases medias.
Dicha caracterización puede no ser problemática en sociedades donde la alta educación funciona como un privilegio de clase, pero no se puede asumir que se mantenga impertérrita, en sociedades, como la argentina, donde el nivel secundario se ha masificado y se ha convertido en legalmente obligatorio y donde la educación superior también parece haberse ampliado considerablemente. Cierto es que se busca dar cuenta de estas transformaciones acudiendo a la existencia de una “devaluación de diplomas” como su resultante. Pero nuevamente la idea de “devaluación”, así como sucedía con la de “descenso”, nos conduce a enfocar en un aspecto cuantitativo, de “grado”, sin explicar necesariamente cómo deviene en una diferencia cualitativa: ¿en qué punto la devaluación se trastoca en una auténtica “bancarrota” de esos “capitales”? ¿cuándo es posible considerar que determinado diploma ha dejado de ser un “capital”, al menos en el sentido de ser el asiento de un título para la apropiación de una parte de la riqueza social, y ha pasado a certificar un mero atributo de una determinada fuerza de trabajo específica?
En última instancia, habría que indagar si el problema no subyace en los propias supuestos de esta conceptualización, ya que la idea misma de la propiedad sobre un determinado “capital” excluye la posibilidad de la condición de expropiado, de no propietario, y por ende, de proletario en sentido estricto. Razón por la cual, eventualmente, este “capital” no podría nunca expropiarse, aunque sí “empobrecerse”.
De allí, que no sea poco común que esta concepción funcione de asiento de otra, sostenida incluso desde posiciones ideológicas muy distintas, en las cuales la figura del trabajador queda solapada con la de pobre (de “capital educativo”), y ambas a la vez, contrapuestas a la del profesional, dando lugar a una serie de imágenes donde la personificación del docente como trabajador es asociada peyorativamente con la falta de vocación o la degradación en la formación. Son estas imágenes las que suelen aparecer en el debate público, donde la figura del trabajador aparece asociada a la falta de vocación.
¿En qué consiste la proletarización de los docentes?
La idea que solapa mecánicamente proletarización con empobrecimiento parecen remitir, en última instancia, a la concepción según la cual, las causantes del malestar docentes deben buscarse casi centralmente en un salario (y por extensión, en una serie de condiciones laborales) insuficientes para cubrir sus necesidades. De allí, la actitud de algunos funcionarios que, en períodos donde las condiciones de vida y de trabajo tienden a mejorar coyunturalmente, quedan consternados sin explicación posible a la persistente insatisfacción laboral y las protestas a las que da lugar.
No pretendemos aquí, obviamente, negar la incidencia que las fluctuaciones en estas condiciones tienen sobre los movimientos de protesta. Más bien, lo que buscamos destacar es que la condición de proletario no supone necesariamente que el trabajador sea pagado con un monto de ingresos inferior al costo de los medios de subsistencia necesarios para su reproducción. De allí que un docente “proletario” no sea necesariamente un docente “pobre”.
Lo que la condición de proletario supone es la construcción de determinadas relaciones sociales bajo las cuales, el salario pagado a quien trabaja equivalga, en término medio, al valor de los medios de vida necesarios para que su fuerza de trabajo pueda ser puesta en funcionamiento diariamente durante un lapso que excede al expresado en el valor de esa misma fuerza. Esto es, relaciones sociales en las cuales el trabajador produzca durante un tiempo de trabajo excedente, por encima de aquel necesario para reproducir el valor de sus medios de vida. En última instancia, la condición de proletario no se define tanto en relación a la pobreza absoluta de su situación material como en relación a la riqueza producida que su situación social le impide apropiar. Por eso, la proletarización supone la constitución de esta población, no como “pobres”, sino como portadores y vendedores de fuerza de trabajo.
¿Se ha desarrollado este proceso entre los docentes? Por razones de espacio, no expondremos aquí todas las determinaciones implicadas en este proceso, para lo cual remitimos a otras publicaciones (5). Aquí destacaremos sucintamente lo siguiente. Hemos señalado ya la centralidad que tiene el proceso de trabajo como dimensión para el análisis de un proceso de proletarización. Nuestra investigación nos ha llevado a conceptualizar la forma que asume el proceso laboral en la enseñanza contemporánea como “cooperación”. Lo que caracteriza centralmente a esta forma es la existencia de un conjunto de trabajadores, realizando las mismas o diferentes tareas, pero enlazados en un mismo proceso de trabajo bajo un mando único. Se trata de la primera forma que asume la subordinación del trabajo al capital, bajo la cual el proceso laboral no es aún transformado radicalmente, como eventualmente ocurre en fases ulteriores, tales como bajo la modalidad que le sucede, conocida como “división técnica del trabajo”. Por eso, se corresponde con la denominada subordinación “formal” del trabajo al capital, donde el trabajo se vuelve más ordenado, vigilado, etc. pero aún sin transformarse “realmente” sus bases previas.
Esta forma de organización del proceso de trabajo supone, en primer lugar, que el grado de subordinación no se encuentra tan desarrollado como han supuesto algunos teóricos del proceso de proletarización, según los cuales ya asumiría el carácter de “división técnica”. Se trata, en todo caso, de una etapa más embrionaria, carácter que permite explicar que muchas veces se conciba a la docencia en términos de un “oficio” relativamente “autónomo”. Si agregamos que, en el caso de la enseñanza, la subordinación se ha desarrollado lenta y secularmente, también podemos entender la imagen de cierta “inmutabilidad” con que se presenta el establecimiento escolar en tanto que organización laboral, una parte de cuyas variaciones parece responder al grado con que se logre imponer cierta supervisión sobre las tareas de los trabajadores.
Sin embargo, el principal aspecto que nos interesa destacar en relación a la cooperación capitalista refiere a sus consecuencias para la conformación de una fuerza de trabajo, en tanto supone ya un primer grado en la estandarización de un colectivo de trabajadores. La institución escolar ya supone una determinada organización sistemática de los espacios y de los tiempos de trabajo, de determinadas proporciones entre un número de docentes y un número de alumnos, etc. Esta estandarización es una condición necesaria para la constitución de una fuerza de trabajo. Puesto que, si el control sobre el proceso de trabajo deviene de la necesidad del capital de intervenir en la relación entre costos y producto, en pos de poder maximizar su beneficio, la determinación de tal relación supone algún grado primario de estandarización entre lo que el trabajador cuesta y lo que produce.
Pero aquí no se agota la cuestión. Porque en este desarrollo el capital encuentra en la enseñanza una serie de obstáculos para imponer sus condiciones. Por un lado, existe cierto grado de indeterminación en el trabajo intelectual para establecer esta relación entre costo y producto. Tal vez resulta más sencillo pensar este problema cuando enfocamos en aquellas ocupaciones cuyo proceso de trabajo se encuentra incluso menos subordinado al régimen propio del capital, como por ejemplo, el arte, o aún mejor, la política. ¿Cuál es el salario que corresponde pagar a un funcionario público? Se trata de un debate reactualizado constantemente, y no en todo ajeno a los docentes: no debemos olvidar que el funcionariado público se encuentra, en parte, en la génesis histórica de la docencia actual. Por otro lado, el grueso de la enseñanza no es una actividad que funcione como sustento para la valorización del capital. Por el contrario, funciona mayoritariamente como un servicio estatal que se ofrece gratuitamente a la población. Sólo una parte se gestiona como un servicio privado pago, e incluso en ese caso, una parte importante se sostiene mediante subsidio público. Esto no impide que pueda existir un excedente de trabajo docente por encima del necesario expresado en su salario, pero, en todo caso, se tratará de un plus-trabajo que asumirá la forma de un ahorro de renta pública y no de una plusvalía acumulada por el capital.
La proletarización entre los docentes se trata entonces, no sólo de un proceso en su fase embrionaria, sino que además se desarrolla lentamente, precisamente debido a estos obstáculos y mediaciones con que se encuentra el régimen capitalista al intentar subordinar la rama de la enseñanza a su lógica.
Esto es precisamente lo que genera un terreno de relaciones sociales donde, de alguna forma, las viejas relaciones, esto es, las que hacen a los docentes como parte de la pequeña burguesía, no terminen de morir, y las nuevas, es decir, las que los constituyen como parte de la clase trabajadora, no terminen de nacer. Estas múltiples determinaciones, coexistentes y dinámicas, son las que hacen al movimiento de las relaciones en las cuales los docentes se encuentran insertos en la estructura social en la actualidad, y ayudan a comprender las distintas miradas que, circunscribiéndose a sólo una parcialidad de estas relaciones, enfatizan unilateralmente, o bien en su carácter de trabajadores, o bien en su carácter de “clase media”.
El análisis de este campo de relaciones materiales en movimiento permite, así, entender cuál es el asiento de las representaciones existentes sobre los docentes. Y abre la posibilidad de poder confrontar aquella visión vulgar que, con el mezquino objetivo de aislar a los docentes en sus reivindicaciones, no duda en contraponer “maestros con vocación” a “trabajadores de la educación”, con una caracterización científica que permita dar cuenta de cómo se articulan concretamente vocación y trabajo bajo las nuevas condiciones.
Notas:
1) Según las palabras de la gobernadora María Eugenia Vidal que el diario Clarín reproduce el día 28 de febrero: "los voy a convocar. La tarea de nuestros docentes en la Provincia tiene un valor que no puede ser reemplazado, pero sí hay muchas redes de educación no formal en la Provincia: comedores, municipios, asociaciones vecinales, clubes de barrio, lugares donde se da apoyo escolar. Ahí hay mucho espacio para el voluntariado, mucho más si no hay clases, porque los chicos van a tener apoyo escolar igual".
2) Según titula el diario Clarín el día 15 de marzo, “La convocatoria a los maestros voluntarios quedó congelada”. Allí se describe que el plan parece haber funcionado durante pocos días y en algunas pocas localidades, principalmente debido a las dificultades de gestión para cotejar los datos y antecedentes de los voluntarios, contactarlos y coordinar su disponibilidad horaria con la de los estudiantes afectados.
3) Las declaraciones del Monseñor Héctor Aguer fueron reproducidas por el diario La Nación en su edición del 12 de marzo, bajo el título “Aguer: «los chicos son rehenes de los sindicatos»”.
4) Por ejemplo, doce años antes, en otras circunstancias pero también ante una huelga docente, el entonces Director General de Cultura de Educación y Cultura de la provincia de Buenos Aires, Mario Oporto, llamaba a un debate a “los padres, las cooperadoras, las sociedades de fomento, las organizaciones no gubernamentales, las iglesias y los centros de la comunidad” para “saber qué piensan del paro como único método de relación entre el Estado y los gremios en un tema de esencial servicio como es la educación. Excusas para hacer un paro, si uno las busca, siempre hay”. Destacaba como “estratégica” a “la situación de los docentes como profesionales, pero eso no significa que mientras vamos encontrando las mejoras no haya clases”, señalando que “el paro es una herramienta legítima, pero hoy, aquí, es un modo de diálogo, una amenaza permanente y casi un ritual que los periodistas esperan cada año cuando comienzan las clases”. Y se mostraba pesimista porque “creo que ellos [en referencia a los gremios] quieren conflicto y no acuerdo. No hay voluntad de comenzar a trabajar” (“Oporto: los maestros ganan más de lo que la gente piensa”, diario La Nación, 28 de febrero de 2005)
5) Principalmente, “Los docentes en el siglo XXI, ¿empobrecidos o proletarizados?”, Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2012, donde se encuentran los principales resultados de la investigación.
* Ricardo Donaire es sociólogo e investigador del Programa de Investigación sobre el Movimiento de la Sociedad Argentina.