El tercer periodo del gobierno del Frente Amplio (FA) nos sigue mostrando que las políticas llevadas a cabo en distintos ámbitos distribuyen en forma más equitativa el crecimiento pero no ataca las formas de concentración de la riqueza, es decir la estructura económica social. Si a eso sumamos sus apoyos y contramarchas a nivel internacional, en especial sus vacilaciones con respecto al proceso latinoamericano, se nota una falta de perspectiva que trascienda al actual modelo capitalista. El FA nunca tuvo un horizonte socialista, pero sí lo tenían varios de sus partidos y grupos integrantes. Su programa fundacional contenía un conjunto de acciones democrático-radicales, antioligárquicas y antiimperialistas.
Se caería en un error de anacronismo político si se comparase el FA de los 70 con el del siglo XXI: 1) la correlación de fuerzas internacional ya no es la misma, el sistema capitalista impera y más allá de que se le pronostique su crisis final (lo que no sería la primera vez) la inclusión de China dentro del mercado le va a dar un respiro nada menor, 2) vivimos en un régimen de historicidad presentista en donde los proyectos teleológicos y utopistas carecen de peso político en las grandes masas y 3) el avance científico-técnico profundiza la división internacional del trabajo, fragmenta a los trabajadores desde el punto de vista productivo y extiende las relaciones de consumo a formas impensadas. Asumir estas premisas, someras, no debería llevar al inmovilismo; lo que llama la atención - o no- es la falta de discusión estratégica dentro de la izquierda que escape del mero tacticismo y que proponga alternativas al posibilismo.
Trabajar la concepción de Arismendi sobre la unidad de la izquierda permite notar que la misma no estuvo exenta de un profundo debate ideológico en torno a los temas estratégico-tácticos, sobre las vías de aproximación al socialismo o de los métodos revolucionarios. En clara oposición a “las acciones unen, las ideas separan” afirmara que no “existe práctica revolucionaria sin teoría revolucionaria”. El debate ideológico se debe dar con altura, buscando los puntos en común antes que las diferencias, pero sin temer abordarlas; esto permite esclarecer vías, etapas y métodos asumiendo que el mismo se enmarca dentro de la estrategia de generar la fuerza social de la revolución.
“Todo Frente, toda alianza, trae consigo la consideración de problemas de unidad y de lucha ideológica. Pero la lucha ideológica, tiene límites, debe ser puesta al servicio de la unidad. De lo contrario es divisionismo” (Arismendi, 1971:67).
Arismendi fue entre 1955- 1989 el principal teórico del Partido Comunista del Uruguay (PCU) y después de su muerte su herencia será reclamada, de diferentes formas, por la diáspora comunista de los 90. Marxista de relevancia internacional, como lo demuestran no solo sus contactos personales sino la capacidad de intervenir en discusiones dentro del movimiento comunista.
La aseveración de que fue mejor político que teórico seguramente se afinca en que Arismendi “(...) en ningún momento tomó distancia respecto al PCUS y justificó, sin vacilaciones, cada nuevo paso de la política nacional e internacional de las autoridades soviéticas” (Garcé, 2012: 55) (ej. invasión a Hungría, Checoslovaquia, Afganistán, la polémica con el partido chino), sin embargo en este aspecto es notorio su juego al borde de la línea cuando los temas se refieren a América Latina, el apoyo a la revolución cubana desde el primer momento o la definición de fascista de la dictadura uruguaya son dos ejemplos. Se defenderá del mote de seguidista manteniendo firme el apoyo a la URSS y a su papel rector, argumentando que ello no le impedía desarrollar creativamente el marxismo-leninismo. En su informe al Comité Central del PCU en 1988 seguirá defendiendo que el Partido “(..) hizo bien ¡muy bien! de defender a la U. Soviética y eso no era vasalización ideológica. A la luz de la gran historia teníamos razón. Cuando hablo de servilización me refiero a no tener espíritu crítico frente a fenómenos negativos. Sin duda, ignorancias, pero también justificación deformada “lectura jacobina” (en el caso de los procesos de Moscú)” (citado en Garcé, 2012: 133)
En el plano teórico los postulados generales de sus razonamientos se encuentran dentro de lo que Anderson (1979) llama marxismo soviético. La defensa acérrima de la unidad del pensamiento de Marx y Engels (y por concomitancia su continuidad de Lenin); la idea de que la dialéctica es aplicable al conjunto de la realidad (tema que lo llevara a polemizar con un autor estimado para él como Gramsci); su firmeza en defender el marxismo-leninismo como la teoría revolucionaria en la época del imperialismo y dentro de ella al partido como vanguardia política de la clase obrera; la visión teleológica de la historia que terminará con el inexorable triunfo del socialismo sobre el capitalismo son algunas de sus características.
Lo original de su pensamiento es que no comete el error de realizar un seguidismo ideológico en el plano nacional, no intenta hacer que la realidad encaje en las categorías generales definidas dentro del marxismo soviético, por el contrario continuamente argumenta en torno a la creatividad del marxismo-leninismo.
“La aplicación de la teoría y el método marxistas-leninistas a nuestra realidad, además de tener en cuenta la valoración crítica de nuestras verdades adquiridas, la experiencia colectiva del Partido, debía prever los riesgos naturales derivados de una contraposición mecánica de lo general -los principios fundamentales que definen los objetivos históricos de los comunistas- a lo particular, es decir, las peculiaridades derivadas de la situación concreta de nuestro país. Este no es un tema puramente filosófico. En verdad, de la incomprensión de la unidad dialéctica (unidad de la contradicción) de lo general y lo particular, deriva la posibilidad del dogmatismo y el revisionismo, las dos desviaciones clásicas del marxismo-leninismo, contra las cuales éste ha combatido a través de su historia. El dogmatismo supone, en cierto sentido, el yacer sobre las verdades más generales, sin advertir las particularidades; el revisionismo, por su lado, significa una negación de los principios generales -fundamentales- a los que pretende sustituir con la superestimación de lo particular, concebido, además, muy estrechamente” (Arismendi, 1998: 14).
En la contradicción dialéctica de que lo general se realiza en lo particular y lo particular contiene lo general sin ser idénticos, va a afincar el desarrollo de una teoría de la revolución para Uruguay. Es dentro de esta estrategia revolucionaria, en donde se enmarca y se entienden sus tesis sobre la unidad de la izquierda. Trataremos de mostrar que existe en tal sentido una correspondencia entre los principios teóricos que defiende y los resultados tácticos.
El Frente Democrático de Liberación Nacional
En 1955 se produce un golpe dentro de la dirección del PCU que desplaza a Eugenio Gómez y a su hijo Gómez Chiribao, secretario general y de organización respectivamente (Liebner, 2011: 190-212) y hace que acceda a la conducción un equipo encabezado por Arismendi. Como parte de su asentamiento como nueva dirección exponen inmediatamente un conjunto de ideas estratégico-tácticas que implicaban un cambio en la línea partidaria, entre los que aparece la necesidad de creación de un FDLN.
La concreción de un frente de izquierda no era nueva, había sido un postulado desde el VII Congreso de la Internacional Comunista. Esbozado como un frente antifascista que debía nuclear a todas las fuerzas democráticas. En el período de Gómez había existido formulaciones de un Frente Democrático Nacional que debía incluir a sectores avanzados y de la burguesía nacional, sin embargo con Arismendi se hace hincapié en el carácter liberador del mismo, el Frente Democrático de Liberación Nacional tenía como objetivo -no oculto- la toma del poder.
El FDLN implicaba “(…) forjar la alianza obrera y campesina, por agrupar en el amplio frente único de las masas al proletariado con las masas trabajadoras urbanas, la pequeño-burguesía y la intelectualidad patriótica, y por definir un ala avanzada de la burguesía nacional que participe activamente en todo el movimiento. Esta es la mejor condición para arrastrar a la lucha o neutralizar a la burguesía nacional en su conjunto” (Arismendi, 1998, t2: 43).
La realidad con la que se encontraba la dirección política que asumía en 1955 era que los sectores, clases y capas sociales que constituía la base de su FDLN estaban divididos organizativamente, y el peso del PCU estaba claramente disminuido por su accionar sectario de los últimos años y por el anticomunismo nacional e internacional. No es el centro de este artículo ver la trayectoria de los comunistas entre 1955-1971, pero es claro que guiaron su acción en torno a llevar la estrategia definida entre el XVI (1955) y XVII (1958) congreso del PCU a la calle. En forma didáctica esto se ejemplificó en que era necesario desarrollar los tres círculos de la táctica (partido, movimiento sindical y social y alianzas políticas) y lograr su unidad para su paulatina creación de la fuerza social de la revolución.
Este préstamo del lenguaje militar por parte de las teorías socialistas implicaba que cada círculo representaba un “campo de batalla” distinto, en donde el “ejército” se debía mover en forma diferencial, no se podía confundir las reglas, actitudes o posibilidades de un campo a otro sin cometer errores. Los círculos de la táctica definidos son sobre los que “en ese momento” se podía llegar a actuar.
La revolución como un proceso continental
La convicción en que se vive la época de tránsito del capitalismo al socialismo, como lo demostraba el crecimiento continuo de países que se liberaban del yugo imperialista y buscaban alternativas de carácter socialista, ponían a la revolución como una meta posible, en el mediano plazo. Esta fe secular del siglo XX, según numerosos autores, le va a dar a los comunistas (y no solo a ellos) un enorme poder de convencimiento y accionar.
La definición de la revolución como continental lo lleva a prestar atención crítica al desarrollo de la política en los países americanos. El análisis de la relación de sectores, clases y capas sociales que se desenvuelve en cada país, la caracterización de los mismos (socialistas, democrático-burgués, nacional-reformista) no conlleva su estigmatización sino la comprensión que cada pueblo, en función de una determinada correlación de fuerzas, tendrá su peculiar forma de acercamiento al socialismo. La solidaridad con los procesos que se desarrolla se sobrepone a los errores que se puedan observar.
“La historia de cada pueblo y las correlaciones de fuerzas sociales y políticas pondrán su sello el curso de los acontecimientos, condicionarán quizás las vías de aproximación del pueblo al poder, determinaran la dureza de la lucha de clases, el grado de radicalización del proceso, la singularidad de las fases de acercamiento o ingreso en la revolución nacional-liberadora y de su tránsito al socialismo. También las posibilidades reales de la intervención de los imperialistas. En general estos nos obligaran a una encarnizada y difícil lucha y procurarán cerrar por la violencia del acceso del pueblo al poder” (Arismendi, 1971: 19).
En la década del 60 reafirmará continuamente que la revolución cubana involucró un cambio en la situación continental, lo que pone en el orden del día el tema del poder y su conquista. La revolución tiene por su forma y contenido un carácter latinoamericano, en donde cada pueblo transitara su propio camino, pero en donde se pueden entrever que las condiciones objetivas e incluso las subjetivas son favorables por:
“1) La presencia de un Estado antiimperialista, popular, revolucionario, avanzado, con todas las consecuencias históricas que ello tiene en el marco de nuestra época, la Cuba de Fidel Castro; 2) los fundamentos objetivos, materiales, ya maduros de la revolución latinoamericana, concretados en la profunda crisis de la estructura económico-social, nudo central de los antagonismos que vuelven insanable la situación general y predeterminan el carácter agrario y antiimperialista de la revolución; 3) el grado relativamente importante del desarrollo del capitalismo, particularmente en Méjico y en casi todos los países de América del Sur, parte o aspecto de lo anteriormente expresado, pero que singulariza la posición de las clases, la agudeza de la lucha de clases, la incorporación del campo al proceso de desarrollo del capitalismo y la importancia material e ideológica del proletariado y su partido en la revolución democrática y antiimperialista; 4) el papel tan peculiar y significativo que desempeñan la pequeña burguesía urbana, los estudiantes y la intelectualidad avanzada en el combate revolucionario; 5) la irrupción tumultuosa de las grandes masas en la arena política y su ademán protagónico en la lucha heroica y permanente por la libertad y la democracia. Este hecho es muy importante para la comprensión del tormentoso tiempo latinoamericano, así como para valorar el papel posible de las distintas clases, especialmente de la burguesía nacional en la revolución; y 6) la existencia en toda América Latina de Partidos Comunistas y Obreros -en algunos países con una tradición de 40 años o más- que integra, como continuidad y superación, alrededor de 80 años de ideas socialistas y de organización sindical obrera” (Arismendi, 1998 t.1: 16-17).
La unidad de la izquierda y el debate de ideas
La concreción de la unidad de los trabajadores en la CNT y de los partidos, grupos y individuos de izquierda en el FA va a ser incorporada a la mística de los comunistas como la realización de un partido que supo desarrollar la línea justa. En todos estos procesos confluyeron distintos sectores y grupos que entendieron la importancia de la unidad y que fueron jalonados también por las circunstancias históricas de agudización y elevación de la lucha de clases. La unidad fue el producto del trabajo conjunto a nivel de base y de acuerdos políticos en el marco de un debate franco sobre estrategias políticas.
“El problema de la revolución es siempre antes y después de lograr el poder, el problema de la unidad del pueblo, el problema de la amplitud que faculta para la profundización, es la graduación de los objetivos programáticos” (Arismendi, 1971:34).
Amplitud y profundidad en el marco de la unidad, este par contradictoriamente dialéctico debe trabajarse no como una mera formulación teórica sino como una práctica cotidiana que debe ver el trasfondo estratégico por encima de las diferencias tácticas. Esto no impide, sino que exige un debate que delimite y al mismo tiempo acerque posiciones. Es interesante ver como en todo momento Arismendi debatió públicamente con partidos y movimientos que en su concepción eran parte integrante de las fuerzas del cambio. Tomemos a modo de ejemplo aquellas que están en el proceso de creación del FA.
La primera discusión con la que se enfrenta Arismendi es con el Partido Socialista (PS) que rechaza la idea de ir en una alianza electoral con el PCU. En esos momentos el PS se encontraba en una disputa interna entre los dirigentes más antiguos (liderados por Frugoni) y una nueva generación de dirigentes (encabezados por Trias) que buscaban un replanteo de la acciones del partido.
Entre los postulados que impedían el acercamiento al PS a la unidad sin exclusiones que planteaban los comunistas, habían razones de distinta índole 1) el apego del PCU a las posturas soviéticas y por lo tanto la crítica a su seguidismo ideológico, 2) el anticomunismo imperante producto de la guerra fría, por lo que se presumía que una alianza con los comunistas iba a restar votos, a lo que se sumaba el rechazo de Erro de ir en una alianza que los incluyera y 3) a partir de la imposición de las tesis de Trias, la negación de la existencia de una burguesía nacional.
Arismendi debatirá cada uno de estos puntos usando como rival a algún teórico extranjero en donde ve expresada las ideas que defiende sus interlocutores vernáculos. En “Problemas de una revolución continental” la discusión se realiza con las elaboraciones de Abelardo Ramos y otros, en torno a:
1- La existencia de una burguesía nacional: “(…) En el plano teórico, niegan que en capas de la burguesía pueda existir un interés objetivo que las lleve a adoptar una actitud favorable o neutral frente al movimiento de liberación nacional y que en nuestro planteamiento corresponde, desde el punto de vista social y económico, a la burguesía media” (Arismendi, 1998: 57).
2- El carácter internacional de la lucha y su forma nacional: “Para el marxismo, el internacionalismo proletario y la lucha nacional se conjugan en una unidad dialéctica; para el burgués nacionalista, el internacionalismo proletario supone una extranjerización de los problemas nativos. Este es siempre el pretexto para la oposición pública o subrepticia a la colaboración con el proletariado revolucionario, con los comunistas. Al parecer carecemos de autonomía o independencia respecto al Partido Comunista de la Unión Soviética. Esta imputación -cuando no calumnia vulgar del entreguismo- disfraza un aspecto negativo del pensamiento nacionalista burgués” (Arismendi, 1998: 56).
3- La unidad con los comunistas: ya “(…) que los comunistas no son rentables como aliados porque la campaña del imperialismo y la reacción atruena contra nosotros noche y día, sustituyen el método marxista, en cuanto a estima las fuerzas de la revolución, por una lente deformadora; no valoran el contenido de clase y el programa de cada sector político, miran el grado de histeria que éste provoca en el imperialismo y en la reacción entreguista. El limbo es para los ilusos, según la tradición teológica (…)” (Arismendi, 1998: 58).
El fracaso electoral de la izquierda en el 62 (en votos totales no había una mejora), la visualización de que los cambios a través de las instituciones de la democracia burguesa estaban cerrados y el impulso dado por la revolución cubana al accionar directo y guerrillero jaquearán al PCU por la izquierda. Martha Hanecker (1999), que había elaborado el manual marxista más usado en la época (en particular por los no comunistas), resume lo que involucraba la revolución para su generación y cuáles iban a ser los temas del debate “La victoria guerrillera en la isla caribeña despierta la simpatía de la mayor parte de la izquierda occidental, era una luz que asomaba en el oscuro horizonte conservador que entonces se vivía. Tenía todas las cualidades para ser atractiva, especialmente para los jóvenes: espíritu romántico, heroísmo en las montañas, antiguos líderes estudiantiles con la desinteresada generosidad de su juventud -el más viejo apenas pasaba los treinta años-, un pueblo jubiloso en un paraíso turístico tropical que latía a ritmo de rumba. Pero no sólo atrae, sino que constituye un gran aliento para las luchas populares porque rompe con dos tipos de fatalismo muy difundidos en la izquierda latinoamericana: uno geográfico y otro de estrategia militar. El primero planteaba que los Estados Unidos no tolerarían una revolución socialista en su área estratégica y Cuba triunfa a noventa millas de sus costas; el segundo sostenía que, dada la sofisticación que habían alcanzado los ejércitos, ya no era posible vencer a un ejército regular y Cuba demuestra que la táctica guerrillera es capaz de ir debilitando el ejército enemigo hasta llegar a liquidarlo. Los jóvenes de izquierda de los sesenta pensamos que íbamos a poder contemplar relativamente pronto una transformación social profunda en nuestros propios países”.
La discusión con el Movimiento de Liberación Nacional y no solo con ellos, se basará en el reconocimiento de la valía del método pero en el error que significaba, en ese momento, tomar las armas y no ayudar al proceso de acumulación de fuerzas que se venía desarrollando. En “Lenin, la revolución y América latina” aborda el tema de las vías y etapas de la revolución y dentro de ellas de los métodos de acción directa.
“Muchas veces hemos repetido aclaratoriamente: no negamos que en circunstancias muy propicias en alguno de los países latinoamericanos, el pueblo pueda acceder al poder por un camino relativamente pacífico, empero, la línea principal de la liberación será la lucha armada (...) No queremos decir que en todo momento y en todo o casi todos los países, la lucha armada sea una “consigna de lucha”. Puede no serlo en un momento, serlo en otro, dejar de serlo por un cierto período para presentarse luego en su plenitud insurreccional. Plantearse la vía de la revolución, es decir, la ruta más probable de acceso al poder, no significa la práctica inmediata de formas de lucha armada desprendidas de su oportunidad política; por otra parte, con vista a una vía insurreccional se pueden practicar formas más o menos pacíficas en fases preparatorias, alternar los métodos o hacerlos coexistir en otros instantes” (Arismendi, 1993: 310).
Arismendi no renegaba de la insurrección armada, la ubicaba dentro de ciertas condiciones. Era famosa entre los comunistas la foto en donde Arismendi se mantiene sentado, mientras el estrado y el público aplauden de pie, cuando se lee la declaración de la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS, agosto de 1967) en donde se afirmaba “Que la lucha armada constituye la línea fundamental de la revolución en América latina y que todas las demás formas de lucha deben servir y no retrasar el desarrollo de la línea fundamental que es la lucha armada”. Independiente de ello argumentaba, para los entendidos, que el Partido debía prepararse para actuar en cualquier circunstancia del desarrollo de la lucha de clases. En función de la línea estratégica ninguna puerta estaba tácticamente cerrada, lo que debe existir -insistía- es una correlación dialéctica entre ambas.
“La admisión de la posibilidad de la vía pacífica hasta parlamentaria al socialismo en algunos países capitalistas, entendida por ellos de esa manera -como posibilidad y no como alternativa a la más probable vía insurreccional y/o armada-, había sido muy útil confeccionar una estrategia comunista uruguaya (formulada en los documentos del XVII Congreso del PCU, 1958). El empuje dado por el PCUS a partidos comunistas del mundo para que dentro de cierta línea general, ciertos parámetros, pautados en documentos internacionales, elaboran su propia línea nacional fue bienvenido y aprovechado al máximo los dirigentes del PCU. Arismendi estaba plenamente consustanciado con la línea general de los soviéticos en el período jruschoviano, dentro de la cual encontraba el margen de maniobra, la pluralidad de posibilidades y el equilibrio que consideraba necesarios para el desarrollo estratégico del PCU. Si bien era muy consciente de las posibles ventajas de la adopción, plena y expresa de la llamada vía pacífica como principal vía de su partido como ya lo esbozaban los comunistas chilenos o más aún los italianos, el dirigente comunista uruguayo no pensaba darle automáticamente la exclusividad, ni siquiera la primacía. Simplemente, porque no compartía la visión de que podía descartarse la violencia reaccionaria y por ende el recurso a la violencia revolucionaria en el marco de una creciente agudización de las contradicciones de clase, de la lucha antiimperialista y de un avance político de la izquierda” (Liebner, 2011: 464-465).
El FDLN y el gobierno del FA
En el concepto de FDLN existe un claro horizonte insurreccional, el poder es el objetivo. El FA no puede confundirse con él, pero su construcción y defensa son necesarias. Esta idea es central en Arismendi, que dirá en 1987 que: “En las etapas actuales de la lucha democrática uruguaya, el fortalecimiento del Frente es la marcha hacia una opción de poder que por sí mismo será pluralista, porque el frente mismo es pluralista y debe ser pluralista (…) Desde luego, la unidad del Frente Amplio debe ser defendida con responsabilidad y militancia, toda división del Frente Amplio o intento de división debe ser repudiado por las multitudes frentistas de todos los partidos, comités y grupos” (Barros-Lémez, 1987: 216-117).
Ahora la construcción de la fuerza social de la revolución no debe tampoco confundirse con el acceso al gobierno. En la concepción arismendiana el gobierno del FA no es un fin en sí mismo, hacerlo significaría caer en el reformismo, ni tampoco un suceso sin importancia que sería un radicalismo infantil. La llegada de las fuerzas de izquierda, por composición y programa, modificará la relación de las clases en conflicto; se produce un salto en calidad que crea un nuevo escenario de la lucha de clases. Pero no es un objetivo por sí, lo es en el marco de un proceso complejo y contradictorio de acumulación de fuerzas que se afinca y se impulsa pero no se detiene en el mero ejercicio de la gestión del Estado.
Arismendi siempre advierte que todo proceso de avance en el camino de aproximación a la revolución trae aparejado formas y acciones contrarevolucionarias. En un libro del que forma parte se establece las características generales que puede adquirir la contrarevolución, en tan qué: (i) el camino al socialismo no es recto, las clases dominantes van a utilizar todos los mecanismos a su alcance para evitar su triunfo. La victoria sólo se produce luego de una encarnizada lucha de clases y la derrota del movimiento popular (se está pensando en Chile), sus causas y proceso necesita el estudio exhaustivo para que sea parte de la síntesis del movimiento internacional; (ii) la contrarrevolución siempre se aprovecha de la falta de comprensión de las masas de sus verdaderos intereses de clase por lo que trata que sus postulados reivindicativos sean lo suficientemente generales para arrastrar tras de sí a los sectores más atrasados políticamente; (iii) la contrarrevolución antisocialista puede ser diversa según las características de las fuerzas motrices, por eso es fundamental analizar la estructura de clase de una sociedad determinada para ver las posibles alianzas y determinar al enemigo principal y a sus posibles aliados (MCHEDLOV et al., 1986).
Las formas que adquiera el gobierno del FA varían en su concepción en función de cómo se desarrolle el proceso de organización y conciencia de los sectores, clases y capas que constituyen la fuerza social de la revolución.
“A veces se confunden, a este respecto, cuestiones diferentes. Por ejemplo: se entrevera la idea justa de que es preciso tener en cuenta tácticamente todos los matices de los grupos políticos de la burguesía y la gran burguesía, con la noción de la posibilidad de un gobierno burgués nacional, capaz de encabezar la revolución agraria antiimperialista. Se confunden las posibilidades reales de formas muy variadas de aproximación a la revolución democrático-nacional, con la revolución misma. Dicho de otro modo: se mezclan los problemas tácticos, de una circunstancia política dada del período no revolucionario o prerrevolucionario, con la gran cuestión de la posición de las clases en la revolución, del dispositivo posible de las fuerzas dirigentes y aliadas en la hora de las definiciones. Claro está, ambos aspectos se relacionan, se condicionan e influyen, pero no se confunden; por la misma razón de que la táctica política puede ser, en lo circunstancial, mucho más amplia y matizada que la estrategia, sin apartarse de ésta, que refleja el contenido objetivo del período revolucionario en su conjunto. Nuestro Partido distingue en su táctica política inmediata entre la gran burguesía conciliadora y los latifundistas y la gran burguesía vendida; y, no obstante, rechaza que la gran burguesía conciliadora pueda ser un aliado estratégico del proletariado en la revolución. Distingue entre la gran burguesía conciliadora y la burguesía nacional, es decir, aquella parte de esta clase, lesionada directamente por el imperialismo, socialmente, la burguesía media. Y, a la vez, niega a la burguesía nacional la posibilidad de una función dirigente, en cualquier etapa del proceso revolucionario.
Repetimos: esto es así, independientemente de que la trayectoria político-social pueda asumir múltiples formas intermedias de acercamiento a la revolución antiimperialista y agraria; inclusive, de que un gobierno burgués nacional, apoyado por el pueblo y bajo su presión, pueda adoptar medidas democráticas y mantener ciertas líneas de una política exterior soberana. Empero, estamos seguros de que en Uruguay, salvo en condiciones históricas tan raras que, por su propia excepcionalidad, no pueden ser la base de la conducta política permanente del proletariado, es más que improbable que un gobierno burgués nacional pueda presidir las transformaciones radicales que la estructura económico-social exige. Si esta rareza histórica se diera en la realidad, como consecuencia de un cambio de la correlación internacional de las fuerzas o de modificaciones en la situación de Latinoamérica, sería cuestión de captar esa circunstancia hoy imposible y aferrarse a ella. Pero una línea política no se debe trazar sobre la base de las hipótesis más raras, como no se puede enunciar una ley fundándola justamente en la excepción" (Arismendi, 1998: 117-118).
A fines de los 60 y ya con el FA como una posibilidad aparece la elaboración del concepto estratégico de democracia avanzada, como un proceso de profundización de la democracia hasta los límites mismo del capitalismo. Esta concepción vuelve ahondar sobre el concepto de poder teniendo en la mira la posibilidad de ejercer no solo desde el movimiento político y social sino desde el gobierno cambios y modificaciones en el sistema imperante.
“(…) la “democracia avanzada” como una fase del desarrollo social y económico deriva de la profundización de la democracia; vía de aproximación peculiar que no se identifica exactamente con el concepto de “gobierno democrático de liberación nacional”, es una transformación económica, social y política y una singular correlación de fuerzas que permite y facilita a la “indagación de las formas” y la “comprobación en la práctica” de ese “desarrollo de la democracia hasta sus últimas consecuencias”.
Estas últimas consecuencias debemos entenderlas como un avance hacia las fronteras marcadas por las reivindicaciones democrático-radicales, o sea aquellas que la burguesía no quiere y no puede ya realizar. (…) Llegar hasta estas fronteras no supone un solo acto súbito sino un desarrollo. Su ritmo es una cuestión política y metodológica, en dependencia de las correlaciones de fuerzas y de la conciencia de las masas. Por lo tanto supone la existencia de un gran bloque transformador, democrático-radical y popular (en América Latina, siempre antiimperialista) o sea el agrupamiento frente de la clase obrera, los agricultores y ganaderos pequeños y medianos, de las capas medias urbanas en su conjunto, la intelectualidad como masa, con un desempeño primordial de la clase obrera. Y de un gran Partido de los trabajadores, que sea una fuerza política real” (Arismendi, 1989).
En Arismendi siempre el FA y su gobierno están enmarcados en una estrategia que tiene como fin la conquista del poder. En vísperas de las elecciones de 1971 dice:
“(…) un gobierno del Frente Amplio será un gobierno con la presencia de la clase obrera, con la presencia del pueblo en los Entes del Estado, en todos los lugares básicos de la economía nacional. Porque el Frente Amplio es, en sí mismo, no sólo un frente de partidos sino el caudal inmenso de pueblo puesto en movimiento. Y ese papel del pueblo movilizado, principalmente de la clase obrera, determinará el nuevo Uruguay, que surgirá si el Frente triunfa en las elecciones, si el Frente apoyado en todo el pueblo defiende su gobierno y aplica su programa.
¿Qué Uruguay surgirá con el triunfo del Frente Amplio? Un Uruguay con una política exterior independiente. Ello significa un gobierno no alineado en bloques determinados, ni en el campo imperialista ni en el campo socialista. Pero cada medida de aplicación del programa del Frente, supone una insurgencia directa contra el imperialismo y contra sus sostenes dominantes en la política nacional, tanto en lo que atañe a la deuda externa como a las nacionalizaciones, tanto en la defensa de la soberanía como en el reconocimiento y las relaciones con todos los países, con Cuba, Vietnam, la RDA, etc.,” (Arismendi, 1971: 55-56).
El gobierno del FA que vislumbra en el 71 cambia en el 84. En un reportaje de ese año reflexiona sobre cómo sería el gobierno que asuma a la salida de la dictadura. “El futuro gobierno alumbrado por la derrota de la dictadura tendría que encarar grandes problemas, extirpar de raíz los restos de fascismo, consolidar la democracia, abocarse a la reconstrucción del país, encarar los grandes problemas de los trabajadores de la ciudad y el campo, la situación de las capas medias de la industria y el agro”. Esto no es posible si se sigue manteniendo la dependencia con el capital financiero y el imperialismo, sino se realiza una reconstrucción estatal, que pueda implicar la nacionalización de la banca, sino se amplía la democracia, se fomenta la cultura, la protección social. Y agrega “No estamos exigiendo, en este caso, un gobierno revolucionario y transformador como podría ser el gobierno del FA” (Arismendi, 1984:21). El carácter que podía tomar el gobierno estaba dado por el grado de movilización y conciencia que había adquirido amplios sectores del pueblo.
Arismendi veía a la unidad de la izquierda en el marco de una estrategia revolucionaria y a la posibilidad de su ascenso al gobierno como el primer paso de una nueva etapa. A 12 años del gobiernos del FA ¿Cuántos de los temas planteados son parte de la agenda de la izquierda hoy?
*Docente de historia en Facultad de humanidades, CERPSUR e IPA. Militante político y social.
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