Imagen: Red women's workshop
El proceso de reducción de las brechas salariales por género, que tuvo lugar gracias a las conquistas en materia de legislación laboral y al crecimiento en los niveles educativos y de experiencia de las mujeres, se ha enlentecido fuertemente. El salario promedio de las mujeres en Uruguay es 25 por ciento menor que el de los hombres[1]. Esto es un ingreso salarial promedio en la economía, no significa que las mujeres reciban un salario 25 por ciento menor en las empresas en un mismo puesto laboral. Comparar las diferencias salariales en una misma empresa y categoría no resulta muy interesante puesto que el mayor problema es justamente que la inserción laboral de las mujeres no tiene las mismas características que la de los varones: unos y otros no enfrentan las mismas restricciones ni condicionantes.
En primer lugar, existen diferencias en la participación: las mujeres y los varones no se encuentran ocupados en igual proporción. Así, si consideramos a los individuos de entre 18 y 65 años, la tasa de ocupación para las mujeres es de 67 por ciento y de 86 por ciento para los varones. Dado que las mujeres que no participan del mercado laboral, tienen niveles educativos y de experiencia menores que aquellas que sí están empleadas, si suponemos por un momento que estas mujeres se insertasen al mercado laboral obtendrían un salario menor que el salario promedio de las mujeres que si están empleadas, lo que haría aumentar la diferencia salarial promedio entre salario femenino y masculino. Esto es lo que en la literatura de economía laboral se llama “sesgo de selección”, y es una primera consideración que debemos tomar a la hora de analizar la desigualdad salarial.
En segundo lugar, las mujeres ocupadas se insertan en trabajos de medio tiempo en mayor medida que los hombres.[2] El trabajo de media jornada penaliza de dos maneras los ingresos recibidos por las mujeres. En primer lugar, reciben menos ingresos totales por mes y a lo largo de la vida –por lo tanto recibirán menos ingresos por jubilaciones cuando finalice su vida laboral–. En segundo lugar, por la forma en que se estructuran las diferentes ocupaciones en el mercado laboral, cada hora trabajada en un empleo de medio tiempo se paga peor que en un trabajo de tiempo completo. Pero no sólo quienes trabajan media jornada ven afectados sus ingresos laborales. En ocupaciones en las cuales se requieren jornadas largas u horarios irregulares con disponibilidad full-time, (por ejemplo aquellos que trabajan 50 o más horas semanales o realizan horas extras regularmente) reciben en promedio una remuneración desproporcionadamente más grande que aquellos que lo hacen por 40 horas semanales. Debido a que estos puestos de trabajo son ocupados en mayor medida por varones, también contribuye a explicar la brecha salarial por género.
Finalmente, las mujeres no se ubican en las mismas industrias, ocupaciones y categorías laborales que los varones. Por un lado, existe lo que se denomina segregación horizontal: las mujeres se concentran en mayor medida que los varones en determinado tipo de ocupaciones (como maestras, enfermeras, servicio doméstico, entre otras). En el caso uruguayo, la segregación ocupacional aparece como un fenómeno persistente y ha sido empíricamente identificada como una de las principales fuentes de las diferencias salariales por género. Amarante y Espino (2004) encuentran que las diferencias salariales entre hombres y mujeres obedecen a que los salarios de las mujeres son afectados negativamente por la concentración de mujeres en las ocupaciones. Sin embargo, los salarios de los hombres en Uruguay no se ven afectados a la baja por la inserción laboral en ocupaciones feminizadas. Por otra parte, hay segregación vertical: las mujeres no logran acceder a puestos jerárquicos en igual medida que los hombres. Es decir, los puestos de dirección en las empresas, gobierno, etc., están ocupados mayormente por hombres.
Por todas estas razones, entre otras, existe una importante diferencia salarial en los ingresos laborales promedio que obtienen varones y mujeres en el mercado laboral. Uno podría llegar a pensar sin embargo, que lo que corresponde es medir la brecha salarial considerando individuos que tienen iguales niveles de “productividad”, aproximados a través del nivel educativo y experiencia. Este es un enfoque ampliamente utilizado en la literatura de mercado laboral. Bajo esta perspectiva se inscribe el trabajo “Nuevo Siglo, Viejas Disparidades: Brecha Salarial por Género y Etnicidad en América Latina”, escrito por los economistas Ñopo, Juan Pablo Atal y Natalia Winder (BID) en 2009, utilizando una metodología econométrica[3] que permite comparar hombres y mujeres con iguales características observables, e interrogarse hasta qué punto los trabajadores con las mismas características ganan diferentes salarios sobre la base de su género. Los resultados indican que considerando individuos con la misma edad y nivel de educación, los varones ganan 26,3% más que las mujeres. Es decir, dado que las mujeres ocupadas en el mercado laboral uruguayo son más educadas que los varones, al compararlas con varones del mismo nivel educativo las diferencias salariales son mayores. Esto sugiere que la brecha salarial sería aún mayor si los hombres tuviesen los mimos niveles educativos que las mujeres.
Si no son las características productivas o de capital humano las responsables de la brecha salarial. ¿Qué es lo que explica esta peor inserción de las mujeres en el mercado laboral? ¿Por qué a pesar de tener niveles educativos más elevados no acceden a los mismos puestos laborales? En esta nota busco discutir algunos aportes de la Economía Feminista para entender estas desigualdades por género en el mercado laboral.
¿Qué es la Economía Feminista?
Empecemos por el principio, la Economía Feminista tiene una larga historia, y podría plantearse que como cuerpo teórico específico se encuentra consolidado desde hace al menos tres décadas.[4] Sin embargo, no es un cuerpo teórico uniforme, la misma reúne diferentes corrientes de pensamiento y producciones diversas, realizadas tanto desde la academia como desde organizaciones feministas y movimientos de mujeres. Por tanto, no es posible realizar una conceptualización acabada de la misma y su extenso desarrollo. Se presentan a continuación algunos de sus rasgos esenciales.
Autoras como Cristina Carrasco remontan los orígenes de lo que posteriormente se llamará Economía Feminista a finales del siglo XVIII. Ya en esta época estaban presentes algunas de las discusiones que más tarde serán su centro de atención, como la invisibilidad de las mujeres en el pensamiento económico clásico y las desigualdades a las que se enfrentaban en diversos aspectos. Sin embargo, un desarrollo importante de los análisis económicos críticos a las diferencias entre hombres y mujeres, comienza desde finales de los 60 en la llamada “segunda ola del feminismo” (Pérez Orozco 2005). Allí toma particular relevancia el debate en torno al trabajo doméstico, su naturaleza como creador de valor y su papel en la producción capitalista. Entre los 60 y 80 se produce un fuerte desarrollo en la elaboración teórica y aplicada, y se generaliza entre las economistas feministas la utilización de la categoría “género”.
Un hito relevante en la consolidación de la Economía Feminista como tal (y con esta denominación), tuvo lugar en 1990, cuando la Conferencia Anual de la American Economic Association incluye por primera vez un panel relacionado específicamente con perspectivas feministas en economía. Allí están presentes muchos de los aspectos centrales de la Economía Feminista, en particular, en lo que refiere al cuestionamiento de la teoría económica desde una perspectiva feminista, discutiendo el sesgo androcéntrico[5] en la ciencia económica, el rango de temas analizados por la economía, así como en su retórica y método. Varios de estos aportes son posteriormente recogidos en el libro “Beyond Economic Man: Feminist Theory and Economics” (Ferber y Nelson, 1993). Posteriormente, en 1992 se crea la Asociación Internacional de Economía Feminista (Internacional Association For Feminist Economics: IAFFE), que publica a partir de 1995 la revista “Feminist Economics”.
Sin buscar abarcar la multiplicidad de desarrollos teóricos y empíricos que hacen a la Economía Feminista en su amplitud y diversidad, en esta nota discuto dos de sus planteamientos esenciales para entender las desigualdades por género en el mercado laboral y la economía que nos rodea en general: la perspectiva de género en el análisis económico y el colocar la sostenibilidad de la vida en el centro del análisis.
Perspectiva de género en el análisis económico
Un planteo central desde la Economía Feminista es introducir lo que se denomina “perspectiva de género”, como marco conceptual y analítico para el estudio de la economía y las relaciones que tienen lugar en ella. El concepto de género se refiere fundamentalmente a las diferencias socialmente construidas entre hombres y mujeres, las cuales presentan características específicas propias en cada momento histórico y cultural. Estas construcciones sociales, son trasmitidas a los individuos desde su nacimiento a través del proceso de socialización y las distintas instituciones que en él intervienen (familia, escuela, medios, etc.).
Al analizar las relaciones sociales y económicas con perspectiva de género, se pone de manifiesto que las acciones, decisiones y comportamientos de los individuos, están condicionadas por diferentes construcciones sociales, expresadas en normas, valores y roles característicos que se atribuyen a cada sexo, y se presentan como “naturalizados”, es decir inherentes a ellos. Estas relaciones de género socialmente construidas implican relaciones de poder, y como tales, son jerárquicas y desiguales.
Las relaciones de género no sólo afectan las decisiones y acciones de los individuos, sino que limitan el campo posible de elecciones, y las percepciones que varones y mujeres tienen de sí mismos y sus aspiraciones (Guzmán 2003). Las relaciones de género, atraviesan además otro conjunto de relaciones como las relaciones de clase, etnia, generaciones, entre otras. Así, no implica lo mismo ser mujer de clase media universitaria en Montevideo, que mujer negra pobre en Artigas. No es igual desde el punto de vista de oportunidades de una y otra, pero tampoco de sus percepciones y aspiraciones.
Mirar la economía “con lentes de género” implica por tanto poner de manifiesto en el análisis económico estas relaciones de poder, desiguales y jerárquicamente construidas en torno a los géneros, y las implicancias que las mismas tienen en todos los ámbitos económicos, desde decisiones educativas y ocupaciones en el mercado laboral hasta los efectos de una política de apertura comercial.
Así, una de las críticas que se plantea desde la economía feminista a la economía neoclásica es la ausencia de la dimensión de género en los modelos económicos. El homo economicus, agente representativo en los modelos neoclásicos, es un ser racional, autónomo que optimiza sus elecciones sujetas a restricciones externas. Algunas autoras plantean que la forma en que se comporta este agente (por ejemplo, asignando tiempo trabajo-ocio que maximice su utilidad individual) estaría asociado a un comportamiento masculino, y más específicamente al de un varón blanco, joven y sano. Otras, como Julie Nelson lo describen como “hombre-hongo”, emerge con preferencias completamente desarrolladas, y es completamente activo e independiente. Se plantea entonces que el mismo no es una buena representación de la mujer pero tampoco del hombre.[6] Tiene un carácter “no humano”, no tendría sexo, clase, edad o pertenencia étnica, y “estaría fuera” de un contexto histórico y social determinado (Ferber y Nelson, 1993).
La no representatividad del agente representativo no ha sido una crítica exclusiva de la Economía Feminista, y tampoco implica que desde la economía feminista se considere que los economistas neoclásicos creen que los humanos somos solo homo economicus. Por el contrario, lo que se plantea es que un análisis basado en el modelo de conducta de este agente como “principio adecuado y objetivo para el análisis económico” invisibiliza las relaciones de género y cómo las mismas afectan a varones y mujeres.
Por otra parte, la ausencia de la dimensión de género en el análisis económico no es una característica presente sólo en la economía neoclásica, aunque por ser el paradigma dominante es el que ha llevado la mayor atención. Desde la economía feminista también se critica al marxismo el agrupar a todos los individuos bajo la categoría de “clase”, pretendidamente neutra al género. Los conflictos potenciales y desigualdades entre varones y mujeres, ya sea en el hogar como en el trabajo asalariado, permanecen ocultos bajo los intereses de clase y la familia proletaria.
La sostenibilidad de la vida en el centro del análisis
Vinculado a lo anterior, el hecho de no integrar al análisis económico muchos aspectos de la vida humana, se plantea desde la Economía Feminista como una crítica metodológica relevante a los límites de lo que es considerado “Economía”. El término “economía” tiene sus raíces en la palabra griega “oikosnomia” que significa “gestión del hogar”, sin embargo, desde sus inicios, el cuerpo central de la economía se focalizó en estudiar la producción de mercado, dejando de lado la producción que se realiza en los hogares (Carrasco 2006).
Así, mientras los mercados laborales han sido la cara visible en donde se evidencian las desigualdades salariales por género, su contracara es la economía del cuidado y el trabajo no remunerado. El trabajo de cuidados engloba una serie de actividades indispensables para la reproducción social, y es lo que permite que el resto de la economía de mercado siga funcionando: antes de poder realizar una actividad productiva en el mercado debimos primero crecer sanos, alimentarnos, tener ropa limpia que vestir, etc. Estas actividades recaen fundamentalmente en las mujeres a través del trabajo no remunerado realizado al interior de los hogares. Esta división sexual del trabajo, en la cual las mujeres tienen un rol predominante en la esfera reproductiva y no remunerada y su invisibilización como actividad creadora de valor, es esencial para comprender las desigualdades de género existentes en diversos planos, en particular en el mercado laboral.
A partir de datos de la Encuesta de Uso del Tiempo, de 2013, es posible saber que dos tercios del tiempo de trabajo de las mujeres en Uruguay son dedicados al trabajo no remunerado (65 por ciento), mientras que en el caso de los varones la relación es inversa: sólo dedican un tercio del tiempo al trabajo no remunerado (31,9 por ciento). Las mujeres realizan una jornada laboral por semana que dura diez horas menos en promedio que la de los hombres, pero su dedicación al trabajo no remunerado es 20 horas superior, lo que lleva a que la carga global de trabajo de las ocupadas sea en promedio diez horas semanales más que la de los hombres. El hecho de que la mayor parte del trabajo no remunerado en los hogares recaiga sobre las mujeres es la primera razón para entender las restricciones y los peores resultados que éstas obtienen en el mercado laboral. Estas desigualdades en el mercado laboral se reproducen además en otros ámbitos como el acceso a recursos productivos, mayores niveles de pobreza en los hogares con jefatura femenina, entre otros.
En un sistema en que el acceso y control de recursos económicos otorga poder económico, el cual además otorga poder en diversos planos, la forma en que se estructura la división sexual del trabajo en nuestras sociedades, en la que las mujeres tienen un rol predominante en el trabajo no remunerado realizado al interior de los hogares, está en la base de las desigualdades por género. En este sentido, se plantea una estrecha relación entre las relaciones de poder al interior del hogar y la proporción del ingreso aportada a la economía familiar.
Un elemento a destacar, es que el proceso de incorporación laboral de un gran número de mujeres, que tuvo lugar fundamentalmente en el siglo pasado, les ha significado introducirse en un mundo definido y construido por y para los hombres. Sin embargo, el modelo masculino de participación laboral, en el cual el trabajador ideal es aquel que no tiene responsabilidades familiares y puede dedicar su tiempo completamente a la empresa no es generalizable, ya que exige la presencia de alguien en casa que realice las actividades básicas para la vida: “Cuando las mujeres pasan a realizar los dos trabajos y viven en su propio cuerpo la enorme tensión que significa el solapamiento de tiempos y el continuo desplazamiento de un espacio a otro, entonces es cuando el conflicto de intereses entre los distintos trabajos comienza a hacerse visible” (Carrasco 2001:12 ).
Las mujeres de mayor nivel educativo e ingresos, tienen mayor capacidad de aliviar esta tensión trasladando parte de su trabajo no remunerado comprando algunos de estos servicios de cuidado en el mercado, por ejemplo en forma de guarderías, comida preparada o servicio doméstico. Esto sólo es posible gracias al trabajo de otras mujeres que se emplean en el servicio doméstico o como cuidadoras, quienes a su vez trasladan parte de las tareas de cuidado en sus propios hogares a otras mujeres como ser abuelas e hijas mayores. A nivel mundial esto da lugar a las denominadas “cadenas globales de cuidados”, por las cuales mujeres de países menos desarrollados se trasladan a los países centrales a emplearse en tareas domésticas, muchas veces enviando remesas para mantener a sus hijos quienes quedan en sus países de origen al cuidado de otras mujeres de la familia.
Estas actividades de cuidados, asignadas socialmente a las mujeres quedan en el ámbito de la denominada “esfera privada” y no son adecuadamente valorizadas. Una visión complementaria plantea que lo que permanece oculto no es tanto el trabajo doméstico en sí mismo sino la relación que mantiene con la producción capitalista, ya que su ocultamiento es lo que facilita el desplazamiento de costes desde la producción capitalista hacia la esfera doméstica (Picchio en Carrasco 2001).
Sin embargo, las actividades de cuidado están directamente comprometidas con lo que autoras como Cristina Carrasco han denominado “sostenimiento de la vida humana”. La Economía Feminista propone por tanto, colocar la sostenibilidad de la vida en el centro del análisis, desplazando la centralidad del mercado. Centrarse explícitamente en la forma en que cada sociedad se organiza para sostener la vida humana permite tener una perspectiva diferente sobre la organización social y hacer visible partes del proceso que tienden a estar implícitas. Esta perspectiva permitiría asimismo recuperar todos los procesos de trabajo y nombrar a quienes asumen la responsabilidad del cuidado de la vida, haciendo visibles los conflictos ocultos con relación a los tiempos de trabajo y las desigualdades entre géneros (Carrasco 2001).
Compromiso con la transformación
Visualizar, evidenciar y poner sobre la mesa las desigualdades de género y sus profundas raíces estructurales es un paso fundamental para su transformación. En este sentido, el cambio de paradigma en el análisis económico propuesto desde la Economía Feminista tiene una pretensión transformadora. Busca crear conocimiento que sirva de base para combatir los factores estructurales que están en la base de las desigualdades, y las relaciones de poder y dominación entre los géneros. En palabras de Amaia Perez Orozco (2011; 15) “es una corriente comprometida con la búsqueda de una economía que genere condiciones para una vida que merezca la pena ser vivida en términos de equidad y universalidad” (Perez Orozco en Esquivel 2011: 15).
Una camino posible y necesario para transformar estas desigualdades es reconocer el cuidado de la vida humana como una responsabilidad social y política, y desarrollar políticas públicas, en las cuales desde el Estado se asuma mayor presencia en las actividades de cuidado, como mayor número de guarderías públicas, servicios de cuidado a adultos mayores y personas con discapacidad (lo que no es tarea fácil e implica la asignación de presupuesto público). Sin lugar a dudas estas políticas contribuirán a mejorar algunas de las restricciones que enfrentan las mujeres en el mercado laboral y aliviar las tensiones del sistema, contribuyendo con la calidad de vida de muchísimas mujeres (y varones), en particular de los sectores más perjudicados del sistema. Sin embargo, es necesario tener presente que el modelo “masculino” de producción y participación laboral no puede ser generalizable: el sistema requiere de las actividades de cuidado y la vida también. En este sentido, poner las relaciones de género en el centro del análisis, pone de manifiesto una contradicción profunda entre el objetivo del beneficio privado y el objetivo del bienestar social y el cuidado de la vida. Si tomamos partido por el segundo, será necesario entonces un profundo cambio que implique desarmar los estereotipos de género y relaciones de poder socialmente construidas, así como la división sexual del trabajo que los mismos conllevan, y distribuir más equitativamente las actividades de cuidado y sostenimiento de la vida
[1] Calculado en base a microdatos de la Encuesta Continua de Hogares 2015, Instituto Nacional de Estadística. Asalariados entre 18 y 65 años.
[2] Si consideramos solo a los trabajadores de tiempo completo (aquellos que trabajan al menos 35 horas semanales) la brecha salarial en el ingreso medio por género es de 19.3 por ciento.
[3] Una extensión de la descomposición de Oxaca-Blinder que usa un enfoque de matching no paramétrico.
[4] No se pretende aquí presentar un recorrido histórico del surgimiento y desarrollo de la Economía Feminista. Cristina Carrasco (2006) “La Economía Feminista: Una apuesta por otra economía”, es un excelente material para ese objetivo.
[5] El androcentrismo hace referencia a la práctica, consciente o no, de otorgar al hombre varón y a su punto de vista una posición central en el mundo, las sociedades, la cultura y la historia.
[6] La referencia al hombre hongo surge por Thomas Hobbes quien escribió, “Consideremos a los hombres como si fuesen seres recién brotados de la tierra, y de pronto, como hongos, llegan a la madurez, sin ningún contacto entre ellos.”
Referencias
Amarante, Verónica y Alma Espino (2004) “La segregación ocupacional de género y las diferencias en las remuneraciones de los asalariados privados. Uruguay, 1990-2000”. Desarrollo Económico. Revista de Ciencias Sociales, 44 (2004), pp. 109-129
Carrasco, Cristina (2001) “La sostenibilidad de la vida humana: ¿un asunto de mujeres?” Mientras Tanto No 82, pp. 43-70.
Carrasco, Cristina (2006), “La economía feminista: una apuesta por otra economía”, documento presentado en el Primer curso intensivo Género, macroeconomía y economía internacional en América Latina.
Esquivel, Valeria (editora). (2012) “La economía feminista desde América Latina: una hoja de ruta sobre los debates actuales en la región”, ONU-MUJERES.
Ferber, Marianne & Nelson, Julie A. (1993). “Beyond economic man: feminist theory and economics”. Chicago: University of Chicago Press.
Guzmán, Virginia (2003), Gobernabilidad democrática y género, una articulación posible, CEPAL, México.
Pérez Orozco, Amaia (2005), “Economía del género y economía feminista ¿Conciliación o ruptura?”, Revista Venezolana de Estudios de la Mujer, vol. 10, núm. 24, enero-junio, Caracas.