Imagen: Mujeres llorando, Oswaldo Guayasamín
A partir de la difusión de nuevas formas de caza de brujas y de la escalada en todo el mundo del número de mujeres que a diario son asesinadas, se incrementa la evidencia de lo que algunas feministas han llamado una "guerra de baja intensidad contra las mujeres." ¿Cuáles son las motivaciones y la lógica detrás de este fenómeno? Mi presentación hace esta pregunta mediante la colocación de las nuevas formas de violencia en un contexto histórico y el examen del impacto del desarrollo capitalista, pasado y presente, en la vida de las mujeres y las relaciones de género. En este contexto, también examino la relación entre las diferentes formas de esta violencia –familiar, extra-doméstica, institucional – y las estrategias de resistencia que las mujeres en todo el mundo están creando para poner fin a la misma.
Introducción
Desde los comienzos del movimiento feminista la violencia de género ha sido un tema clave en la literatura feminista, inspirando así a la formación del primer Tribunal Internacional de los Crímenes contra la Mujer, el cual tuvo lugar en Bruselas en Marzo de 1976. Desde aquel entonces las iniciativas feministas en contra de la violencia se han multiplicado al igual que las leyes que la tratan, debido a las conferencias globales de las Naciones Unidas sobre mujeres. Pero lejos de disminuir, la violencia hacia las mujeres ha aumentado en todas partes del mundo, al punto que hoy en día las feministas denominan este fenómeno como “feminicidio”. No solo la violencia - medida por el número de asesinadas y abusadas - ha continuado creciendo, sino que su naturaleza ha cambiado, volviéndose más pública, más brutal, usualmente tomando formas típicas de tiempos de guerra.
¿Cuáles son las causas de este desarrollo y qué nos dice sobre las transformaciones que están teniendo lugar en la economía global y la posición social de las mujeres? Las respuestas a estas preguntas han variado pero está cada vez más claro que la raíz de este aumento se encuentra en las nuevas formas de acumulación de capital, ya que estas incluyen amplios procesos de despojo, la destrucción de relaciones comunitarias y una intensificación en la explotación del trabajo y la riqueza natural. Lo que resta ser aclarado, de todas formas, son las formas específicas en las cuales esta violencia es una consecuencia y/o instrumento del avance de relaciones capitalistas. En este ensayo planteo esta cuestión, aportando una perspectiva histórica y discutiendo la relación entre la violencia pública y doméstica y las políticas que han adoptado internacionalmente las instituciones para disciplinar mujeres. Mi objetivo es demostrar que mientras esta nueva oleada de violencia toma diferentes formas, un denominador común es la devaluación adicional de las vidas y trabajos de las mujeres que la globalización promueve. En otras palabras, la nueva violencia hacia las mujeres tiene raíz en tendencias estructurales que son constitutivas del desarrollo capitalista y el poder estatal más allá de la coyuntura. Esto significa que construir alternativas al capitalismo debe ser una parte esencial de la lucha contra esta, si queremos/pretendemos que erradique sus causas.
El Capitalismo y la Violencia hacia las Mujeres
La historia es buena docente en este tema. Muestra que mientras el capitalismo ha construido su poder mediante guerras, conquistas, esclavitud, ha reservado algunas de las formas de disciplinamiento más brutales para las mujeres de las clases bajas, especialmente aquellas que son blanco de discriminación racial. De hecho, la sujeción de mujeres a formas particularmente brutales de violencia ha sido un elemento estructural de la sociedad capitalista desde sus comienzos. El desarrollo capitalista comienza con una guerra contra las mujeres: las cazas de brujas en los siglos siglos XVI y XVII, que en Europa y luego en el “Nuevo Mundo” llevaron a miles de jóvenes y ancianas a la muerte. Como escribí en Caliban y la Bruja (2004), este fenómeno sin precedentes históricos fue un evento fundante de la sociedad capitalista. Fue el elemento central del proceso que Marx definió como “acumulación originaria”, ya que destruyó un universo de prácticas y sujetos femeninos que fueron obstáculos de los requisitos principales del desarrollo del sistema capitalista: la acumulación de fuerza de trabajo masiva y la imposición de una disciplina de trabajo más restrictiva. Denominando como “brujas” y persiguiendo mujeres se dio paso al confinamiento de mujeres en Europa al trabajo doméstico, impuesto como trabajo no remunerado, legitimó su subordinación respecto al hombre dentro y fuera de la familia, le dio control al estado sobre su capacidad reproductiva, garantizando que serviría a la generación de nuevos trabajadores. De esta manera, la caza de brujas construyó un orden patriarcal específicamente capitalista, que ha continuado hasta el presente, aunque constantemente ajustada en respuesta a la resistencia de las mujeres y las necesidades cambiantes del mercado laboral.
De las ejecuciones atroces a las cuales las mujeres acusadas eran sometidas, otras pronto aprendieron que deberían ser obedientes, estar calladas, y aceptar el arduo trabajo y los abusos de los hombres para ser socialmente aceptadas. Con aquellas que eran desafiantes, hasta el siglo XVIII, se utilizaba el “scold’s bridle” (brida de regaño), un artefacto de metal y cuero, también utilizado para amordazar esclavos, que encerraba sus cabezas y hería sus lenguas si intentaban hablar. Las distintas formas de violencia de género también fueron perpetradas en las plantaciones estadounidenses donde, llegado el siglo XVIII, el abuso sexual de mujeres esclavas por parte de sus amos se volvió una política sistemática de violación, cuando los dueños de esclavos intentaron reemplazar la importación de esclavos desde África por una industria local de cría centrada en Virginia (Sublette & Sublette, 2015).
La violencia hacia las mujeres no desapareció cuando se dio fin a la caza de brujas y la esclavitud. Al contrario, fue normalizada, al punto que el capitalismo debió controlar la capacidad reproductiva de las mujeres y forzarlas al trabajo sin ninguna remuneración bajo la tutela de hombres. La esterilización de mujeres negras de clase baja, y de mujeres que practicaban su sexualidad fuera del vínculo matrimonial continuó hasta los años 50s y 60s. Asimismo, hasta que las feministas forzaron su reconocimiento, la violación para el Estado, nunca había existido dentro de la familia. Como Giovanna Franca Dalla señaló en Un lavoro d’amore (1978), la violencia siempre ha estado presente, como un trasfondo, una posibilidad, en el núcleo familiar, a través de sus salarios, se les ha otorgado a los hombres el poder de supervisar el trabajo doméstico no remunerado de la mujer, utilizándola como su sirvienta y castigándola en caso de negarse a realizarlo. Gracias a esto, la violencia doméstica masculina nunca se ha considerado un crimen, siendo tolerado por las cortes y por la policía como una legítima respuesta al incumplimiento de sus tareas domésticas, de la misma manera que el Estado legitima el poder de los padres de castigar a sus hijos como parte del entrenamiento de futuros trabajadores.
Pero mientras la violencia hacia las mujeres ha sido normalizada como un aspecto estructural de las relaciones de familia y género, lo que se ha desarrollado durante las últimas décadas excede la norma. Argumento que esto es debido a que estamos enfrentando uno de los momentos más peligrosos de la historia mundial donde la clase capitalista está determinada a ‘poner el mundo de cabeza’ para consolidar su poder, el cual fue socavado por las luchas de los 60’ y 70’ (luchas anti-coloniales, feministas, de poder negro), y lo hace atacando los medios de reproducción de las personas e instituyendo un régimen de guerra permanente, y esto mismo también lo hace al atacar los medios de reproducción de las personas e instituyendo un régimen de permanente guerra.
Mi tesis, en otras palabras, es que somos testigos de una escalada de violencia contra las mujeres, especialmente afro-descendientes, porque la ‘globalización’ es un proceso político de re-colonización, con la intención de dar al capital un control indiscutido sobre la riqueza natural y el trabajo, y esto no se puede conseguir sin atacar a mujeres que son directamente responsables de la reproducción de sus comunidades. No es de extrañar el hecho de que la violencia en contra de las mujeres ha sido más intensa en aquellas partes del mundo (África Sub-Sahariana, Latinoamérica, Sudeste de Asia) que han sido señaladas para emprendimientos comerciales y donde la lucha anti-colonial ha sido la más fuerte. Violentar a la mujer es funcional a las ‘nuevas coyunturas’. Abre camino a los muchos acaparamientos de tierras, privatizaciones y guerras formales e informales, que por años han ido devastando regiones enteras, aunque la brutalidad de los ataques es usualmente tan extrema que parecen carecer de un propósito utilitario. Así, con referencia a las torturas infligidas en los cuerpos de las mujeres por organizaciones paramilitares que operan en varias regiones de Latinoamérica, Rita Segato ha hablado de una “violencia expresiva” y “crueldad pedagógica”, argumentando que su objetivo es aterrorizar, dar un mensaje, primero a las mujeres y a través de ellas a poblaciones enteras, de que no deben esperar piedad.[op.cit.: 22-3] Pero el mensaje nunca es un fin en sí mismo. Al despojar extensos territorios de sus habitantes, al forzar a personas a abandonar sus hogares, sus campos, sus tierras ancestrales, la violencia hacia las mujeres abre camino a las operaciones de minería y compañías de petróleo que hoy en día están desplazando decenas de aldeas, a veces solo para instalar una mina; y se traduce a los mandatos de agencias internacionales como el Banco Mundial, las Naciones Unidas que dan forma a la política económica mundial, y establecen los códigos de minería, y son en definitiva responsables de las condiciones neocoloniales bajo las cuales las corporaciones operan en el campo. Es a sus oficinas y planes de desarrollo que debemos recurrir para entender la lógica por la cual las milicias en los campos de diamante, coltán y cobre de la RDC disparan sus pistolas en las vaginas de las mujeres, o los soldados guatemaltecos que han apuñalado con cuchillos los vientres embarazados de mujeres matando al hijo que cargaba. Segato está en lo correcto. Tal violencia no puede emerger de la vida cotidiana de cualquier comunidad. Es planeada, calculada, y ejecutada con una máxima garantía de impunidad, de la misma manera que, con impunidad, compañías de minería hoy en día contaminan tierras, ríos, arroyos con químicos letales, mientras las personas que viven de ellos son encarcelados si se atreven a resistir. Solo agencias y estados poderosos pueden dar la luz verde a tal devastación, sin importar quiénes son los perpetradores inmediatos, y asegurar que los culpables nunca lleguen a la justicia.
La violencia en contra de la mujer es un elemento clave en esta nueva guerra global no solo por el horror que ésta evoca o el mensaje que deja, sino por lo que las mujeres representan en su capacidad de mantener sus comunidades unidas y, no menos importante, defender concepciones no comerciales de qué es seguridad y riqueza. En África e India, por ejemplo, hasta hace poco, las mujeres tenían acceso a tierras comunales y dedicaban una buena parte de su jornada a la agricultura de subsistencia. Pero tanto la tenencia de la tierra comunal como la agricultura de subsistencia han sufrido fuertes ataques institucionales, criticados por el Banco Mundial como una de las causas de la pobreza en el mundo, siendo el argumento que la tierra es un “activo muerto” a menos que sea legalmente registrado y utilizado como contrapartida para obtener préstamos bancarios con los cuales comenzar alguna actividad empresarial. En realidad, es gracias a la agricultura de subsistencia que en la presencia de programas de austeridad brutal muchas personas han sido capaces de sobrevivir. Pero tales críticas han tenido éxito tanto en África como en India, las mujeres estás siendo forzadas a renunciar a la producción de subsistencia y trabajar como ayudantes de sus esposos en producción de productos básicos. Esta dependencia coaccionada - la cual es una de las maneras específicas en las cuales (como Mies ha observado) las mujeres en áreas rurales de hoy en día están siendo “integradas al desarrollo” es en sí misma un proceso violento. No solo es “garantizado por la violencia inherente en las relaciones patriarcales hombre-mujer”, la violencia de esposos y patrones, también devalúa el trabajo y los roles de la mujer, los cuales desde la perspectiva de los hombres de su comunidad y especialmente la juventud, son vistos como seres inútiles (especialmente cuando llegan a la vejez) cuyos cuyos bienes y trabajo pueden ser apropiados sin ningún reparo.
Cambios en relaciones de propiedad de tierras y en el concepto de qué es considerado una fuente de valor parecen ser la causa también de un fenómeno que, desde los 90’, ha provocado una gran miseria para las mujeres en África e India sobre todo: el regreso de la caza de brujas. Mientras que múltiples factores parecen estar trabajando en la nueva difusión de acusaciones de brujería, se ha notado que estos son más frecuentes en áreas destinadas a proyectos comerciales o en donde se están llevando a cabo procesos de privatización de tierras (como en las comunidades tribales de la India), y las acusadas poseen alguna tierra que puede ser confiscada. En África particularmente, las víctimas son mujeres ancianas, viviendo solas, en un pedazo de tierra, mientras que los acusadores son miembros más jóvenes de sus comunidades o incluso de su propia familia, generalmente sin empleo, quienes ven a estas ancianas como usurpadoras de aquello que les pertenece, y que pueden ser manipuladas por otros actores que se mantienen ocultos, como los jefes locales conspirando con empresas comerciales para romper relaciones comunales. Aquí la posibilidad de confiscar tierras es un factor preponderante, pero existen también otros factores que juegan papeles importantes. Entre ellos está la desintegración de la solidaridad comunal debido a décadas de empobrecimiento, la propagación del SIDA y otras enfermedades en sociedades donde los sistemas de salud han colapsado, la propagación también de sectas evangélicas que predican un Cristianismo neo-calvinista culpando por la pobreza a deficiencias personales o malas obras por parte de brujas. Como ya he señalado, la creciente devaluación de la tercera edad y las vidas de las mujeres mayores en particular, la cual la economía monetaria invasora genera, contribuye a la guerra generacional que se está desatando a través de las nuevas cazas de brujas
Existen otras maneras en las cuales las nuevas formas de acumulación de capital instigan la violencia en contra de la mujer. El desempleo, la precarización del trabajo y el colapso del salario familiar son factores clave. Privados de su salario y otras formas de ingreso, los hombres depositan su frustración en las mujeres de su familia o intentan recuperar el dinero y poder social perdidos explotando sus cuerpos y trabajo. Este es el caso de los “dowry murders” (asesinatos por la dote) en India, donde hombres de clase media matan a sus esposas si no proporcionan suficiente dote o con el fin de casarse con otra mujer y ganar otro dote. Debemos incluir en esta categoría el “tráfico de mujeres”, el cual suele consistir en hombres forzando a sus hermanas o parejas a prostituirse y generalmente la industria del sexo que se nutre de la actividad de las organizaciones criminales predominantemente masculinas capaces de imponer el trabajo esclavo "en su forma más cruda” [Mies op. cit. P.146]
Debe destacarse que con la desvalorización del salario masculino y la crisis de la familia, el valor de las mujeres para muchos hombres reside menos en su trabajo reproductivo no remunerado y más en el dinero que pueden adquirir a través de la venta de su trabajo y cuerpos en el mercado. Aquí las políticas micro-individuales imitan y se juntan con las macro-institucionales. Para el capital también el valor de las mujeres reside cada vez más en el trabajo industrial barato o servicio que pueden proveer, y menos en su trabajo doméstico no remunerado que requeriría de un salario masculino estable para mantenerlo, algo que el capitalismo contemporáneo está determinado a reducir progresivamente, exceptuando a sectores limitados de la población. En consecuencia, hay una confluencia entre el interés del capital y el de muchos hombres con respecto al trabajo de la mujer, el cual debe, por un lado, procurarle a los hombres el ingreso al que ellos ya no acceden (al menos no en condiciones aceptables) y por otro, proveerle al capital la mano de obra barata que éste necesita para aumentar las ganancias. En cualquier caso, el trabajo femenino no remunerado no desaparece, pero deja de ser condición suficiente para ser socialmente aceptadas. Una nueva política económica ha surgido fomentando relaciones familiares más violentas, ya que se espera que las mujeres traigan plata a la casa, pero son abusadas si quedan cortas en las tareas domésticas o reclaman más poder en reconocimiento de la contribución monetaria hecha por trabajo extra-doméstico.
La necesidad de las mujeres de salir de la casa, emigrar, llevar su trabajo reproductivo a las calles (como vendedoras, comerciantes, trabajadoras sexuales) con el fin de apoyar a su familia también crea nuevas formas de violencia en contra de ellas. De hecho, como muestra la evidencia, la integración de la mujer a la economía global es un proceso violento. Las mujeres inmigrantes de Latinoamérica toman anticonceptivos anticipando ser violadas por la policía fronteriza ahora militarizada. Del mismo modo, las vendedoras callejeras entran en conflicto con la policía cuando intentan confiscar sus bienes. Como Jules Falquet ha señalado, en el cambio de servir a un hombre a servir a muchos (cocinando, limpiando, proporcionando servicios sexuales), las formas tradicionales de restricción se descomponen haciendo a las mujeres más vulnerables a los abusos. La violencia individual masculina es también una respuesta a la creciente demanda de autonomía e independencia económica, en otras palabras, un contra ataque en contra del crecimiento del feminismo. [Caputi & Russell 1992] Este es el tipo de violencia que ha estallado en la Universidad de Montreal en Diciembre de 1989, cuando un hombre ingresó a un aula y luego de separar a las mujeres de los hombres disparó a las mujeres, gritando “feministas de m…..”, matando a catorce. En los Estados Unidos, desde los años 80’ los asesinos de mujeres han ido aumentando, con más de 3000 muertes cada año, con la misoginia sumada al odio racial, llevando a los asesinatos de mujeres negras e indígenas. En Canadá también ha aumentado la violencia racial en contra de mujeres indígenas. Como fue recientemente reportado por la New York Times, decenas han desaparecido y luego encontradas sin vida en lo que hoy se conoce como la Highway of Tears (Carretera de Lágrimas) [Levine 5/24/2016]. Estas formas de violencia son evidentemente diferentes con respecto a aquellas infringidas sobre mujeres por paramilitares, narcos y ejércitos privados o guardias de seguridad. Aún así están profundamente relacionados. Como los editores de Aftermath (2001) han señalado, lo que conecta a la violencia en tiempos de guerra y tiempos de paz es la negación de la autonomía de la mujer, y su relación con su control sexual y recursos de asignación (op. cit., p.11). Mies también ha notado que en todas las relaciones de producción basadas en violencia y coerción a mujeres, hay una interacción entre padres, hermanos, esposos, proxenetas, la familia patriarcal y empresas capitalistas [op.cit. ibid., 146]. La violencia doméstica y pública también se fomentan entre sí. Por un lado, los “códigos de honor” de los hombres, asumiendo que la mujer es su propiedad, han prevenido a menudo a las mujeres de denunciar los abusos que han sufrido por miedo a ser rechazadas por su familias o incluso ser sometidas a mayor violencia. Por otro lado, la tolerancia institucional de la violencia doméstica crea una cultura de impunidad que contribuye a la normalización de la violencia pública infligida en mujeres.
En todos los casos mencionados, la violencia hacia las mujeres es violencia física. Pero no deberíamos ignorar la violencia perpetrada por políticas económicas y sociales y la mercantilización de la reproducción. La pobreza, que resulta de cortes en el bienestar, empleo y servicios sociales, debería ser considerada una forma de violencia, al igual que la condena a condiciones de trabajo de esclavitud como las maquilas, las nuevas plantas de esclavitud de la era moderna. La violencia también es la carencia de atención médica, la negación al aborto, los abortos prenatales de fetos femeninos, y la violencia de microcrédito, en espera de aquellas que no pueden pagar sus deudas. A esto debemos agregar la creciente militarización de la vida cotidiana con su consiguiente glorificación de modelos misóginos agresivos de la masculinidad. Como Falquet (2014) ha señalado, la proliferación de hombres armados, y el desarrollo de una nueva división sexual del trabajo donde la mayoría de los puestos de trabajo disponibles para los hombres requieren violencia (guardias privados, guardias de seguridad, guardas de prisión, miembros de pandillas, mafias, ejércitos regulares y privados), esto juega un rol clave en este proceso. Las estadísticas demuestran que aquellos que matan suelen ser hombres familiarizados y con acceso a armas y están acostumbrados a resolver sus conflictos con violencia.
En los Estados Unidos, son usualmente policías, veteranos de las guerras en Iraq o Afganistán. Significativo en este contexto ha sido el alto nivel de violencia en contra de las mujeres enlistadas en el ejército Americano. Como señaló Fanon en referencia a los franceses cuya tarea era torturar rebeldes argelinos, la violencia es indivisible, y no es posible practicarla como ocupación diaria sin desarrollar rasgos de personalidad violentos llevándolo a sus hogares. Ha venido contribuyendo la construcción mediática de modelos de feminidad hiper sexualizados y también agresivos, invitando abiertamente al acoso sexual, desde afiches y carteleras esparcidos en todos los rincones de nuestras ciudades, instigando a una cultura misógina en la cual la aspiración de autonomía de las mujeres es degradada en la provocación a los hombres.
Dado el carácter generalizado de aquello que enfrentan las mujeres, está claro que la resistencia también debe organizarse en múltiples frentes. Las movilizaciones en su contra ya están en marcha, evitando cada vez más las soluciones sin salida como el llamado a una legislación más punitiva, que sólo sirve para dar más poder a las mismas autoridades que directa o indirectamente son responsables de ello. Más efectivas son las estrategias que las mujeres idean cuando ellas mismas se hacen cargo. Abriendo refugios no controlados por por las autoridades sino por las mismas mujeres que las usan, organizando clases y prácticas de autodefensa, organizando grandes marchas como la de “take back the night” (recuperemos la noche) de los años 70’ en EEUU, o las marchas organizadas por mujeres en India en contra de la violación y asesinatos por la dote, usualmente llevando a ocupaciones de los barrios de los perpetradores o en frente de las negligentes estaciones policiales han sido particularmente efectivas. También hemos visto surgir las campañas anti brujería, con hombres y mujeres yendo de pueblo en pueblo en África e India educando a las personas sobre las causas de enfermedades y los intereses que motivan a los brujos curanderos, jefes locales y otros otros acusadores. En algunas áreas de Guatemala, las mujeres han comenzado a tomar los nombres de soldados abusivos para así poder exponerlos en sus pueblos de origen. En cada caso, la decisión de las mujeres de contra atacar, terminar con su aislamiento, y unirse con otras mujeres perseguidas ha sido crucial para el éxito de estos esfuerzos. Pero estas estrategias no pueden prolongar un cambio definitivo si no van acompañadas de un amplio proceso de revaluación de la posición de las mujeres y de las actividades reproductivas que aportan a sus familias y comunidades, y si las mujeres no pueden adquirir los recursos que necesitan para no ser dependientes de los hombres o verse obligadas a aceptar condiciones de trabajo peligrosas /explotadoras en aras de la supervivencia.
* Artículo presentado en Foro sobre feminicidio en Buenaventura, Colombia, abril de 2016. Cedido gentilmente por la autora para su publicación.
Traducción: Milena Gimenez, Daniela Castillo, Emilia Perez Bustillo y Gastón Mercader
** Historiadora, investigadora, profesora en la Hofstra University de Nueva York y activista feminista.
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