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Emiliano Tuala*

Balance 2016: Medios de Comunicación. Los medios de comunicación en la era progresista


Joan Miró, El carnaval del arlequín, 1924-1925


El triunfo de Hugo Chávez en Venezuela hacia 1998, dio inicio a una ola de gobiernos posneoliberales en América Latina. Progresistas, de izquierda, nacionales y populares… varias son las etiquetas que se han usado para identificarlos y, por supuesto, ninguna aplica con exactitud a todos ellos[1]. Pero, por lo pronto, podemos decir que hay algunos elementos que comparten y que nos permiten analizarlos como parte de un mismo proceso: revalorización del papel del Estado, políticas sociales en favor de los más vulnerados y una apuesta mayor a la integración regional.


Con diferencias en cuanto a la cantidad e intensidad de sus medidas, coincidieron en ello los gobiernos del PT en Brasil, del Frente para la Victoria en Argentina, del Frente Amplio (FA) en Uruguay, del MAS en Bolivia, de Alianza País en Ecuador y del chavismo en Venezuela.


Ya hacia fines de 2016, la existencia de administraciones marcadamente neoliberales en Brasil y Argentina, así como la grave crisis que atraviesa Venezuela, nos permiten afirmar que la era posneoliberal, al menos con las características que supo presentar, se acerca a su fin. Lo cual, no obstante, no implica asumir necesariamente la teoría del fracaso progresista y la “década pérdida”, entre otras razones porque algunos de estos gobiernos permanecen en pie, y porque la región presenta logros en varios indicadores. Además de que los ciclos siempre están llamados a terminar para ser sucedidos por otros, sin que esto tenga que ser sinónimo de fracaso, o al menos no de un fracaso total.


Ahora bien, asumiendo el riesgo que implica el sacar conclusiones sobre fenómenos políticos muy recientes o incluso aún en marcha, y admitiendo la posibilidad de que la generalización nos haga incurrir en alguna injusticia, hay un punto en el que el posneoliberalismo regional parece haber fallado, y es en su lucha por un modelo alternativo de comunicación.


Algunos aseguran que las dificultades al momento de comunicar explican las derrotas que viene sufriendo el progresismo en los últimos tiempos. Lo cual se parece bastante a un exceso, dado que obvia el peso de un factor: nada más y nada menos que la economía. Sin embargo, negar la importancia de los medios de comunicación es, por lo menos, inocente.


Los gobiernos posneoliberales y los grandes medios se han enfrentado con una intensidad feroz, lo que implicó que muchas veces los estados se convirtieran en usinas de propaganda partidaria, a la vez que los oligopolios de la comunicación incurrieron en campañas no sólo reñidas con la ética periodística, sino también con la democracia.


Este cuadro, sin embargo, presenta una excepción: el caso uruguayo. En nuestro país, los medios más destacados y los gobiernos frenteamplistas nunca llegaron a declararse en guerra, ni nada medianamente parecido. Ahora, ¿por qué se da esto?


A continuación se expondrán algunas de las características que presentaron los conflictos entre los grandes medios y los gobiernos posneoliberales en América del Sur. Para luego analizar la singularidad del caso uruguayo y, finalmente, reflexionar sobre lo que debería ser una mirada progresista y alternativa sobre el tema medios.



Estados Vs. Oligopolios de la comunicación


El fallido golpe de Estado contra Hugo Chávez en 2002 fue el resultado de una elaborada coordinación entre cámaras empresariales, sectores militares, embajadas y medios de comunicación privados. Dando inicio a un enfrentamiento furibundo entre el Estado chavista y los principales medios, antesala de otras batallas similares que se libraron y aún se libran en la región.


Pero recién en 2008, producto del “conflicto del campo” en Argentina, la cuestión mediática se instaló definitivamente como tema de agenda en los países gobernados por los posneoliberales.


Recordemos que meses antes del mencionado conflicto, el Grupo Clarín, el conglomerado de medios más poderoso y temido del país, le había retirado su confianza al kirchnerismo, iniciando tímidas pero crecientes campañas contra el recién inaugurado gobierno de Cristina Fernández. El “conflicto del campo” fue sólo la primera instancia en la que Clarín logró coordinar y articular a la oposición política y social al kirchnerismo, mediante una línea editorial a todas luces partidaria y destituyente. Luego esta línea no sólo habría de continuar, sino también de intensificarse.


Fue entonces que el kirchnerismo respondió mediante una ofensiva comunicacional en varios frentes: a Clarín se le quita la televisación del fútbol, que pasa a ser pública y abierta; se inician investigaciones judiciales en las que el grupo es acusado de delitos de lesa humanidad cometidos durante la última dictadura; el Estado comienza a potenciar a los medios públicos existentes y crea otros, además de financiar medios privados, todos ellos con un discurso abiertamente anti Clarín y pro gobierno; y, fundamentalmente, impulsa y logra sancionar la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual (“Ley de Medios”), que más allá de su promoción de la industria audiovisual, entre otras fines loables, buscó afectar a Clarín al limitar la concentración de medios.


El caso argentino fue quizá la muestra más clara de la lucha entre un gobierno posneoliberal y un multimedio mediático, ambos insertos en una lógica bélica sin descanso. Escenarios similares, aunque con intensidades disimiles, habrían de extenderse por la región.


Inicialmente, durante meses e incluso años, los gobiernos posneoliberales y los gigantes de la comunicación supieron convivir de forma más o menos civilizada, limitándose cada parte a actuar sin perjudicar los intereses vitales de la otra. Pero el vínculo se deterioró por dos razones estrechamente ligadas. Primero, porque los posneoliberales comenzaron a afectar intereses concentrados, directa o indirectamente ligados al negocio de la comunicación privada, cuya respuesta no se hizo esperar. En segundo lugar, la consolidación de dichos procesos políticos (con su fortalecimiento o construcción de partidos e identidades, y definiciones más contundentes y monolíticas) implicó una delimitación clara entre aliados y enemigos, volviendo a los gobiernos menos tolerantes a la crítica y el disenso.


Así es que se ingresó en la polarización gobierno-grandes medios, que con el transcurso del tiempo pasó a ser gobierno-medios no aliados. Lo cual implicó riesgos y ventajas para ambas partes.


Los medios concentrados consiguieron el respaldo de partidos y líderes opositores, llegando incluso a coordinarlos y dirigirlos políticamente, a la espera de ser favorecidos una vez que estos se hiciesen con el poder. Pero al mismo tiempo sufrieron toda clase de embates por parte del Estado y perdieron credibilidad en algunos sectores de la población, dado lo burdo de muchas de sus operaciones destituyentes.


En tanto, los gobiernos posneoliberales debieron administrar sus países sufriendo el desgaste de tener que desarticular a diario todo tipo de campañas mediáticas, impulsadas por maquinarias de la comunicación con una gran capacidad para marcar agenda y generar opinión. A su vez, esto les significó dos ventajas: obviar a la oposición político-partidaria (los medios son el enemigo) y deslegitimar cualquier crítica (todo es una operación de prensa con fines desestabilizadores).


Pero las oposiciones políticas, que en un comienzo permanecieron desvirtuadas y hasta anuladas, empezaron a articularse con los medios de forma más inteligente, transformándose en una alternativa real de poder.


Por otra parte, la deslegitimación por parte del Estado de cualquier discurso que no fuese el oficial, llevó a un juego de suma cero en el que la sociedad muchas voces tuvo que optar entre las verdades estatales y las líneas editoriales de los medios no oficialistas.


Fue así que, con medios más poderosos y ya instalados como referencia en el imaginario colectivo, con un uso más sofisticado de la comunicación, y denunciando (con la verdad o faltando a ella) los errores y las omisiones del Estado, las oposiciones políticas y mediáticas lograron anular, o al menos debilitar, la comunicación oficial. Lo que, de una u otra forma, afectó y afecta a los procesos políticos posneoliberales.


Ni la denuncia permanente de campañas destituyentes, ni la apertura de medios privados torpemente oficialistas sostenidos por la pauta estatal, ni los medios públicos convertidos en aparatos de propaganda sólo digerible para simpatizantes, ni la sobreexposición de figuras de gobierno… Nada de esto logró que la comunicación de las administraciones progresistas fuera más eficiente y eficaz. Pudiendo decirse que sus éxitos electorales y políticos han tenido lugar pese a sus formas de comunicar y no gracias a ellas.


Sin embargo, hay quienes afirman que es ya un triunfo el hecho de que se discuta públicamente a los medios como un factor de poder, desnudando los intereses políticos y económicos detrás de sus contenidos. Y algo de verdad puede haber en ello. Ahora, si los gobiernos posneoliberales se retiran de la dirección del Estado sin haber transformado de forma genuina los esquemas mediáticos, estos logros están llamados a diluirse.


Argentina y Brasil (aunque por vías distintas) ya están en manos de empresarios neoliberales que nada harán en favor de la democratización de los medios. Al contrario: accedieron al gobierno con el compromiso de favorecer el clásico esquema de medios privados concentrados.



El caso uruguayo


De los gobiernos posneoliberales de la región, los del FA en Uruguay son los que registran los conflictos menos intensos con la prensa. Salvo casos aislados, en los que la fuerza política o algún dirigente a título personal han hecho mención a los grandes medios como desestabilizadores y voceros de la derecha, en nuestro país nadie ha argumentado con solidez y constancia la existencia de una guerra declarada entre el Estado en manos del progresismo y los medios privados. ¿Por qué?


Para empezar, la cultura política uruguaya, dominada por la moderación y el centrismo, no favorece escenarios de conflicto. Además, y en parte por lo antedicho, el FA no se ha caracterizado por enfrentarse a factores de poder, grandes medios de comunicación incluidos. Alcanzará con advertir que las figuras del oficialismo tienen tanta o más presencia mediática que los opositores, y que los gobiernos frenteamplistas han dado señalas claras de querer conservar un buen relacionamiento con los principales actores privados de la comunicación. Ejemplo de ello es el otorgamiento automático de señales de televisión digital a los canales 4, 10 y 12, y la insólita demora en la reglamentación de una tímida pero necesaria Ley de Medios.


La oposición mediática a los gobiernos de Mujica y Vázquez se ha concentrado en algunos espacios puntuales (quizá el diario El País sea el caso más conocido), y puede que otros medios actúen como adversarios coyunturales por su abordaje de cuestiones concretas (tales como la inseguridad). Pero de ningún modo se observa en Uruguay una campaña sistemática y coordinada de los principales multimedios con el objetivo de derrocar al gobierno, como sí sucedió durante años en Brasil y Argentina, y en buena medida ocurre actualmente en Venezuela, Bolivia y Ecuador.


Se podría pensar que tal situación es la ideal, dadas las críticas anteriormente formuladas a las formas que el conflicto Estado-medios asumió en algunos países de la región. Sin embargo, estamos muy lejos del sistema de medios que debería anhelarse desde una óptica de izquierda. Que no existan conflictos no es en sí un logro.


Uruguay sigue registrando una alta concentración en su esquema de medios, con tres grupos (4, 10 y 12) que controlan la casi totalidad del mercado de la televisión abierta, buena parte del negocio del cable, así como frecuencias de AM y FM (además de estar asociados a otros emprendimientos, en algunos casos ni siquiera vinculados a la comunicación). A ellos se les ha sumado Tenfield, con su señal VTV y el control de los principales eventos culturales y deportivos del país. Es decir, cuatro grupos empresariales, apenas diferenciados por cuestiones estéticas, conforman el poder comunicacional real, circunstancialmente desafiados por otros medios privados de menor envergadura.


En tanto, los medios públicos, aun cuando desde 2005 han sido dignificados, siguen sin poder competir con los privados, para lo cual haría falta voluntad política y una inversión económica que, hasta el momento, ningún gobierno ha necesitado asumir.


La sociedad civil organizada, por su parte, no existe en este escenario como un actor significativo.


En resumen, el sistema de medios de comunicación uruguayo está fuertemente dominado por un oligopolio privado, desafiado por débiles voces privadas alternativas y con el Estado sosteniendo una mínima presencia. Y esta debilidad de lo público, de la sociedad civil y de los privados de pequeño y mediano porte, dista mucho de ser el ideal desde una visión progresista, de izquierda, alternativa o como quiera llamársele.



Conclusiones


La idea que se tenga sobre lo que debe ser un sistema de medios, guarda necesariamente relación con el tipo de sociedad que se proyecta. De modo que esta discusión es, antes que cualquier otra cosa, ideológica y política.


Quienes apuestan a que el mercado domine sin más la comunicación, encuentran su correlato en la ideología neoliberal. Del mismo modo que quienes confían en los medios públicos como rectores de la verdad y monopolizadores de la palabra, albergan ideologías en las que el Estado no admite competencia.

Ahora bien, el neoliberalismo y el estatismo (en su versión totalizante o incluso populista) demostraron no ser viables como proyectos políticos, por lo que no parece sensato seguir apostando a ellos en lo que refiere a la comunicación.


Entonces, ¿qué esquema de medios debe proponerse desde una mirada de izquierda?


Parece difícil de definir, para empezar porque la izquierda no ha logrado algo semejante a una nueva síntesis que le permita esbozar un proyecto alternativo de sociedad. No obstante, considerando diferentes experiencias históricas y teniendo en cuenta lo ya expuesto en esta nota, podemos sacar algunas pocas (pero importantes) conclusiones:


Ni el Estado ni el mercado deben monopolizar la palabra. En el sector privado debe impedirse la concentración de medios y la competencia debe ser verdaderamente libre y transparente. El sector público debe ser fuerte, competitivo y no utilizado como una usina de propaganda por el gobierno de turno. A su vez, la sociedad civil organizada debe contar con espacios viables garantizados por el propio Estado.


Este esquema de medios de comunicación democrático y alternativo, en el marco de un proyecto de sociedad más justa, puede parecer básico, ingenuo o incluso idealista. Y desde luego plantea muchos interrogantes. Por ejemplo: ¿Qué otros medios, si no los públicos, podría utilizar un gobierno para defenderse de las campañas de los oligopolios privados que se niegan a la democratización de la palabra? ¿Cuán autónoma podría ser la sociedad civil organizada de las directivas de un Estado que, justamente, le otorga espacios para comunicar? ¿Cómo ingresan en este juego las nuevas tecnologías? ¿Será que finalmente se subordinan de un modo u otro a las pautas y discursos de los medios convencionales? ¿O realmente los desafían?


Ningún esquema de medios funcionará de modo ideal en la práctica ni estará totalmente liberado de las batallas políticas coyunturales y los vicios humanos más terrenales. Sin embargo, es necesario trazar objetivos hacia los cuales caminar, sobre todo buscando evitar recetas que a la izquierda no le han funcionado. Porque otro sistema de medios de comunicación es posible.


[1] Aquí se hablará de progresismo, posneoliberalismo e izquierda de modo indistinto.


* Comunicador. Responsable del blog etcétera. Productor y columnista del programa Te Digo La Otra (Uniradio 89.1 FM). Productor periodístico en Portal TNU


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