Entrevista al Movimiento Liberación
Hemisferio Izquierdo (HI): En la izquierda frecuentemente hablamos de “horizonte socialista”, “pos-capitalismo”, “sociedad alternativa”, entre otras formulaciones un poco vagas, para referirnos a un nuevo tipo de sociedad superadora del capitalismo. ¿Cuál es esa sociedad? ¿Qué trazos centrales debería tener?
Movimiento Liberación (ML): No es demasiado lo que podemos decir acerca de la sociedad que queremos construir manteniéndonos al margen de la ficción futurista. Los rasgos esenciales son dados por el desarrollo de las contradicciones fundamentales dadas por el núcleo racional de la sociedad vigente. La sociedad actual y no la fantasía es la que puede adelantarnos los principales rasgos definitorios de la sociedad que viene, la superación del capitalismo. Sociedad a la que llamamos Socialismo, sin ambages, porque aunque somos profundamente críticos de las experiencias de construcción de una sociedad distinta ensayadas hasta ahora por los trabajadores, nos sentimos parte de las tradiciones de lucha por la emancipación social en sus variadas corrientes.
La contradicción fundamental entre el capital y el trabajo, el proceso de producción y reproducción de la vida y la forma social que reviste, la forma cada vez más social de la producción y su apropiación privada cada vez más concentrada, y cómo hay zonas del planeta condenadas a un desarrollo relativo menor de las fuerzas productivas (la periferia capitalista) son las contradicciones que definen las sociedades actuales. Es decir que cada vez más la producción en todo el mundo se hace empleando trabajo asalariado para producir para la venta (no directamente para el consumo) y a la vez el aliciente de esa producción es la acumulación de ganancias y no la satisfacción de necesidades humanas.
Las crisis manifiestan más agudamente la acumulación de riquezas en unas pocas manos y el despojo de la inmensa mayoría de los productores de esa riqueza: los trabajadores (lo que se ha llamado empobrecimiento relativo). El hecho de que los laburantes participamos proporcionalmente cada vez menos de la riqueza social producida genera una realidad obscena y socialmente insostenible a la larga. El capitalismo desarrolló impresionantemente las fuerzas productivas de nuestro trabajo, sin embargo persisten y por momentos crecen fenómenos como el doble empleo y horarios extenuantes de trabajo, llegando a extremos como el karoshi, mientras otros desesperan buscando trabajo. De un lado los productores permanentemente enajenados de la riqueza que producen, y del otro un puñado de parásitos que se hacen con la riqueza mundial privándonos de su disfrute. De un lado los acopios o la producción tirada al mar porque no encuentran quién la compre y del otro hambrientos que no pueden pagar. Esto es agravado porque la forma capitalista de organizar la producción y la vida, implica que crezca la porción de la población que no tiene donde aplicar productivamente su trabajo. Esto quiere decir que son mantenidos por el esfuerzo social de la parte de la sociedad productivamente empleada, y/o sobreviven en el desempleo estructural masivo. Lo que desgraciadamente por supuesto nos desmoraliza, nos derrumba el autoestima como clase, nos va degradando generación a generación. Crecen problemas sociales como la delincuencia, las adicciones a fármacos, y todo tipo de problemas psicológicos y psiquiátricos. Esa población que le sobra al capitalismo y el propio capital que sobra, es desvalorizado y destruido periódicamente en las crisis y las guerras por mercados que deciden esas minorías gobernantes (obligados por la necesidad de ganancias), pero se transforman en carnicerías que hacemos y sufrimos nosotros, los que no tenemos nada. Para esto precisan inyectarnos el odio por gentes de nuestra misma condición social. Ahí están todas las variantes de etnocentrismo para demostrarlo. Piénsese en el racismo, la xenofobia, las guerras religiosas, etc.
Para modificar definitiva y radicalmente la forma en que se reparte estamos obligados a transformar la forma en que se produce. Qué y cuánto se produce lo decidirán los propios productores asociados, en base a las posibilidades, limitaciones técnicas y necesidades del consumo estrictamente social, no para la venta y la obtención de ganancia. Los que como individuos estamos despojados de todo (a los efectos productivos), pasaremos a ser socialmente dueños de todo y de nada. Habrá que socializar los medios de producción (no solamente estatizarlos), abolir la propiedad privada sobre estos. Las necesidades humanas tendrán que ser resueltas por la producción social convenida entre todos. No deberá haber población que sobre porque todo ser humano en condiciones de trabajar tendrá que hacerlo para ganarse el derecho a comer. Las fuerzas productivas del trabajo social liberadas de su cobertura capitalistas se desarrollarán aún más, y el reparto de las horas de trabajo permitirán que este sea vivido como algo disfrutable, sano y edificante, como lo es hoy día ir al gimnasio o jugar fútbol, pero superior social y moralmente, porque lo haremos para nosotros y para todos los demás. Satisfacción que algunos encuentran hoy en la caridad por ejemplo, y que nosotros vivimos en la militancia por el socialismo. No será un yugo extenuante que llevemos para enriquecer a un particular sino la actividad más noble, digna y humana que se haya podido concebir hasta el momento, comparable a concebir un ser humano, parirlo, o darle crianza. Muchos compañeros alegan que a esa actividad ya no podrá llamársele trabajo.
Digamos por último, que una sociedad digna del nombre de “socialismo” es una sociedad donde se realiza la libertad de quienes antes eran explotados y oprimidos. No se puede concebir la persistencia de opresión de ningún tipo (etnia, de género, orientación sexual, etc), si es la cabal superación de la sociedad capitalista. Y esto por supuesto tiene consecuencias para nuestra actividad cómo organización. No prescribe la tarea de combatir con los métodos más adecuados esas taras que nos imprime la forma de vida capitalista y que lamentablemente algunos traemos muy arraigados. Porque el socialismo implica una nueva moral, el Che ya nos decía aquello de que "El socialismo económico sin la moral comunista no me interesa. Luchamos contra la miseria, pero al mismo tiempo contra la enajenación. (...) Si el comunismo pasa por alto los hechos de conciencia, podrá ser un método de reparto, pero no es ya una moral revolucionaria"
HI: Otro aspecto común en las izquierdas es que parecería que entre el hoy y el socialismo no hay nada. Cuesta establecer mediaciones, y, sobre todo, cuesta la elaboración programática más allá de la mera administración de lo existente o el simple panfleto maximalista y los enunciados generales. ¿Qué ejes programáticos habría que poner sobre la mesa para acelerar procesos, buscar saltos de calidad, recuperar iniciativa política?
ML: Ciertamente muchos de nosotros nos sentiríamos más cómodos en esa posición de locos sueltos, maximalistas, intransigentes e intrascendentes con la que algunos nos ven que en la de gentes razonables, acomodaticias y prestas a la componenda que demanda el mundo vigente. Pero el caso es que no hay que elegir entre estas dos caricaturas de las posiciones posibles.
Nosotros creemos que la necesidad histórica de transitar hacia el socialismo nos impone una serie de tareas que desde luego nada tienen que ver con reformar el capitalismo para humanizarlo. Tampoco tiene que ver con arribar a una “etapa” del capitalismo que pudiera ser la antesala del socialismo, se le llame “nacional”, “productivo” o “autocentrado”. Para nosotros la transformación social pendiente es el tránsito al socialismo. Además consideramos la imposibilidad de lograr un cambio social profundo a través de las reformas sociales, asumiendo que la conquista del poder político por parte de los trabajadores es imprescindible. Nosotros acompañamos la lucha por reformas en tanto permitan mejorar, aunque sea parcialmente, la situación de la clase trabajadora y los sectores populares. Pero no es a través de esas reformas que se revoluciona la sociedad, y no vemos material histórico empírico que acredite la tesis de que se arribe a una sociedad esencialmente distinta a partir de esas reformas.
Es clave preservar la independencia de clase. Por eso rebajar planteos y entramparnos en la disputa entre izquierda y derecha de la burguesía, derecha y progresismo, infundiendo a la gente confianza en el mecanismo electoral diseñado para sublimar el descontento popular en la elección del mal menor entre dos o más programas burgueses cada cuatro o cinco años no nos parece el camino. Tampoco desertar de los asuntos que en verdad duelen a las clases dominantes y retirarnos a agendas con temáticas carentes de toda radicalidad.
En ese sentido nos preocupa mucho evitar dar consignas de lucha que en realidad no arreglan nada, agitándolas como si lo hicieran realmente, porque alimentamos falsas ilusiones y somos cómplices de la desmoralización, la frustración y el derroche de sangre, sudor y lágrimas y sobre todo, del descrédito del socialismo como proyecto y de los socialistas como agentes políticos.
Pensar la acción política asumiendo el ‘atraso’ ideológico y político de las masas (tanto supuesto como verdadero) y ensayar un atajo a sus conciencias diciéndoles siempre aquello que estas quieren oír nos parece un despropósito. Aún teniendo las mejores intenciones de retomar la iniciativa política con cierta ascendencia de masas, lo único que lograríamos de esta forma es una popularidad barata que no contribuye a transformar las cosas. El afán de abarcar la mayor cantidad de sectores sociales asentado en un discurso ambiguo y característico de los proyectos populistas no es lo que nos alienta, “Hay que decir a las masas la amarga verdad con sencillez y claridad, francamente” decía Lenin en ‘Acerca del infantilismo izquierdista…”.
El punto crucial de cualquier programa de transformación hacia el socialismo está en cómo resolver el problema del poder. El sistema capitalista sólo puede superarse con la transformación revolucionaria de la sociedad, y es una triste realidad que ese proceso debe caracterizarse necesariamente como violento, puesto que requerirá oponer la violencia revolucionaria a la violencia discrecional del Estado, aquella estructural pero fundada en los marcos legales regulatorios y los aparatos represivos que garantizan su cumplimiento. Los procesos políticos correspondientes a la historia más reciente de nuestra Latinoamérica son ejemplos de que la lucha de clases y la disputa del poder político por parte de trabajadores y oprimidos (o incluso algunas disputas entre sectores de las clases dominantes) deviene inexorablemente en actos de violencia estatal o para-estatal para aplacar dichos levantamientos, veamos el Chile de Allende, los procesos insurreccionales latinoamericanos y sus consiguientes golpes de Estado. El binomio dictadura/democracia constituye un falso dilema en tanto formas coexistentes y consustanciales al sistema capitalista y al tipo de democracia burguesa que el mismo encarna como expresión política (impeachment en Brasil, Venezuela, atrocidades, desapariciones y muertes en “democracia”: México como caso paradigmático). La tensión entre democracia y autoritarismo naturalmente tiende a revalorizar las “libertades” y “derechos” de la democracia liberal, pero es preciso desentrañar que democracia y autoritarismo son dos caras de una misma moneda, son la condición política de existencia del sistema capitalista que hace uso de ambas estrategias en función de las necesidades de la reproducción del capital. Para promover la estrategia revolucionaria como única alternativa que nos guíe al socialismo se debe denunciar explícitamente esta coexistencia. El revolucionario argentino Mario Santucho expresaba ya que parte fundamental de nuestro fracaso es “la ausencia hasta el presente de una opción revolucionaria de poder que ofreciera a las masas una salida política fuera de los marcos del sistema capitalista”.
Los socialistas tenemos la obligación de estar en el seno de las masas, apostar a sus luchas, aportar a la organización y militancia para el éxito de estas, abonar los triunfos para tras cada derrota salir lo mejor parado posible y tomar colectivamente las lecciones que brinda la práctica, socializarlas, debatirlas, comprometer los esfuerzos mentales y físicos de los compañeros en esta tarea. Pero ante todo, los que hicimos la opción por combatir esta forma de vida, tenemos que acercarnos a las masas porque la posibilidad de una sociedad radicalmente distinta, una auténtica sociedad humana, reside en que los trabajadores se hagan cargo de ese proyecto y lo encarnen políticamente. Es ese poder un atributo privativo de estas. Las organizaciones de minorías revolucionarias tienen misiones de cardinal importancia, pero no pueden por sí y ante sí operar una revolución social. Por esto esas minorías tienen que ser parte de las masas (una parte muy especial por las tareas que han asumido), no para llevarse bien con el burgués que todos llevamos dentro, sino para desalojarlo del trono que tiene levantado en nuestras conciencias.
Lo que vemos venir es una dura etapa de resistencia, en la que habrá más campo para minar la hegemonía burguesa. Parte importante de la disputa contrahegemónica consiste en reinstalar el socialismo como necesidad histórica y futuro posible, y la estrategia revolucionaria como vía para la superación del capitalismo y no mera consigna maximalista extraída de los años 60. La transformación radical de nuestra sociedad nos obliga a revisar, resignificar y volver a pensar colectivamente, como sujeto político llamado a protagonizar la transformación social, cuál será su cause pero teniendo bien en claro que no hay posible construcción de hegemonía sin revolución. La lucha también es discursiva e ideológica, pero las consecuencias prácticas de esta apreciación no conducen inevitablemente a lo electoral como materialización de las luchas sociales sino que por el contrario, deberá ser la actividad consciente de la clase trabajadora (piedra angular y principal antagonismo desde el cual se articulen diversas opresiones -género, etnia, raza, etc.- que la contradicción principal capital/trabajo subsume) la que determine el qué hacer de su derrotero político.
El proceso de desmantelamiento de los espacios de organización social (aunque paradojalmente crezca la afiliación a sindicatos) que el reformismo dejó como consecuencia colateral de su estrategia política nos plantea un escenario complejo y a la vez fértil para abrazar una estrategia de cambio radical. La necesidad de organizar la resistencia y el avance desde las organizaciones populares con estricta independencia de clase es parte importante de cómo concebimos la acción política del hoy: la construcción de poder popular.
No podemos someternos al chantaje de aceptar el teatro electoral, la farsa de participación donde las campañas se pagan con millones de dólares y recursos publicitarios con los que un proyecto de transformación auténtico no puede contar. No podemos quedar presos de que es esto o los años de oscurantismo, ya la experiencia de la izquierda pos-dictadura mostró que la defensa por los DD.HH llevó a que los militantes postularan la institucionalidad de la democracia liberal que antes combatían y dejaran atrás el proyecto revolucionario que en los 60 se había instituido. Parecería que sólo queda decir amén a la farsa o hay picana. Para nosotros ninguna de estas son opciones, nos negamos a retroceder a los tiempos en que las libertades más elementales de los trabajadores se vieron conculcadas y nos proponemos evitar vías que son trincheras dominadas por el fuego enemigo, vías ofrecidas por el sistema que desvían las luchas populares y consolidan la falsa idea republicana de pluralismo. Planteamos por ello una táctica antielectoralista, porque como decía Gerardo Gatti “La puja electoral no crea conciencia, confunde. No promueve la lucha, la paraliza tras espejismos. No apunta directamente al logro de conquistas, las desvía. De la misma forma que desvía, paraliza, confunde y divide la sustitución de la movilización popular por el programa obrero, por el juego de reformas y contra-reformas de la Constitución.” Un gobierno del pueblo es quien se proponga un plan para terminar con el capitalismo, no aquel que se plantea reformarlo y humanizarlo.