Dibujo: "Nelson Rockefeller descubriendo el retrato de Lenin pintado por Rivera", Miguel Covarrubias.
En los últimos años es apreciable el esfuerzo realizado por las izquierdas por salir de lo que algunos han considerado “el chaleco de fuerza leninista”. El leninismo, que desde la revolución rusa fuera considerado la síntesis de las aspiraciones, las tácticas, los métodos y la organización revolucionarias, ahora es sistemáticamente criticado y visto como una perversión y un desatino. Esta intencionalidad, crítica y renovadora a la vez, es políticamente saludable, de ello no hay duda. Sin embargo, en muchos casos se monta sobre endebles bases.
Un lugar común, para empezar por algún cabo, es considerar que el único modelo de socialismo y de revolución que ha fracasado es el encarnado en los partidos “leninistas” y en los estados de tipo “soviético”. Esto es inaceptable: la socialdemocracia reformista tampoco ha logrado realizar el socialismo (y de hecho ya hace tiempo que ha abandonado este antiguo objetivo programático). Tampoco el cooperativismo puede mostrar logros incontrastables; y lo mismo sucede con el anarquismo. Concentrar todas las críticas en el modelo “leninista” de revolución es mistificar la historia del las izquierdas del siglo XX. En segundo lugar es falso que haya “un” modelo leninista. Lenin elaboró al menos cinco concepciones diferentes de partido revolucionario, y la historia del partido bolchevique posee varias fases más o menos nítidamente definidas. Es cierto, con todo, que las izquierdas revolucionarias tendieron a reproducir ciertos parámetros típicos del bolchevismo: el partido de cuadros, el “centralismo democrático”, la idea de que la conciencia socialista proviene de afuera de la clase trabajadora, y la insistencia en la insurrección como vía para tomar el poder del Estado se cuentan entre ellos. Someter a crítica cada uno de estos componentes es una tarea necesaria y saludable; pero también es necesario explicar las razones históricas que hicieron de estos rasgos una norma cuasi universal. Tomemos un ejemplo.
Han sido numerosos los autores que se han detenido a destacar los rasgos autoritarios de la concepción de la conciencia socialista que detenta Lenin. En uno de los más famosos pasajes del ¿Qué hacer? se puede leer:
“Hemos dicho que los obreros no podían tener conciencia socialdemócrata. Ésta sólo podía ser introducida desde afuera. La historia de todos los países atestigua que la clase obrera, exclusivamente con sus propias fuerzas, sólo está en condiciones de elaborar una conciencia tradeunionista, es decir, la convicción de que es necesario agruparse en sindicatos, luchar contra los patronos, reclamar del gobierno la promulgación de tales o cuales leyes necesarias para los obreros, etc. En cambio la doctrina del socialismo ha surgido de teorías filosóficas, históricas y económicas que han sido elaboradas por representantes instruidos de las clases poseedoras, por los intelectuales. Por su posición social, también los fundadores del socialismo científico contemporáneo, Marx y Engels, pertenecían a la intelectualidad burguesa”.
En la visión leninista, como muy bien lo notara hace más de cuarenta años Antonio Carlo, “el proletariado termina siendo objeto y no sujeto de la historia (como también han notado otros antes que yo). En general, los llamados leninistas ortodoxos se obcecan cuando se les hace notar esto. Sin embargo, no se necesita mucho para comprender que ésta es la consecuencia obligada del discurso de Lenin. En efecto, si una clase no es capaz de elaborar por sí sola la propia conciencia y la propia organización, sino que tiene que pedirlas prestadas a otras clases, queda evidentemente sometidas a ellas y no puede, por tanto, ser el sujeto que edificará el nuevo orden sino únicamente un instrumento necesario, si se quiere, en manos de otros” (1). Podemos remontarnos aún más lejos. En los años ´30 el marxista “consejista” Anton Pannekoek cuestionaba la misma idea del partido revolucionario. “El «Partido revolucionario» –escribía en 1936– tiene por fundamento teórico la idea según la cual la clase obrera no puede prescindir de un grupo de jefes capaces de vencer, en lugar de ella, a la burguesía y de formar un nuevo gobierno, dicho en otras palabras, la convicción de que la clase obrera es incapaz de llevar a cabo por sí misma la revolución” (2). Y aún podemos ir más atrás en el tiempo. Como recuerda Alan Shandro, “los primeros en hacer esta crítica a la concepción sobre la espontaneidad y la conciencia avanzada en el ¿Qué hacer? fueron Vladimir Akimov y Alexander Martinov, adherentes a la corriente «economicista», que eran el principal blanco de la polémica del libro de Lenin. Después de la división de la socialdemocracia rusa entre mencheviques y bolcheviques, los términos de la crítica fueron retomados y elaborados por los que hasta entonces habían sido compañeros de Lenin, los dirigentes del menchevismo. A partir de entonces, esta interpretación se hizo un lugar común y su lógica estructura casi todas las explicaciones, marxistas o no, del pensamiento político de Lenin” (3).
En la actualidad son muchos los que repiten críticas del mismo tenor (en particular dentro de las llamadas corrientes “autonomistas”), muchas veces sin sospechar que lo que parecen novísimos argumentos tienen predecesores centenarios. El desafío de la hora, por consiguiente, consiste menos en reproducir las críticas a las consecuencias de la concepción leninista (sustitucionismo, vanguardismo, autoritarismo, etc.), que en explicar por qué fue esta concepción y este modelo el que se impuso en el siglo XX, e indagar la existencia de tendencias que permitirían un desarrollo diferente en el siglo XXI. El desafío práctico consiste en construir poderosas organizaciones revolucionarias montadas sobre bases más amplias y menos autoritarias, al tiempo que sean capaces –como en su momento lo fue el leninismo– de representar una amenaza real para el sistema capitalista. Porque a su manera (que retrospectivamente podemos apreciar como ciertamente problemática) Lenin y el leninismo representaron una poderosa combinación de idealismo social y realismo práctico, que dio forma a un movimiento con capacidad para revolucionar las estructuras de varios grandes estados, cautivar los corazones y las mentes de cientos de millones de personas en todo el globo, y representar una amenaza apreciable para el orden del capital. El leninismo y el modelo soviético están agotados, pero, para superarlos, habrá que reconstituir una nueva combinación de idealismo y realismo revolucionarios. El idealismo maximalista de buenas intenciones en el que la autonomía es en definitiva la autonomía de un grupo identitario está casi inevitablemente condenado a un política testimonial, por lo general de carácter local, sin capacidad para representar una amenaza seria al capitalismo. El realismo pragmático sin horizonte emancipador está condenado a la gestión sin transformación.
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Señalar las consecuencias (perversas si se quiere) que se siguen de la concepción expuesta y defendida en el ¿Qué Hacer? no debería impedir, por lo demás, formular una pregunta fundamental: ¿era incorrecta esta concepción, que Lenin toma de Kautsky? Está claro que si la conciencia socialista no brota de manera más o menos natural del movimiento obrero entonces el sustituicionismo, el vanguardismo y el autoritarismo serán componentes ineludibles de cualquier intento revolucionario. Paralelamente, debería estar igualmente claro que si los impulsos anti-autoritarios, revolucionarios y socialistas del proletariado surgieran espontáneamente, el margen para la entronización de burocracias (reformistas o revolucionarias) sería mínimo. Miremos ahora la historia de la clase trabajadora y de los movimientos revolucionarios durante el siglo XX. La imagen puede ser desagradable, pero las siguientes conclusiones de los últimos ciento cincuenta años me parecen globalmente indiscutibles: a) la inmensa mayoría de los intelectuales marxistas no han sido obreros, y ni siquiera su origen ha sido proletario; b) entre los cuadros dirigentes de las organizaciones revolucionarias los intelectuales y los pequeñoburgueses han ocupado un lugar desproporcionado; c) las revoluciones socialistas triunfantes tuvieron lugar en países industrialmente poco o nada desarrollados, y con mayorías campesinas; c) en los países industriales el proletariado ha tenido preponderantemente orientaciones reformistas; d) las organizaciones de la clase trabajadora (sindicatos, partidos, etc.) han manifestado profundas tendencias a constituir burocracias dirigentes.
Pues bien, la tesis de la externalidad de la conciencia revolucionaria es ciertamente odiosa, pero lo ocurrido en los últimos ciento cincuenta años parece confirmarla, más que refutarla. Gravosa por sus consecuencias, esta tesis se ha mostrado hasta ahora descriptivamente correcta. Desde luego que ha habido excepciones y contratendencias, como los innumerables impulsos autónomos del proletariado durante la revolución rusa (los soviets, por caso, no fueron originalmente el invento de ningún partido, sino creación autónoma de obreros de base), o las experiencias autonomistas italianas en los setentas; pero como regla general la presunción de Lenin era correcta: el proletariado no desarrolla espontáneamente una ideología y una práctica revolucionaria. O mejor dicho, la mayor parte de los proletariados del siglo XX no han desarrollado espontáneamente una práctica de este tipo. Hay que asumir este hecho sin escándalo. Y ciertamente, una de las tareas de los marxistas revolucionarios del presente es indagar qué elementos determinaron este hecho, observar si sus causas están desapareciendo en el presente, y colocar todas nuestras fuerzas en el fortalecimiento de las tendencias favorables a la autonomía de los trabajadores. Claro que los partidarios tradicionales del autonomismo suponían que, librado a su propia suerte y a su propia iniciativa, el proletariado sería revolucionario. Esta es una suposición exageradamente optimista. Por lo tanto, el problema que subyace en la base del sustituicionismo vanguardista reaparece: ¿qué deben hacer los revolucionarios si el proletariado tiene inclinaciones reformistas o conservadoras, antes que revolucionarias? (4)
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Existen dos tendencias poderosas e igualmente inaceptables, a mi juicio, de abordar la historia del leninismo en el siglo XX. La primera es explicarlo exclusivamente por las condiciones creadas por determinado contexto histórico, eliminando –de hecho más que de jure– toda responsabilidad intencional y volitiva de los sujetos. Este enfoque es, en el mejor de los casos, justificador (en ocasiones de verdaderas atrocidades) y en el peor vulgarmente apologético. En cualquier caso es inaceptable: niega toda posibilidad de elección y tiende a invisibilizar a quienes se opusieron a las locuras del estalinismo o del maoísmo. Pero pese a todo, la insistencia en las condiciones históricas (económicas, políticas, culturales) que generaron al leninismo en el siglo XX es una pata fundamental de cualquier explicación que se pretenda rigurosamente materialista del fenómeno.
La segunda tendencia es concentrar la explicación en supuestas falencias filosóficas o teóricas en la concepción de Lenin. Con una fuerte inclinación idealista, los partidarios de este tipo de interpretaciones achacan todos los problemas (o por lo menos los más importantes) a una concepción revolucionaria equivocada. Desde luego, el punto fuerte de este enfoque es que nunca es justificador ni mucho menos apologético, y en que se concentra en aspectos que pueden ser modificados a corto o mediano plazo por la acción de los sujetos: cambiar algunas de sus prácticas políticas está mas al alcance de una organización o de un grupo militante que modificar el contexto geo-político internacional, las relaciones de propiedad de una sociedad o sus tradiciones culturales. El punto débil de este enfoque es que la primacía explicativa está colocada en las concepciones ideológicas y en las opciones políticas, antes que en las condiciones económicas, las relaciones sociales, el contexto político-militar y las realidades culturales; en síntesis, en que se inclina hacia un tipo de explicación idealista, antes que materialista. Desde luego, este es un punto débil para quien considere que son generalmente las explicaciones inclinadas hacia el materialismo las que llevan la razón, lo cual podría ser un prejuicio. Sin embargo se puede invocar un argumento de mayor peso: no ha sido, ciertamente, la ausencia de conciencia crítica ni de intentos de prácticas diferentes lo que permitió la expansión del leninismo: Akimov, Luxemburgo, Kautsky, Trotsky, Panekoek, etc., cuestionaron en su momento las tesis leninistas volcadas en ¿Qué hacer? También existieron persistentes y poderosos intentos de prácticas y organizaciones alternativas: el anarquismo es el caso más notorio e incuestionable (el trotskismo, según algunas interpretaciones, podría ser considerado una variante más del “modelo” leninista, e inclusive –ya rondando el extremo lunático– del estalinismo). Pero todas esas críticas y estos intentos prácticos no pudieron contra la pujanza del “modelo” stalinista (que reivindicaba un costado de la herencia de Lenin, pero repudiaba otros).
Dos puntualizaciones parecen indispensables. La primera es que si vamos a tomarnos en serio al materialismo histórico, no se debería presuponer que el desarrollo político-ideológico se explique por sí mismo: debe ser explicado por su interacción con las condiciones sociales y económicas (interacción en la que estas últimas, por lo demás, deberían tener una capacidad de influencia mayor sobre lo político-ideológico, que a la inversa). Atribuir los fracasos y las derrotas revolucionarias a falencias filosóficas, errores políticos o traiciones de los dirigentes es incompatible con los principios teóricos del materialismo histórico, en particular cuando se trata de fracasos y derrotas que abarcan a toda una época de la humanidad. Los errores o la traición podrían explicar casos puntuales, pero si una clase sistemáticamente comete errores o es traicionada habrá que pensar que operan causas más profundas, y procurar hallarlas. La segunda es que no podemos escribir en 2016 como si estuviéramos en los años ´20 ó ´30. Nosotros poseemos la ventaja de la perspectiva histórica. Lo que para los combatientes de décadas pasadas eran posibilidades, luchas inciertas, procesos en curso, nosotros podemos contemplarlos como cosa acabada (al menos relativamente acabada). Lo que en el momento de la lucha es mera posibilidad, cuando la lucha ha concluido es un hecho realizado o un sueño frustrado.
Notas
1) A. Carlo, «La concepción del partido revolucionario en Lenin», Pasado y Presente, Nº 2/3 (nueva serie), año IV julio/diciembre de 1973, p., 315-16.
2) A. Pannekoek, «Partido y clase obrera», (publicado en marzo de 1936 en Raetekorrespondenz), reproducido en Serge Bricianer, Anton Pannekoek y los concejos obreros, Bs. As., Schapire Editor, 1975, p. 283.
3) A. Shandro, «“La conciencia desde fuera”: marxismo, Lenin y el proletariado», Herramienta, Nº 8, Bs. As., 1998/99, p. 86.
4) No hay dudas de que el “vanguardismo” está estrechamente relacionado con el carácter más o menos revolucionario de las masas. Si entre las masas no hay potentes inclinaciones revolucionarias, los grupos radicales quedan irremediablemente atrapados entre el vanguardismo práctico (sean cuales sean las declaraciones teóricas), esto es, la realización de acciones que no son, de momento, las de las masas; o la ineficacia práctica inmediata: limitarse a realizar acciones de propaganda a largo plazo, sin influir significativamente en las coyunturas políticas.