Imagen: "Extracción de la piedra de la locura", Jan Havicksz Steen, 1663.
En este 2016 se cumplen 30 años del primer movimiento social que impulsó, por primera vez en el Uruguay, un Plan Nacional de Salud Mental (PNSM). Fruto del momento y del clima político que se estaba viviendo ante la apertura democrática. Pero también de la indignación y sensibilización de familiares, profesionales, trabajadores y autoridades ante la situación de encierro y abandono de las personas que, por encontrarse en el entrecruce de la locura y la pobreza, tenían como destino el Hospital Vilardebó, el Hospital Musto o las Colonias psiquiátricas (Ginés, 2005).
El PNSM se diseñó con la participación de diversos actores y organizaciones, quienes, tomando los desarrollos a nivel internacional, propusieron impulsar una concepción de salud mental basada en lo comunitario. Con estrategias de intervención que priorizaran el nivel de atención primaria en salud, desarrollando la promoción de salud y la prevención de afecciones y padecimientos, para pensar, de este modo, en términos de salud y ya no solamente de enfermedad.
Sin embargo, en 30 años de democracia, se ha avanzado en materia de prevención y estrategias de promoción con base en lo comunitario para determinadas poblaciones, pero aún sigue sin poder tener solución uno de los problemas más graves que seguimos enfrentando hoy: la existencia de colonias y hospitales monovalentes (asilos y manicomios), donde el encierro y aislamiento de personas en situación de pobreza extrema nos sigue recordando vestigios de un modelo que es rechazado y combatido en muchos lugares del mundo, incluso desde la Organización Mundial de la Salud (OMS) que se ha propuesto, para el 2020, el cierre los manicomios a nivel mundial.
El proceso uruguayo
“Al sur del sur hay un sitio que está olvidado” J. Drexler
En Notas para una genealogía del manicomio en Uruguay Cano (2011) propone pensar en “al menos dos períodos históricos claramente distinguibles en cuanto al tratamiento que la sociedad uruguaya ha dado a su locura y a sus locos durante el siglo XX”. A un primer período lo denominó “de encierro del loco” el cual iría desde 1879 a 1959 y “estaría caracterizado por la construcción de lugares alejados y con capacidad para albergar a una cantidad grande de gente al mismo tiempo así como el desarrollo de la laborterapia”. Un segundo período nombrado como “de abandono del loco”, que “se inicia a partir de la crisis del Estado de Bienestar y llega, a grandes rasgos, hasta la actualidad”.
Propongo ubicar un tercer período, “de olvido del loco”, que iría de 1984 hasta la actualidad y dentro del cual podemos vislumbrar tres etapas: de 1984 a 1996, 1997 a 2005 y de 2005 a 2015.
La primer etapa (1984 a 1996), está marcada por la apertura democrática y, en el campo de la salud mental específicamente, por el anuncio de cierre del Hospital Vilardebó ante la apertura de un nuevo hospital modelo: el Hospital Musto. Estos anuncios y la situación en general de las personas que se encontraban internadas hizo que diversas organizaciones se movilizaran. Esto generó que el Ministerio de Salud Pública (MSP) convocara a la creación de una Comisión (1) que discutiera y diseñara los acuerdos y lineamientos necesarios para el PNSM, el cual fue presentado en setiembre de 1986, logrando ponerse en marcha inmediatamente. Esto permitió realizar algunas modificaciones tanto en concepciones en torno a la salud mental así como en el tipo de abordajes. Modificaciones que se vieron plasmadas en la creación de una red de atención en policlínicas, centros diurnos, casas asistidas, talleres protegidos, etc. En este marco es que van a surgir las primeras asociaciones de familiares como el Grupo de La Esperanza (Asociación de familiares y amigos de personas con trastornos mentales severos del tipo Esquizofrenia en Uruguay) o propuestas de carácter integral en rehabilitación como las llevadas adelante, hasta la actualidad, por el Centro Psicosocial Sur-Palermo o el Laboratorio Uruguayo de Rehabilitación: CIPRÉS. Esta etapa además, va a estar signada por la pérdida del plebiscito contra la Ley de Caducidad y la asunción de un presidente de corte claramente neoliberal, Luis Alberto Lacalle.
A mediados de la década del 90 el clima era muy distinto al de la alegría y la esperanza generalizada, los recortes económicos y los intentos de privatización de las empresas públicas, como expresiones de las políticas neoliberales, imprimían un tono de desesperanza. En el campo de la salud mental, y en un contexto de motines, se produce el cierre del Hospital Musto en 1996. Podemos decir que con este hecho comienza una segunda etapa (1997 a 2005), en donde luego de consolidarse algunas acciones plasmadas en el PNSM, las políticas económicas implementadas durante el período anterior llevaron a que éste dejara de existir y se detuviera el proceso de cambios que se había iniciado (Rudolf, 1996).
A su vez, se comienzan a visualizar algunos impactos del cierre del Hospital Musto, donde, entre otras cosas, quedó claro que no pensar en políticas y procesos de desinstitucionalización de las personas con padecimientos psíquicos con años de institucionalización, generó un proceso que Juan Fernández y Nelson De León (1996) denominaron como “desmanicomialización forzada”. Con esto pretendían aludir a que sin pensar e implementar medidas alternativas para culminar con el régimen de asilo o encierro prolongado, se condena a las personas en dicha situación a quedar sin atención y en muchos casos en situación de calle, quedando la persona, en tanto se la comienza a considerar un “paciente social”, atrapado en una suerte de puerta giratoria entre la atención y la calle.
Es en esta etapa que se consolidan, por parte del MSP, las propuestas descentralizadas de Centros Diurnos y Casas de medio camino, hay un rediseño del Hospital Vilardebó el cual pasa a ser concebido como un Hospital de “agudos”. Esto comenzó a imprimirle otra dinámica al Hospital, muestra de ello es el surgimiento del Programa Puertas Abiertas, en 1994, en donde a iniciativa de un psicólogo se permite el ingreso de gente de afuera que quisiera ir al Vilardebó a “estar” y “acompañar” a las personas internadas.
También, como parte de esos procesos de apertura, es que en 1997 surge el Proyecto Comunicacional y Participativo Radio Vilardevoz, que persiste hasta el día de hoy como el primer proyecto de salud mental autogestionado por personas con padecimiento de lo psiquiátrico, psicólogos y estudiantes de psicología. Es además, el primer colectivo que utiliza, como parte del proceso de habilitación, herramientas comunicacionales como forma de aportar a la transformación del imaginario en torno a las personas con padecimientos psíquicos. Colectivo que tendrá mucha influencia en impulsar la importancia de la participación de las personas con padecimiento psíquico en el entendido que esta “constituye la dimensión política del proyecto. ya que en este pilar estamos considerando todo lo concerniente a la producción de autonomía, la construcción de ciudadanía y responsabilidad social, el desarrollo de la solidaridad y la capacidad de transformación del entorno por parte de los participantes. Pero sobretodo, la propuesta del modelo democrático como forma de organización de un proyecto de intervención social-comunitaria” (Vilardevoz, 2009).
Por su parte, y ante lo que el Dr. Ginés (1998) se apresuró a plantear como “el ocaso del asilo”, la crisis económica del 2002 y la situación generada por el entrecruce locura y pobreza, varias estructuras estatales, además del Ministerio de Salud Pública, como la Intendencia Municipal de Montevideo, el Banco de Previsión Social, los comedores del Instituto Nacional de Alimentación, etc., generaron respuestas para una realidad tan compleja como la que implicó los efectos de la desinstitucionalización y el problema de la personas en situación de calle.
Del año 2005 en adelante, se identifica una tercera etapa signada por la asunción del primer gobierno del Frente Amplio en Uruguay, la creación del Ministerio de Desarrollo Social (2005) y del Instituto Nacional de Derechos Humanos (MEC, 2012) y la puesta en marcha del Sistema Nacional Integrado de Salud (2006). El clima vuelve a cambiar, tornándose esperanzador, sobre todo para los procesos participativos. Se visualiza en el surgimiento de numerosas propuestas llevadas adelante por grupos o equipos de trabajo (muchos de ellos con apoyo de la Universidad de la República, sobre todo en actividades de extensión), algunos con más permanencia que otros, que comenzaron a organizarse para resistirse a las lógicas persistentes de abandono y olvido en unos casos y en otros, para comenzar a dar respuesta a una de las necesidades más urgentes: la inserción social y laboral de las personas con padecimiento psíquico. Es así que en esta etapa surgen experiencias como las llevadas adelante por el Colectivo La Grieta, el Espacio Cultural Bibliobarrio, la Cooperativa Riquísimo Artesanal, entre otros.
Todos estos procesos son parte de lo que Ariadna Islas y Ana Frega (2007) identificaron, en el Uruguay de principios de siglo, como dentro del pasaje “del mito de la sociedad homogénea al reconocimiento de la pluralidad”, donde la conformación de colectivos con reivindicaciones específicas, así como la posibilidad de ir organizándose con otros, ha dado lugar, entre otras cosas, a organizaciones que han generado reconocimiento así como un cambio de sensibilidad y respeto por distintas singularidades y sus reinvindicaciones. Por lo que hemos visto, las organizaciones del campo de la salud mental no han sido ajenas a esto.
Sin embargo, cuando pensamos en los logros obtenidos por varios colectivos nucleados en torno a defender derechos de identidad, llama la atención que dentro del mismo período histórico no se haya logrado aprobar una Ley de Salud Mental. Un ejemplo de ello es el trabajo del colectivo LGBT que logró que en el 2013 fuese aprobada la “Ley 19.076 que reconoce el derecho de las parejas del mismo sexo a contraer matrimonio en igualdad de condiciones que las parejas heterosexuales” (MIDES, 2014:17). Uruguay fue el primer país de Latinoamérica en comenzar a reconocer estos y otros derechos, lo que nos habla de cambios importantes a nivel social y cultural. Seguramente revela, además, algunos intereses y tensiones en un campo complejo como el de la Salud Mental que requiere revisar prácticas, abordajes, procesos y perfiles de formación para un verdadero cambio de paradigma. Esto, sin lugar a dudas, nos hace vivir un Uruguay en permanente tensión, donde algunos cambios son posibles y, a su vez, otros procesos de cambio se topan con aspectos más molares, más “duros”, haciendo creer muchas veces que se lucha contra un gigante.
Aún así, este año, el movimiento social que se ha ido generando en torno al impulso de una Ley de Salud Mental en perspectiva de Derechos Humanos, creó la Comisión Nacional por una Ley de Salud Mental. La misma se define como “un espacio político no partidario conformado por diversas y heterogéneas organizaciones sociales, sindicales, estudiantiles, instituciones universitarias y personas que luchan por los derechos de las personas con padecimiento psíquico en nuestro país” (comunicado, 2016). A su vez, es el resultado de continuidades y discontinuidades que a lo largo de estos 30 años de democracia se han ido dando, y que desde 2005 han tomado un nuevo impulso, lo que se ve reflejado en la cantidad de colectivos y experiencias que se han generado y sostenido en todo este período. Un mojón importante en toda esta historia fue la creación, en el 2012, de la Asamblea Instituyente por Salud Mental, Desmanicomialización y Vida Digna, como forma de nuclear a varias organizaciones relacionadas con la temática.
Algunos logros… Pensar sin manicomios
Generar un movimiento, varios, todos los que sean posibles para que no se arrase con los derechos de las personas que por su tipo de padecimiento están en situación de encierro prolongado, insertos en un sistema de refugios y centros psicosociales o culturales, o directamente excluidos del sistema por su doble condición de “loco y pobre” suena a veces como una utopía.
También sonaba como utopía que “hablaran” en primera persona aquellos que han tenido alguna “experiencia con lo psiquiátrico”, los que la sociedad tilda de “locos”, de “enfermos mentales”, aquellos que “hacen cosas raras”, que generan miedo o incomprensión. Aquellos que han desafiado a la medicina con padecimientos que no son de orden físico o biológico. Lograr que circule una palabra que ha sido históricamente silenciada por ser considerada delirante o falta de valor (Jiménez, 2000), ha implicado apoderarse del derecho a participar y a expresarse libremente, y por otra parte obligó a revisar, en este caso, las relaciones técnico-paciente y la exclusión como terapéutica.
Movimientos que nos hacen pensar en la producción de los procesos democráticos y de construcción de ciudadanía. Poder preguntarse en estos tiempos, “¿quién está loco?”, implica haber generado las condiciones para que podamos liberar la locura de la enfermedad mental. Proceso casi contrario al que se ha generado durante siglos para entender, explicar y actuar sobre lo que se ha considerado “anormal” e incomprensible, generando formas de relacionamiento basadas en la verticalidad, patologización y la estigmatización del diferente en pro de su “normalidad”. Si no podemos ver en el otro a un semejante y como un sujeto de derechos, no podremos pararnos en una concepción de salud mental desde una perspectiva de derechos humanos.
Lograr el cierre de instituciones de carácter asilar y monovalentes en tanto símbolo de una época, es terminar con una forma de comprender y abordar por parte del Estado y algunas disciplinas (fundamentalmente la medicina y el derecho) las diferentes formas de “exilio social” que existen en la actualidad. La pregunta de si podremos hacerlo nos enfrenta a sociedades que tienen internalizado el encierro como parte de la solución a los problemas.
La insistencia de organizarse y juntarse ante la visualización de que el mundo es un manicomio, conlleva la necesidad de romper con la fragmentación y unir fuerzas en pro de lograr transformaciones en distintos planos: culturales, académicos, asistenciales, etc. Es aprender a participar, a negociar, a exigir derechos, a intentar cambiar algo aunque el mensaje sea el miedo, el terror y la desesperanza.
Es interesante recordar aquí que las condiciones de internación prolongadas, incluyendo a las personas privadas de libertad en cárceles o centros de privación de libertad (hombres, mujeres, niños, niñas y adolescentes), en asilos (ancianos, discapacidad), refugios, y colonias u hospitales psiquiátricos en la que viven muchos uruguayos, están basadas en un modelo donde la segregación y clasificación de personas según población y problemática no ha generado otra cosa que el aumento de estigmas y de invisibilización de lo que produce la desigualdad social.
En este Uruguay tensionado conviven viejas y avergonzantes prácticas con la fuerza de lo nuevo y lo diferente. Hablamos por ejemplo, de una “Colonia de Alienados” en donde muere un paciente que fue atacado por una jauría de perros a comienzos del 2015 o de un Hospital Psiquiátrico donde, luego de 40 minutos de hacer señas a una cámara de vigilancia dentro de un calabozo de máxima seguridad, una “paciente”, a comienzos del 2016, se quitó la vida. Hablamos de que esas mismas instituciones que encierran, vigilan, clasifican y castigan, habilitan el desarrollo de diversas actividades en clave de derechos humanos. ¿Paradojas de estos tiempos? ¿o formas de ir cambiando las instituciones desde adentro? ¿trampas de un discurso de la democracia con base participativa donde todos somos responsables y al final nadie lo es?
Formas de no ser indiferente frente a los pobres condenados al encierro, al abandono y, podríamos agregar, al olvido… Vale aclarar, sobre todo para no cargar de negatividad al olvido, que sin olvido no hay posibilidad de recordar.. entonces el problema se presenta cuando lo que tenemos para recordar está cargado de humillación y exclusión, de formas perversas del Estado de hacerse cargo de los más humildes en nombre y bajo el ideal de la “cura” o de la “rehabilitación”.
* Prof. Adj. Docente e investigadora de la Facultad de Psicología, UdelaR. Doctoranda en Historia de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, UdelaR. Integrante del colectivo Radio Vilardevoz.
Notas:
(1) Sindicato Médico del Uruguay, Coordinadora de Psicólogos del Uruguay, Escuela Universitaria de Enfermería, Escuela Universitaria de Servicio Social, Escuela de Sanidad Dr. J. Scosería, Depto. Central de Enfermería, Escuela Universitaria de Psicología y Facultad de Medicina (PNSM 1986)
Bibliografía:
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Cano, A. (2011). Notas para una genealogía del manicomio. En Baroni, C. (Comp.). Vilardevoz: locura, autonomía y salud colectiva. (Inédito)
De León, N.; Fernandez, J. (1996). “La locura y sus instituciones”. En: Terceras Jornadas de Psicología Universitaria: Historia, violencia y subjetividad. Montevideo: Multiplicidades
Frega, A. (2007). Historia del Uruguay en el Siglo XX (1890-2005). Montevideo: Banda Oriental.
Ginés, A. (1998). Desarrollo y ocaso del asilo mental en el Uruguay. Revista de Psiquiatría del Uruguay, 62(2), pp 37-40
Ginés, A., Porciúncula, H. y Arduino, M (2005). El Plan de Salud Mental veinte años después. Revista de Psiquiatría del Uruguay, 69(2), pp. 130.
Jiménez, A. (2000) “La máquina de hablar” en V Jornadas de Psicología Universitaria. Montevideo: Tack.
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Rudolf, S (1996) A Diez años del Plan Nacional del Salud Mental. En Historia, Violencia y Subjetividad. Montevideo: Multiplicidades.