Imagen: "Manifestación", Antonio Berni, 1934.
"Con toda seguridad, toda institución democrática tiene sus límites y sus inconvenientes, lo que indudablemente sucede con todas las instituciones humanas. Pero el remedio que encontraron Lenin y Trotsky, la eliminación de la democracia como tal, es peor que la enfermedad que se supone va a curar; pues detiene la única fuente viva de la cual puede surgir el correctivo de todos los males innatos de las instituciones sociales. Esa fuente es la vida política activa, sin trabas, enérgica, de las más amplias masas populares" Rosa Luxemburgo (1)
En la discusión presentada en el número de esta revista sobre la experiencia de Podemos en España (n° 2, “Hacer política hoy”, Separata Podemos) se destaca un problema que ha sido central para la política occidental moderna. A grandes rasgos, varios de los textos en esa separata apuntan a la idea de que “hacer política” se vincula de alguna manera al proceso de la construcción de un pueblo. Esto tiene dos derivaciones bastante elementales pero que nunca está de más destacar. Una es que si el pueblo es algo a construir significa que no existe como algo dado, sino que es una artificialidad. La otra es que la noción de construcción de un pueblo estaría directamente relacionada con la democracia. La democracia, tomando prestado el trillado argumento lefortiano, es un régimen en el cual el lugar del poder se encuentra vacío y es ocupado contingentemente por alguna de las diferencias que integran la vida comunitaria. La construcción de un pueblo estaría entonces vinculada a esa operación de vaciamiento/ocupación que se sostiene en un presupuesto democrático: ninguna diferencia es per se la encarnación plena del poder político. En otras palabras, será el juego entre las diferencias que componen el demos aquello que permitirá construir un orden más o menos perdurable.
Quisiera detenerme en lo que esto representa para un proyecto de izquierda democrática en América Latina. En nuestra región los procesos de construcción de un pueblo han sido históricamente tema de debate desde el siglo XIX y la izquierda no ha sido ajena a ello. Pero lo ha sido de una forma que puede ser descrita, siguiendo el trabajo de un pensador central en la izquierda democrática, como obnubilada.
José Aricó, de él se trata, dedicó buena parte de su tarea intelectual a pensar la relación del pensamiento de raíz marxiana con la política latinoamericana. Sobre todo porque desde su punto de vista nuestra realidad política ponía en evidencia los límites de la teoría que informaba a la izquierda. De alguna manera, la realidad de este subcontinente estaba marcada por una singularidad que residía en la identificación de “una realidad hasta cierto punto ‘inclasificable’ en los términos en que se configuró históricamente el marxismo” (2).
En su libro Marx y América Latina, Aricó traza el comienzo de las peripecias teórico-conceptuales de esta identificación en el despectivo texto de Marx sobre Bolívar. Allí se esboza la idea de que la singularidad política de la región se caracterizaba por la debilidad de los grupos revolucionarios independentistas y por “el débil jacobinismo que los caracterizó”. Uno de las conclusiones a las que llevaba esta mirada sobre la región era entonces que nuestra singularidad se caracterizaba por las limitadas posibilidades políticas de los sectores populares de la región, asumiendo que “la masa popular tenía más capacidad destructiva que constructiva” (3). Fue así como, siempre según Aricó, “la debilidad de las elites políticas y sociales latinoamericanas y la ausencia aún alveolar de una presencia autónoma de las masas populares” transformaban a América Latina frente a los ojos de Marx en una región marcada por la arbitrariedad y el autoritarismo. Ojos que tomarían prestados muchos de los análisis de la izquierda durante el siglo XX, especialmente en el tratamiento que le dio a la experiencia particular que marcó el ingreso a la política de los sectores populares en algunos países de América Latina, los populismos clásicos. Ya en el siglo XXI, los mismos ojos prestados, aunque más o menos envejecidos, intentan dar cuenta de las experiencias que van en camino de constituirse en nuevos ejemplos clásicos del populismo como el chavismo venezolano o, quizás en menor medida, las presidencias de Evo Morales en Bolivia. Experiencias que, para complejizar el desconcierto, se presentan a sí mismas como socialistas.
Los procesos populistas de construcción de un pueblo tuvieron entonces “una presencia obnubilante” para el pensamiento de izquierda durante el siglo XX y el comienzo del XXI.
Uno de los efectos de esta obnubilación fue la fragmentación y aislamiento político de la izquierda, que se imponía a sí misma una disyuntiva entre “una aceptación del autoritarismo como costo ineludible de todo proceso de democratización de las masas, y un liberalismo aristocratizante como único resguardo posible del proyecto de una sociedad futura, aun al precio de enajenarse el apoyo de las masas” (4). Ahora bien, esta disyuntiva que señala Aricó se erigía sobre una serie de presupuestos que sostienen formas posibles de construcción de un pueblo. Una es la forma que critica Rosa Luxemburgo con la que abrimos esta exposición, cuando se opone a entender la relación de representación como una delegación inmutable en la cual los sectores populares debían ceder su capacidad política a una vanguardia que aplicaría “una fórmula pre-fabricada, guardada ya completa en el bolsillo del partido revolucionario” (5). La segunda, se desprende de esta y es la forma en que la izquierda se planteó a sí misma esta disyuntiva a través de conductas marcadas por una profunda desconfianza hacia la capacidad política de los sectores populares. Es decir que la izquierda se habría enfrentado a esta disyuntiva porque partía de ciertos presupuestos que luego tuvieron efectos sobre la forma de entender la política y la construcción de un pueblo.
La singularidad de la experiencia política en América Latina llevó entonces a que detrás de la construcción de un pueblo se diera una discusión sobre dos autonomías. La autonomía nacional y la autonomía de las masas. Para una política de izquierda –sobre todo una pensada desde Gramsci como es el caso de Aricó– ambas están conectadas, en tanto los procesos que hacen a la vitalidad política de una nación no pueden consistir sólo en su capacidad de expresar sentimientos nacionales e independizarse, sino también “en la necesidad de basar todo el proceso en una acción de ‘regeneración social’” (6).
En relación a la autonomía nacional, la lectura marxista de América Latina se recostaba sobre la noción de “pueblos sin historia” (a la que Marx adhirió) y la discusión sobre el papel del estado como instancia productora de la sociedad civil (que Marx resistió). La oposición de Marx a pensar al estado como productor de la sociedad civil y de la nación habría obnubilado la visión “de un proceso caracterizado por una relación asimétrica entre economía y política, de modo que no pudiendo individualizar el “núcleo racional” fundante del proceso (…) Marx redujo la política [latinoamericana] a puro arbitrio, sin poder comprender que era precisamente en esa instancia donde el proceso de construcción estatal tendía a coagularse”(7). En el caso de nuestra región, “el peso de la constitución ‘desde arriba’ de la sociedad civil” llevó a Marx a la evaluación peyorativa de la experiencia bolivariana, como una dictadura “impuesta coercitivamente a masas que no parecían estar maduras para una sociedad democrática” (8). La ceguera de Marx sobre el funcionamiento de la política frente a la economía y sobre el rol del estado frente a la emergencia de una sociedad civil en América Latina, se habría trasladado a las lecturas de izquierda sobre la región.
En cuanto a la autonomía de las masas, la vitalidad autónoma de una nación quedaba atada, en la forma en que Aricó lee a Marx, a la constitución de un sujeto sumergido en una aporía. Si bien el proletariado sólo existía como clase universal en términos conceptuales, “en la realidad únicamente podía existir como un agregado de grupos sociales determinados por el estado nacional o por el conjunto étnico-lingüístico y cultural al que pertenecía en el interior de los estados multinacionales.” La universalidad del internacionalismo estaba atravesada por la realidad de la pertenencia nacional. La genericidad del proletariado se traducía “siempre en la admisión consciente o inconsciente de determinados centros nacionales (…) como sede del atributo universal de clase” (9). Es decir que la universalidad solo podía ser encarnada por una particularidad que se presentaba como universal.
Siguiendo estos argumentos, puede percibirse que uno de los problemas detrás de la construcción de un pueblo es la pregunta por la constitución de un sujeto popular en una región caracterizada por la singularidad de la relación que ese sujeto popular tendría con el Estado. Los términos en los que se plantearon las respuestas a esta pregunta se pueden resumir en las discusiones sobre la autonomía de lo popular frente a los regímenes populistas. Aricó publicaba su Marx y América Latina en 1980, pero es muy interesante percibir la continuidad de las preocupaciones en relación a este sujeto popular y, en algunos casos, la unanimidad de las respuestas que mantienen ciertas lecturas marcadas por los mismos problemas. Dificultades similares a las que Aricó identificaba en el escrito de Marx sobre Bolívar, pueden encontrarse en los estudios sobre los procesos de construcción popular en América Latina (10).
La forma de entender la autonomía nacional y el papel que le correspondía teóricamente al Estado en relación a la sociedad civil, procesos diferentes a la reconstrucción que la historia y las ciencias sociales europeas hicieron de la incorporación de las masas a la política por aquellos lares, también obnubiló la mirada de la izquierda. El Estado en los populismos latinoamericanos era un Estado que interpelaba a sujetos nuevos en términos de derechos, antes que verse forzado al reconocimiento posterior de sujetos de derecho que se toman como anteriores a la aparición del aparato estatal. Esto que algunos analistas explican como un “impulso jacobino” de los populismos tendiente a homogeneizar el campo social (11) fue (in)comprendido por la izquierda como un intercambio de beneficios por votos.
En el caso de la autonomía de las masas, una metafísica de las identidades políticas impedía a la izquierda ver que la sede del atributo universal de clase no podía sino estar encarnada en una particularidad específica. Esto reducía a la política, como bien planteaba Aricó, “a puro arbitrio”. Los procesos de constitución identitaria de los sectores populares en América Latina eran así percibidos como el resultado de la quasi omnipotente presencia de liderazgos carismáticos, antes que por la potencial capacidad de identificarse con ese impulso democratizador que describe Aboy Carlés.
Es imprescindible entonces “mirar de nuevo” al Estado y a las relaciones que se pueden tejer entre Estado y organizaciones sociales en un sentido amplio. En algunas experiencias latinoamericanas, fue desde el Estado que se avivó la llama de los conflictos por la producción de derechos y la integración democrática de nuevas demandas. Para retomar una de las ideas presentadas en la separata: se hizo pueblo por medio del acceso al gobierno. Esas experiencias no deben ser descartadas por una izquierda democrática que pretenda quitarse de encima la disyuntiva que nos invitaba a pensar José Aricó.
Ahora bien. Esta nueva mirada sobre el Estado no puede dejar de estar acompañada por lo que Luxemburgo describía como el correctivo de todos los males: “la vida política activa, sin trabas, enérgica, de las más amplias masas populares.” Esto no debería ser evaluado como parte de un ingenuo espontaneísmo. Por el contrario, la producción de derechos en las sociedades contemporáneas, con la singularidad que encontramos en las experiencias populistas en nuestra región, ha sido –y es– muchas veces condición de posibilidad de dicha vida activa. La posibilidad de generar dichas condiciones, desde el Estado o no, dependerá de la capacidad de una izquierda democrática de imaginar opciones distintas a lo que hasta ahora ha sido considerado por ella casi como una contradicción: construir derechos y libertades desde el Estado hacia la sociedad.
* Instituto de Estudios Sociales y Políticos de la Patagonia, Universidad Nacional de la Patagonia, CONICET.
Notas:
(1) Rosa Luxemburgo, “La revolución rusa”, en Obras escogidas, tomo II, Buenos Aires, Ediciones Pluma, 1976, p. 192
(2) José Aricó, Marx y América Latina, Buenos Aires, Catálogos Editora, 1980, pp. 37-38.
(3) Torcuato Di Tella cit. en Aricó, Marx y América Latina, p. 138.
(4) Idem, pp. 141.
(5) Luxemburgo, “La revolución rusa”, p. 196.
(6) Aricó, Marx y América Latina, p. 88.
(7) Idem, pp. 129-130.
(8) Idem, p. 134.
(9) Idem, p. 89.
(10) Sebastián Barros, “Momentums, demos y baremos. Lo popular en los análisis del populismo latinoamericano”, PostData, Vol. 19, Núm. 2, octubre 2014, pp. 315-344.
(11) Gerardo Aboy Carlés, “De lo popular a lo populista o el incierto devenir de la plebs”, en Aboy Carlés, Gerardo; Barros, Sebastián y Melo, Julián, Las brechas del pueblo. Reflexiones sobre identidades populares y populismo, Buenos Aires, UNDAV-UNGS, 2013, p.19.