Dibujo: "Los delirios del estado", Nicolás Guigou.
Introducción
En los estudios comunicacionales –particularmente los vernáculos- las diferentes instancias político-tecnológicas capaces de intervenir en la vidas privada (esto es, violentarla, vigilarla, dominarla) brillan por su ausencia. De una manera u otra los saberes vinculados a la comunicación parecen deslindarse, escapar de un tema tan ríspido, marcando esta ausencia por un conjunto de efectos teóricos y un mero empirismo ramplón que tratan de atender a la temática de la comunicación sin siquiera rozar un tópico tan álgido como el expuesto.
La opción no es baladí. El triunfo de la razón instrumental genera una fuerte densidad de investigaciones de corte precisamente instrumental, que dada su pre-teoricidad, devienen de manera inconsciente en trabajos de corte funcionalista (sin la sofisticación teórica de esta corriente), recogiendo datos que parecen existir por sí mismos cuando por cierto se trata de las derivas de una tipología incierta.
Dado que dichas investigaciones no logran superar el esperado horizonte de subjetividad del capitalismo tardío, y que por el contario, la producción de datos de diferente calibre se inscriben en dicha subjetividad, no existe ninguna urgencia geopolítica, epistemológica o reflexiva que atienda uno de los aspectos claves de la comunicación contemporánea: los diferentes vigilantes de nuestra vida real/virtual.
Nuestras vidas maquinizadas: más allá de lo virtual y lo real
La máquina no se asombra, al menos por ahora. Pero al parecer, los humanos tampoco. El tránsito entre la vida virtual y la real se desdibuja en este crepúsculo de la imagen humana, de la finitud de la misma. Tal parece ser el destino de los nuevos estilos de vida de los humanos vigilados que habitan el siglo XXI. En las diferentes plataformas virtuales, estos nuevos ciborgs, estos humanos maquinizados, muestran a un público poco restringido sus gustos, perfiles, causas que defienden, afinidades y asperezas.
No hay pues asombro del otro, incerteza del otro, búsqueda del otro. El ciborg muestra con orgullo su familia, la comida que lo alimentó la noche anterior, las monerías de su cachorro, sus viajes. Nos avisa sin pudor el fallecimiento de algún pariente o amigo. Nos cuenta sus cambios de afecto, si está o no en pareja, si está bien o mal. Parlotea sobre las vicisitudes de su vida y de sus supuestas preocupaciones sobre el mundo.
El ciborg sin asombro ni pudor lo cuenta todo o casi todo. Es transparente, visible, ubicable en perfectas coordenadas espacio-temporales. El ciborg pretende no tener secretos, o en todo caso, ser lo suficientemente transparente evitando toda clase de vigilancia, ya que todo está virtualmente allí, a la vista, sin tapujos.
Debajo de la superficie de lo visible -como siempre- habita lo ominoso, oscuro y pecaminoso. El crimen organizado, la deep- web, y más abajo, otros niveles de aquello que no se puede ver ni decir, establecen un universo horrido, acuoso e inmundo en el que transitan los anormales. Esto es, aquellos ciborgs no inscriptos en el sistema que lo vuelve todo visible. Ciborgs pues que cometen toda clase y tipo de ilegalidades, que trafican con seres, objetos e imágenes de una manera cruel y voraz.
Pero no se trata aquí de universos paralelos, de un ciborg límpido en oposición a algún adalid del crimen organizado. O en todo caso, esta oposición extrema admite muchos entrecruzamientos: el transitar virtual resulta por demás complejo, y las moralidades de los ciborgs transparentes y visibles deja en muchos casos lo que desear cuando se estudia su transversalidad en internet, sus gustos y aspiraciones ocultas, sus fantasías y deseos.
Ver y vigilar
Si el ocaso de la dicotomía vida real / vida virtual constituye la clave de nuestro mundo contemporáneo y su núcleo comunicacional, este final debe abarcar pues todos los mundos sociales existentes. Entre ellos, el del crimen organizado, las prácticas ilegales de diferente orden, y en fin, todas aquellas situaciones que sean designadas en tanto poseedoras de alguna clase de peligrosidad pública.
El peligro público siempre ha sido la base para que los estados, o bien complejos mixtos de públicos y privados diseñen los límites de las libertades precisamente públicas, los derechos y deberes de los sujetos-ciudadanos, ajustando sus eventuales desbordes y generando consensos fundamentados en las moralidades hegemónicas que rigen a cada sociedad y cultura.
Las diferencias con las modalidades anteriores de vigilancia y las que se encuentran presentes en nuestro universo actual, tienen que ver con el carácter invasivo hacia el espacio de lo privado -e inclusive hacia el espacio de lo íntimo- por parte de las instancias políticas-tecnológicas que señalábamos al principio de este artículo. Los programas de vigilancia que permiten el seguimiento de nuestra vida en el ciber-mundo, no son más que la vigilancia de nuestras vidas en el sentido más pleno y profundo del término y en este sentido, debemos indicar una vez más que la tecnología es política, por ende no neutral y siempre se encuentra ajustada a las moralidades y cosmologías de cada época.
Nos vigilan para cuidarnos del peligro. A cambio, los vigilantes pueden ver nuestras vidas, tomar el pulso de nuestras interacciones virtuales / reales. Frente a las instancias políticas-tecnológicas existentes -y a sus resbaladizos operadores- la pregunta que tantos pensadores de la humanidad se han planteado, sigue en pie con más fuerza y urgencia que nunca:
¿Quién vigila a los vigilantes?
* Doctor en Antropología Social. Profesor Titular de la Universidad de la República. Coordinador del Departamento de Ciencias Humanas y Sociales, Instituto de Comunicación, Facultad de Información y Comunicación.