Imagen: serie "The Black Mirror"
Paradojas democráticas
Los reposicionamientos ventajosos de sectores de derecha en el sistema electoral regional y mundial han desatado inquietos análisis desde algunos sectores de la política y de la prensa autodenominada de izquierda. Más allá de matices, la alarma y las advertencias de estas reflexiones giran en torno a una suerte de restauración autoritaria que esos partidos triunfadores encarnan.
Si bien es innegable que el advenimiento de las nuevas derechas se acompaña del avasallamiento de algunas garantías legales existentes, cuando no se transforman simplemente en estados de excepción permanente -como sucede en Europa-, también es cierto que el capitalismo contemporáneo ha demostrado con creces que puede violar sistemáticamente derechos políticos y civiles sin apelar a los recursos mencionados, bastándole simplemente con funcionar.
También es cierto a mi parecer, que la institucionalidad democrática representativa y los resortes de libertad de expresión que constituyen el centro de nuestras miradas y nuestros desvelos, han sido metabolizados por el sistema, a tal punto que operan como facilitadores de la circulación y acumulación irrestricta de capital a costa de cualquier otro ítem.
El funcionamiento democrático en nuestros días, ligado indefectiblemente a múltiples dispositivos comunicacionales, se retroalimenta respecto a una hipercirculación de signos, expresiones y opiniones conformes a un plano horizontal-desjerarquizado. Se trata de un artefacto que estimula el incesante e indiferenciado flujo de voces que encienden y apagan espasmódicamente, sin condensar nunca en un discurso que trascienda el juego en que se producen.
Esta lógica es el espejo en que se mira el trasiego ansioso de intercambios mercantiles. Más bien, este juego pluralista-democrático es la propia economía funcionando, dejando como residuo únicamente el simulacro de un “más allá” de ella.
Ese más allá que asume la pauta cultural identitaria basada en la diversidad, nos libera del núcleo traumático que lo estructura, a su vez que obtura la irrupción de un juicio que ordene, jerarquice, de sentido a ese campo indiferenciado.
Por lo tanto, si bien la censura y la puesta en suspenso de la legalidad no han desaparecido como mecanismos disciplinantes, no obstante son actos que aún pertenecen a la Política, en tanto contienen en sí mismos un espacio potencialmente abierto a la pregunta sobre su significación y a la crítica de su legitimidad.
Paradojalmente, el pluralismo democrático apoyado en el artefacto mercado-medios-masa (Nuñez), aparece hoy como el verdadero límite para una crítica radical del capitalismo.
Entonces, antes de plegarme a la defensa del concepto abstracto de democracia frente a su antagonista totalitario, se me ocurre introducir algunas reflexiones en la búsqueda de sentido de este concepto en el contexto actual, además de manifestar algunas preocupaciones respecto al tipo de abroquelamiento que se verifica en torno al primero de esos términos supuestamente en disputa.
Partiendo de la inquietud respecto a esta paradoja planteada, desde mi punto de vista se impone la necesidad de pensar el proceso social que ha ido asimilando la ampliación de la ciudadanía al incremento indefinido de producción y consumo de bienes, servicios -y en un nivel nada despreciable- estilos de vida e identidades.
Lo que la post-política se llevó
Este esquema se encuentra en la base de lo que algunos denominan post-política o despolitización de la economía. La post-política resulta en la transformación de lo social en masa, un cuerpo lumpenizado que hace circuito perfecto con el dispositivo tecnológico de los medios de comunicación.
Se trata de una lógica que atrapa al cuerpo social todo; al trabajo -como mera pieza intercambiable en la máquina abstracta del capital-, a la clase media adscripta al Estado y a la academia -operando en las condiciones actuales como “cerebro” de la producción-, por no hablar de los que han sido desplazados ya hace rato de cualquier posibilidad de ser siquiera explotados vendiendo su fuerza de trabajo a cambio de un salario. Los dos primeros componentes, pasaron de actuar como la “conciencia” de la sociedad, motor reflexivo y crítico (político) respecto al estado natural de cosas, a corromperse en algo que no puede ser otra cosa más que pieza de un engranaje productivo.
Para ser más claro, estos sectores han adaptado sus expectativas de tal modo, que ya no se encuentran dispuestos a cambiar derechos adquiridos –principalmente económicos-, por una utopía emancipadora, porque precisamente hoy triunfa el principio liberal de mercado, según el cual todo es intercambiable -todo deviene mercancía-, por tanto la Libertad o la Justicia también adquieren el estatus de cosas con valor de cambio.
Los reflejos conservadores se ven alimentados además, por la combinación de amenazas de perder lo que se ha obtenido ante un cambio siempre agazapado del viento, y del empuje contagioso de un sórdido deseo de emular el consumo de referentes colocados en un escalón superior de la jerarquía social.
Alguna relación tiene esto con que la Libertad se resigne prácticamente a la libertad de producir y consumir, clausurando preocupaciones que invocan la lucha por una organización más justa de las relaciones entre individuos.
La post-política gira a la izquierda y la izquierda a la democracia: el adiós al derecha/izquierda
Este panorama tiene como correlato la invisibilidad social de la dinámica subyacente de reproducción y acumulación de capital. La desideologización manifiesta en las últimas décadas del siglo pasado -coincidente (¿o no?) con la consolidación de la forma democrática en occidente-, proceso al cual han hecho una contribución central los partidos de signo socialdemócrata o progresista, significa una catástrofe de la Política; se vuelve cada vez más difícil interponer cualquier posición que represente un límite a la libre circulación de capital, sin que sea percibida como medida antipopular que atenta contra el desarrollo, la producción y el consumo potencial de la gente.
El desenvolvimiento ciego del capital y su perversión, se tornan más invisibles cuanto más poder adquieren de estructurar la vida y ser vividos como orden natural. Este se apoya en el entrelazamiento indisoluble de su funcionamiento con las posibilidades de supervivencia de la mayoría de las personas.
Este marco constituido en “sentido común”, debilita en lo más profundo la capacidad de generar respuestas políticas frente al chantaje permanente de poner a toda la sociedad a respirar bajo un clima de negocios e inversión, que por supuesto trae aparejada la “bendición” de generación y/o autogeneración de fuentes de trabajo. El cuerpo social, casi sin darse cuenta funciona inercial, neutra y ascépticamente como gran empresa, y se envuelve de dispositivos profilácticos frente a los gérmenes ético-políticos que pueden comprometer su salud.
El campo estatal -antes ligado a lo Público- se difumina en una dinámica de problemas-soluciones técnicos que se alimenta de CEOs(1) y profesionales expertos funcionando a modo de poleas transmisoras de la competencia corporativa y su circuito de inversión-rentabilidad.
Son quienes encarnan la visión autorizada de que hasta la Educación tiene como principio y fin la inversión; también, de que cuando la lógica de riesgo-exceso colapsa, se trata de anomalías superables a través de un incremento del mismo control gestional tecnocrático con el que se reproducen recíproca e indefinidamente.
Y desde mi punto de vista, la apelación común a argumentos moralizantes, que denuncian irregularidades, corrupciones y falta de transparencia, no contribuyen a plantear adecuadamente el problema.
Este radica más bien en un exceso de transparencia, en la aplicación a rajatabla de dispositivos de control y respuesta permanente a las exigencias de resultados. Esta ontología amoral y autoevidente, que convierte a la utilidad en la frontera última de la Ética, se blinda a sí misma frente a la autocrítica y tiene el gran “mérito” de deslindar a las personas de responsabilidades simbólicas.
Si bien la izquierda ha cosechado réditos electorales plegándose a este juego, su muerte como operación conceptual -y desde el principio fue así- impone su límite. La reproducción de las condiciones de su liderazgo se vuelve contingente y volátil, por su anclaje a una “coyuntura” interna y global que siempre amenaza a la gente con una eventual caída de sus niveles de consumo.
Por el contrario, una alternativa de avance en la repolitización radical (Žižek) de la economía en la sociedad, se convierte a mi parecer, en la vía a través de la que se hace visible socialmente la íntima ligazón entre producción, consumo y acumulación de capital. Ello abre puertas que preparan la capacidad de atravesar ese estado pre-ideológico que estructura cotidianamente nuestras vidas, frente al que las denominadas izquierdas parecen haber ejercido una capitulación conceptual.
Porque sabemos que en este suelo sembrado de pura economía, germina el éxito de políticos empresarios new age. Es que la arena electoral se ha convertido en el espacio privilegiado donde se escenifica el simulacro-espectacular-comunicacional de los medios masivos y se despliega la competencia ansiosa -permítaseme la redundancia- por la captación de los distintos “nichos” de electores-consumidores -permítaseme otra vez la redundancia-.
La fuerza del discurso que mezcla el marketing empresario-gerencial y una especie de filosofía new age orientada hacia un yo narcisista que todo lo puede, es amplificada en el artefacto mediático montado por agencias publicitarias, asesores comportamentales y de imagen (coachings). En complemento con las empresas de sondeo, escupen este espectáculo que no se destina a, sino que más bien produce mágicamente esa entelequia técnica que estos mismos expertos denominan “opinión pública”.
Esto me trae a la mente una reflexión de Fernando Pessoa en su Libro del Desasosiego, sobre el tipo de sociedad que asomaba tras la desacralización de la vida, contracara de la vigencia del positivismo cientificista como nuevo criterio universal de realidad:
“En la vida de hoy, el mundo pertenece sólo a los estúpidos, a los insensibles y a los agitados. El derecho a vivir y a triunfar se conquista hoy casi por las mismas vías que se conquista el internamiento en un manicomio: la incapacidad de pensar, la amoralidad y la hiperexcitación”. (Pessoa, 2013: 188-89)
Es que la brutal ontología globalizadora científico-tecnológico-mercantil no es vivida como violencia, porque es el punto ciego, la forma fetichizada(2) que constituye y sostiene la ficción ritualizada de lo social (Baudrillard) en el juego oscilante bipolar de democracia-autoritarismo.
¿Qué culpa tiene Fukuyama?
De la pasada movilización enraizada en sujetos capaces de crear, sostener y comprometerse con un discurso ideológico, savia vital de la izquierda tradicional y único resorte a través del que la acción política y el término “izquierda” cobran sentido, quedan pocos rastros.
Una vez resguardados los principios de funcionamiento sistémico de antiguas objeciones fundamentales, se desarrolla toda la vacuidad de la retórica-práctica democrática que reduce cualquier conflicto social a una cuestión estadística de opinión pública y mayorías.
A su vez, la consolidación del movimiento que disipa la energía social para volverla masa informe, permite al capital asimilar y promover la expansión de “derechos a demanda”, el “empoderamiento popular” y la gestión descentralizada de lo estatal.
No llama la atención en este marco, que la “profundización democrática” estatal se envuelva en un formato territorial, fragmentario, privado y arraigado a lo particular concreto, donde los vestigios de lo Público y Universal han sido colonizados por la competencia -entre “clientes”, “usuarios” y “beneficiarios”- en torno a la distribución de “recursos” de gestión.
La ficción de lo social en nuestra democracia liberal, reduce las cuestiones de la autonomía y la soberanía popular a la liberación ilimitada del deseo de una mayoría diversificada, frente a un otro expresado en el poder despótico del Estado centralizado, vertical, disciplinar y burocrático.
Ese “recalentamiento” periódico de la democracia con una “negatividad” dialéctica venida desde fuera, actúa disuasivamente ante la posibilidad de que un choque con el suelo gélido de lo real permita asumir que la democracia sea lo que es: heteronomía respecto a la lógica técnica del mercado y los medios de comunicación, desde la base a la cumbre del cuerpo social.
La izquierda sustituyó la “dictadura del proletariado” por la fantasía del “gobierno de todos”, tratándose de una visión de soberanía fácil de articular con la confianza en “las masas” y el supuesto de su condición inherente de Sujeto.
Baudrillard, en La izquierda divina, ya criticaba con dureza esta inyección de “democracia”, “espíritu crítico” y “antiestalinismo” procesada por el Partido Comunista Francés entre las décadas del setenta y ochenta:
“Se acabó la dialéctica: (queda) la circularidad que es idéntica a la comunicación de masas (…) neohumanismo opuesto a un totalitarismo retro, reactivación de una antigua idea del Estado y de sus poderes basada en un concepción todavía panóptica del espacio político (el Estado de vigilancia y del Gulag) (…) Eterno fantasma del gran Sujeto manipulador, el Estado, el aparato, el poder, y del pequeño súbdito oprimido, pero que crecerá: la sociedad civil, el militante, el disidente. ¡Eterna polaridad del estalinismo que dibuja en el análisis un espacio tan confortable! Eterno pensamiento subyugado y atrapado en la nostalgia de lo político y de un poder de Estado, que en el fondo no tiene más crédito que la acusación de autoritarismo que se le hace”. (Baudrillard, 2009: 50-52)
Cuando Francis Fukuyama meditaba sobre el fin de la Historia, la interpretación más extendida en el ámbito de las ciencias sociales y de la política identificada con la izquierda, la definió sencillamente como una suerte de diagnóstico fatalista infundado, que auguraba la inexorable desaparición definitiva de los antagonismos sociales luego del triunfo de la sociedad de mercado en el contexto de Post-Guerra Fría. Ello le valió la desacreditación más absoluta y su sentencia condenatoria como operación política que pretendía únicamente, bajo la envoltura del discurso intelectual, legitimar la perpetuación de la sociedad burguesa.
Sin embargo, hay una hipótesis tanto más sutil como inquietante sobre el significado de lo escrito por este autor, que cambia absolutamente su relación con la operación de pensar el capitalismo.
Esta sugiere que el fin de la Historia, no es la constatación del triunfo de un modo u organización de la vida, de un discurso de dominación de clase que legitima el sistema capitalista como tal. Más bien, se trata de un presagio del fin de la necesidad de cualquier narrativa, sistema de creencias o soporte ideológico que funcione como legitimador. En definitiva, debe entenderse como la visión anticipatoria del Capital despojado de su ropaje simbólico y de la consagración de su inmanencia.
Vista la tendencia del capitalismo post-neoliberal, deberíamos repensar sus consideraciones. Tal vez nos brinden claves para asumir la violencia que descansa en el entorno liberal-pragmático en que estamos sumidos, y en vez de orientarnos hacia el antagonismo Autoritarismo-Democracia, nos revele como más necesaria para la praxis política actual, la tarea de pensar la relación Política-Economía.
De ser así, esta reflexión abarca sin duda, la crítica radical del vínculo entre el consenso democrático-institucionalizado y el desenvolvimiento sin fricciones del capitalismo contemporáneo.
* Sociólogo
Notas:
(1) CEO es una sigla que designa la figura del chief executive officer, que tiene su origen en el mundo corporativo anglosajón. Se asocia al Director Ejecutivo encargado de la administración de una compañía. Su presencia es frecuente en las empresas transnacionales, pero ya no es extraño ver su participación decisiva en los aparatos institucionales a través de formas contractuales vinculadas a proyectos estratégicos público-privados, o sencillamente por medio de su nominación al frente de carteras sectoriales.
(2) Aquí se me apareció también de forma patente la interpretación de Žižek en El sublime objeto de la Ideología, sobre “el fetichismo de la mercancía” marxiano. Reafirma que el capitalismo representa un pasaje desde la mistificación de las relaciones entre las personas, hacia una forma fetichizada de relaciones sociales entre “cosas” (mercancías), intercambiables entre sí en tanto expresiones concretas del Valor (Universal-abstracto). Sin embargo, se distancia de la lectura marxista clásica de Ideología, proponiendo que ahora la “ilusión ideológica” no se aloja en el plano “interno” del conocimiento a modo de “falsa conciencia”, sino en el “externo” de la práctica efectiva de los individuos: “El rasgo característico del análisis de Marx es, no obstante, que las cosas (mercancías) creen en lugar de ellos, en vez de los sujetos: es como si todas las creencias, supersticiones y mistificaciones metafísicas, supuestamente superadas por la personalidad racional y utilitaria se encarnan en las <<relaciones sociales entre las cosas>>. Ellos ya no creen, pero las cosas creen por ellos”. (Žižek, 2003:62)