La gran negación
Cuba: callar las clases
Por:
Roberto Garcés Marrero
Iconoclastas.
Número 01,
diciembre 2017.
¿Es posible que se me considere hereje en Cuba por hablar de marxismo?
A primera vista parece una pregunta absurda. El preámbulo de nuestra constitución nos reconoce “guiados por el ideario de José Martí y las ideas político - sociales de Marx, Engels y Lenin”. Cómo conciliar ambos idearios sin caer en un mejunje ecléctico es una cuestión aún por dilucidar; al fin y al cabo la difícil conjunción comunismo- nacionalismo nunca ha tenido una propuesta cohesionada de manera homogénea en ningún lugar. Pero resulta que Marx sigue siendo un gran iconoclasta que con su sonrisa sardónica nos subvierte y nos alerta ante cualquier silencio conformista y sospechoso. También en Cuba, donde se esperaría que su presencia fuese más palpable.
La pregunta parte, sobre todo, de una experiencia reciente. En un espacio de estudios de posgrado propuse analizar el fenómeno de acoso escolar interseccionándolo con una serie de variables, dentro de las cuales incluí la clase social. La respuesta airada inmediata me dejó atónito: ¿cómo iba a hablar de clase? En todo caso debía decir extracción social o procedencia familiar. Me negué a utilizar eufemismos y expliqué que en una sociedad socialista no se extinguen aún las clases, de lo contrario qué sentido tiene la “dictadura del proletariado” y la labor político- ideológica. Para que deje de haber una estructura clasista debería extinguirse el estado –en Cuba no se avizora que se preparen las condiciones para su extinción, además sería un grave desacierto en cuanto a la política internacional, al menos por el momento- y sobre todo, cualquier relación basada en la propiedad privada. No se me quiso comprender y el rechazo unánime matizado por algunos silencios dubitativos me hizo sentir en un proceso casi inquisitorial. No cambié mi propuesta, no obstante.
Al terminar la sesión se me acercó la persona que más había criticado mi discurso. Me explicó que estaba de acuerdo por completo conmigo, pero que de “esas cosas” no se debía hablar. Incluso me dio elementos de por qué creía lo mismo. Sonreí y quedé en silencio. No tenía sentido discutir. Quedé reflexionando sobre varios temas. Recordé mi experiencia anterior, reviví seminarios para preparar a los líderes de los sindicatos, la incomodidad de los profesores sindicales cuando hablábamos de lucha de clases y la pobreza argumentativa de sus explicaciones. Sería interesante comprobar cuántos miembros del Partido Comunista han leído a Marx, aunque fuese de manera superficial. Por lo menos aquella definitoria frase del Manifiesto Comunista aseverando que “el proletariado no tiene patria”. Confieso que no puedo dejar de recordarla cada vez que oigo las tan frecuentes consignas del tipo “Patria o muerte”. En el mismo Manifiesto se dice que “La historia de todas las sociedades hasta nuestros días es la historia de las luchas de clases”.
¿Será que a Cuba llegamos al fin de la historia por un camino no descrito por Fukuyama? Es obvio el paupérrimo conocimiento sobre el marxismo que engalana a nuestros académicos y dirigentes políticos. Sin embargo el proyecto es socialista a la vieja usanza. Al menos eso se dice. ¿Será que esas ideas decimonónicas ya no tienen nada que aportar? ¿O más bien resulta que mantienen su carácter iconoclasta?
Según Lenin –aquí sí en coherencia con la línea de pensamiento marxista clásica- las clases son grandes grupos humanos que se caracterizan sobre todo por el ejercicio de propiedad sobre los medios de producción y la cantidad que se perciba de la distribución de lo producido. En un estado que defiende la propiedad social, ¿quién es el dueño de los medios de producción? El pueblo, se dice. ¿Quién es el pueblo? En Cuba no existió antes de la Revolución un desarrollo industrial que permitiera hablar de un proletariado con conciencia de clase desarrollada, y el campesinado, según el marxismo, suele ser un grupo muy conservador. El proceso revolucionario fue liderado fundamentalmente por pequeños y grandes burgueses en un proyecto nacionalista que al radicalizarse entroncó con el socialismo como vía de garantizar el apoyo del campo socialista, único que se avizoraba luego del bloqueo estadounidense. El Partido Comunista existente jugó un papel bastante débil hasta que se agruparon las fuerzas políticas en una asociación única que tomó su nombre. Por tanto, con un pueblo asombrado ante un cambio tan radical, ¿quién se encargó de decidir las transformaciones? Una capa burocrática creada a la marcha, cuyo criterio de selección fue ser “incondicional” más que estar preparado –intelectual o prácticamente-, la que se irguió como representante de los intereses que se consideraron populares.
Gramsci insistió mucho en el peligro que representaba la burocracia en cualquier proceso revolucionario. Al principio, designada por el proletariado como representante de sus intereses y ejecutora de sus decisiones, la capa burocrática podría comenzar a usurpar el poder del cual sólo es custodia y sería un obstáculo tanto para proseguir el proceso hacia el comunismo como para restaurar el capitalismo, manteniendo a cualquier precio una inmovilidad férrea para defender su status quo. En Cuba podría decirse que este problema está en una buena parte de los líderes políticos: muchos asumen cargos casi vitalicios.
Por otra parte, desde 2010 comenzó una nueva normativa relacionada con la pequeña empresa que dio una mayor libertad a los denominados “trabajadores por cuenta propia”. De esta manera se legalizó un fenómeno que ya existía –y también en la otrora Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas-, al que Roger Keeran y Thomas Kenny en su análisis del URSS denominaron “segunda economía”, es decir una inmensa red económica basada en actividades ilícitas que satisfacen necesidades primarias de la población que no puede solventarse por la vía estatalmente ofrecida e implica un mercado negro cuyo alcance es difícil de precisar. Estos nuevos empresarios, acostumbrados a funcionar de manera no legal, están en vías de convertirse en unos nuevos ricos. Las relaciones de propiedad y distribución que los caracterizarían como una clase emergente ya está legalizada sin nombrarlas como tal. A este grupo emergente se le llama “cuentapropismo” o “sector no estatal de la economía”; siempre giros eufemísticos, costumbre característica y curiosa del discurso cubano.
Finalmente la gran burguesía histórica cubana, la mayoría en la Florida, continúa con sus sueños de recuperación de lo que fue nacionalizado, y desde el exterior direcciona un estado de opinión desestabilizador, aunque bastante desacreditado. Este panorama, donde se solapan una burocracia paranoica y estática, unos nuevos propietarios dispuestos a todo por multiplicar sus ingresos y una vieja burguesía restauracionista amparada por un poderoso capital extranjero –que nunca ha sabido utilizar- se invisibiliza si no se puede mencionar el concepto central en la lucha política marxista y de izquierda que es el de clase social. La situación cubana actual en el escenario de la crisis ya consuetudinaria y del desfavorable marco internacional se entiende mejor cuando se tiene en cuenta esta lucha de clases. Comprender eso puede ser el requisito indispensable para tomar buenas decisiones políticas en favor de los gobernados. Claro, en el caso de que haya voluntad de hacerlo. Porque a fin de cuentas, la comprensión suele estar regulada por un acto volitivo: la percepción siempre es selectiva, sobre todo cuando afecta intereses.
Aquí me surge una nueva pregunta: ¿quién regula qué se puede o se debe decir? ¿De dónde sale esta autocensura que además se quiere imponer a otros sin tener en cuenta la ignorancia propia sobre el tema censurado? ¿Es espontánea o parte de una educación superideologizada, típica de la Guerra Fría y ya con un considerable desfase cronológico? ¿Cuáles son los mecanismos sutiles de este micropoder que se ejerce de manera casi imperceptible? ¿Qué lógica responde a que se censuren los propios supuestos ideológicos de un proceso socialista? Pero, sobre todo, ¿a los intereses de quién responde este silencio sobre las verdades que el viejito Marx sembró hace casi dos siglos? También volvemos en esto al mismo punto: queda muy claro con el marxismo que la deformación ideológica de la realidad es, esencialmente, clasista. La cámara oscura de la ideología invierte la percepción de las relaciones reales, porque es necesario para soportar cierto orden de cosas que garantiza el poder de una clase. Por tanto la pregunta aquí debería ser: ¿a los intereses de qué clase tributa este silencio? Seguro que no a los del proletariado/ pueblo.
Revolución es subversión, es decir, la otra versión, la que subyace, generalmente la no oficial. El marxismo todavía tiene mucho que decir al respecto, sin embargo en Cuba se oficializó en una versión manualesca y prosoviética de la cual aún no hemos podido, sabido y/o querido desprendernos. Esta concepción caricaturesca produjo un efecto boomerang y paradójicamente, en un país sustentado por una “ideología marxista- leninista”, cada vez se dedican menos horas al programa de estudio de Economía política del socialismo en la educación universitaria, hasta llegar al mínimo posible. En el corpus marxista hay mucho que revisar, estudiar, pensar a la luz del siglo XXI: la asunción acrítica es ajena al espíritu de los grandes pensadores que han tributado a esta corriente de pensamiento que se traduce en praxis política. Los intentos de despojarla de su carácter subversivo han resultado en los estruendosos fracasos que la historia cercana nos cuenta. Pero desconocerla y rechazarla a priori donde se supone que es la base teórica de un ideal social, resulta inconsecuente. Entender bien a Marx nos ayudaría a entender las transformaciones históricas que han tenido las familias en función de las diferentes formas de propiedad privada, desacralizando la idea burguesa que se defiende aún en Cuba sobre la estructura familiar. El marxismo nos facilitaría asumir que los grandes grupos humanos, verbigracia “el pueblo”, son los verdaderos hacedores de la historia, despojándonos de la veneración supersticiosa a grandes líderes infalibles y asumiendo el papel de cada cual en los procesos revolucionarios, incluso a nivel individual. En la teoría marxista del conocimiento, digna heredera de la lógica dialéctica hegeliana, no se evade la contradicción, sino que pasa a ser premisa necesaria del desarrollo de cualquier índole. Por tanto, por qué acallar herramientas de análisis que permiten acceder a la realidad de la manera más revolucionaria posible. A fin de cuentas, de lo que se trata es de transformar el mundo, ¿no?